sábado, 19 de abril de 2014

Non Sancta (V): La filosofía del ateísmo



Emma Goldman, anarquista, ferviente defensora de las libertades civiles y del feminismo, terminaría siendo considerada por el mismo J. Edgar Hoover la mujer más peligrosa de América. Activista conjurada, envuelta (directa o indirectamente) en más de un intento de asesinato a líderes políticos norteamericanos, y encarcelada múltiples veces por hacer públicas sus ideas acerca de la emancipación femenina, terminaría expulsada a las frías tierras de la Unión Soviética —de las que había huido en respuesta a las imposiciones patriarcales—, por conspiración y su evidente oposición a la guerra y la militarización. Estaríamos tentados a creer que una vez en las tierras bolcheviques se encontraría plenamente en libertad de movimientos, al ser una patria afín a sus concepciones. Pero sería una enorme equivocación. Una vez instalada en el corazón de la revolución de Octubre, la represión y la hostilidad soviéticas le llevaron a renunciar a sus esperanzas respecto del nuevo régimen y a ser una de sus primeras críticas, razones por las que terminaría radicándose en Canadá.


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LA FILOSOFÍA DEL ATEÍSMO



Por Emma Goldman



Para exponer como es debido la filosofía del ateísmo, habría que abordar los cambios sufridos a lo largo de la historia por la fe en una divinidad, desde los tiempos más remotos hasta el momento actual, análisis que queda fuera del alcance de este ensayo. No estará fuera de lugar, de todos modos, señalar de pasada que el concepto de Dios, Poder Sobrenatural, Espíritu, Deidad o cualquier otro término en el que se haya plasmado la esencia del teísmo, se ha vuelto más indefinido y vago con el paso del tiempo y el progreso. La idea de Dios, por decirlo de otro modo, se está volviendo más impersonal y nebulosa a medida que la mente humana aprende a comprender los fenómenos naturales, y que la ciencia establece progresivamente una correlación entre los hechos humanos y sociales.
Hoy en día, Dios ya no representa las mismas fuerzas que al principio de su existencia; tampoco dirige los destinos humanos con la mano de hierro de otros tiempos. Lo que expresa la idea de Dios es más bien una especie de estímulo espiritualista para satisfacer los caprichos y manías de todo el abanico de flaquezas humanas. Durante el desarrollo de la humanidad, la idea de Dios se ha visto obligada a adaptarse a todas las fases del quehacer humano, algo completamente acorde, por otro lado, con los orígenes de dicha idea.
La noción de los dioses tuvo su origen en el miedo y la curiosidad. El hombre primitivo, que no entendía los fenómenos de la naturaleza, pero sufría su acoso, veía en cualquier manifestación aterradora una fuerza siniestra que se desencadenaba expresamente contra él; y como todas las supersticiones tienen como padres a la ignorancia y el miedo, la inquieta fantasía del hombre primitivo urdió la idea de Dios.
Acierta plenamente Mijaíl Bakunin, ateo y anarquista de fama mundial, cuando afirma en su gran obra Dios y el Estado: «Todas las religiones, con sus semidioses, profetas, mesías y santos, fueron creadas por la fantasía llena de prejuicios de hombres que aún no habían desarrollado del todo sus facultades, ni estaban en plena posesión de ellas. En consecuencia, el cielo religioso no es más que el espejismo en el que el hombre, exaltado por la ignorancia y la fe, descubrió su propia imagen, pero acrecida e invertida; esto es, divinizada. La historia de las religiones, la del nacimiento, apogeo y decadencia de los dioses que se han sucedido en la fe humana, no es otra cosa, por lo tanto, que el desarrollo de la inteligencia y la conciencia colectivas de la humanidad. A lo largo de su trayectoria históricamente progresiva, en cuanto descubrían en sí mismos, o en la naturaleza que les rodeaba, alguna cualidad, o incluso un gran defecto, fueran de la índole que fuesen, los atribuían a sus dioses, no sin antes exagerarlos y ampliarlos desmesuradamente, a la manera de los niños, siguiendo el dictado de su fantasía religiosa. [...] Sea dicho, pues, con todo respeto a los metafísicos e idealistas, filósofos, políticos o poetas religiosos: la idea de Dios comporta la abdicación de la razón y la justicia humanas; es la más rotunda negación de la libertad humana, y desemboca necesariamente en la esclavización de la humanidad, tanto en la teoría como en la práctica».
Así es como la idea de Dios (revitalizada, adaptada y ampliada o restringida en función de las necesidades de cada época) ha dominado a la humanidad, y lo seguirá haciendo hasta que el ser humano salga a la luz del Sol con la cabeza bien erguida, sin temor, con voluntad propia y despierta. Cuanto más aprende el hombre a realizarse, y a dar forma a su propio destino, más queda el teísmo como algo superfluo. La medida en la que el hombre sea capaz de hallar su relación con sus congéneres dependerá completamente del grado en que pueda dejar atrás su dependencia de Dios.
Ya se advierten señales de que el teísmo, que es la teoría de la especulación, está siendo sustituido por el ateísmo, ciencia de la demostración; si el uno flota en las nubes metafísicas del Más Allá, el otro tiene raíces fuertes en la Tierra; y es la Tierra, no el cielo, lo que debe redimir el hombre si desea alcanzar la plena salvación.
El declive del teísmo es un espectáculo de un interés enorme, sobre todo tal como se manifiesta en la inquietud de los teístas, sean de la confesión que sean. Les angustia darse cuenta de que las masas se vuelven cada vez más ateas, más antirreligiosas, y de que no tienen reparos en dejar el Más Allá y sus celestes dominios a los ángeles y los gorriones; y es que las masas se enfrascan más y más en los problemas de su existencia inmediata.
¿Cómo hacer que las masas regresen a la idea de Dios, el Espíritu, la Causa Primera, etc.? He ahí la cuestión más acuciante para todos los teístas. Podrán parecer cuestiones metafísicas, pero tienen una base física muy pronunciada, en la medida en que la religión, la «Verdad Divina», las recompensas y los castigos son los distintivos de la industria más potente y lucrativa de todo el mundo, sin exceptuar la de la fabricación de armas de fuego y municiones: la industria de nublar la mente humana y reprimir el corazón humano. En tiempos de necesidad, cualquier remedio es bueno; por eso la mayoría de los teístas pillan al vuelo cualquier tema, por carente que esté de relación con la divinidad, la revelación o el Más Allá. Tal vez intuyan que la humanidad se está cansando de las mil y una marcas de Dios.
La lucha contra este estancamiento de la fe teísta es nada menos que una cuestión de vida o muerte para todas las confesiones; de ahí su tolerancia, una tolerancia nacida no de la comprensión, sino de la debilidad, lo cual podría explicar el empeño de todas las publicaciones religiosas por aunar filosofías religiosas de lo más variopinto, y teorías teístas que se contradicen entre sí, en un solo conglomerado de la fe. Cada vez se minimiza más, con tolerancia, la diversidad de conceptos de «único Dios verdadero, único espíritu puro, única religión cierta», en un esfuerzo frenético por establecer un terreno común desde el que rescatar a las masas modernas de la influencia «perniciosa» de las ideas ateas.
Esta «tolerancia» teísta se caracteriza porque a nadie le importa lo que crea la gente mientras crea, o finja creer; y a este fin se emplean los métodos más burdos y vulgares. Acampadas, reuniones de evangelización con Billy Sunday como gran paladín... Métodos que no pueden menos de indignar a cualquier intelecto refinado, y cuyo efecto en los ignorantes y curiosos tiende a generar un moderado estado de locura que en muchos casos va de la mano de la erotomanía. Estos frenéticos esfuerzos cuentan siempre con el beneplácito, y también con el respaldo, de los poderes terrenales, desde el déspota ruso al presidente de Estados Unidos, y desde Rockefeller y Wanamaker al empresario más insignificante. Saben que el capital invertido en Billy Sunday, la YMCA, la Ciencia Cristiana y una larga serie de instituciones religiosas redundará en enormes beneficios, en forma de masas sometidas, mansas y adormiladas.
Consciente o inconscientemente, la mayoría de los teístas ven en dioses y demonios, cielos e infiernos, recompensas y castigos un látigo con el que obtener obediencia, sumisión y conformidad a base de azotes. La verdad es que hace tiempo que el teísmo se habría venido abajo sin el apoyo simultáneo del dinero y el poder. Hasta qué punto es completa su quiebra es algo que se ve ahora mismo en las trincheras y los campos de batalla de Europa.
¿No pintaban todos los teístas a su Deidad como el dios del amor y la bondad? Pues bien, tras miles de años predicando en estos términos, los dioses siguen sordos a la agonía de la especie humana. A Confucio no le importa la pobreza, la miseria y el dolor del pueblo chino. La indiferencia filosófica de Buda no cede un ápice ante el hambre y la inanición de los ultrajados hindúes. Yahvé persiste en su sordera a los amargos lloros de Israel, mientras Jesús se niega a resucitar para poner remedio a la masacre de cristianos por cristianos.
La esencia de los cánticos y alabanzas al «Altísimo» ha sido siempre presentar a Dios como el gran defensor de la justicia y la misericordia, pero cada vez hay más injusticia entre los hombres; solo con las atrocidades infligidas a las masas de este país parecería que pudieran desbordarse los mismísimos cielos. ¿Y dónde están los dioses que pongan fin a estos horrores, a estas ofensas, a este trato inhumano contra el ser humano? Pero no, no son los dioses, sino el HOMBRE quien debe levantarse con terrible cólera; él es, él, quien engañado por todas las deidades, y traicionado por sus emisarios, debe resolverse a llevar la justicia a esta Tierra.
La filosofía del ateísmo pone de manifiesto la expansión y el crecimiento de la mente humana. La filosofía del teísmo, si podemos llamarla filosofía, es estática e inamovible. Desde el punto de vista del teísmo, el mero hecho de intentar elucidar estos misterios supone no creer en la omnipotencia que todo lo abarca, y hasta negar la sabiduría de los poderes divinos que existen más allá del ser humano. Afortunadamente, sin embargo, la mente humana no se deja ni se ha dejado nunca atar por nada inamovible. De ahí que no ceje en su incansable marcha hacia el conocimiento y la vida. La mente humana empieza a comprender que «el universo no es fruto de un decreto creador por parte de una inteligencia divina, que produjo una obra maestra de la nada, en una operación perfecta», sino de fuerzas caóticas que se ejercen durante siglos y siglos, de choques y cataclismos, repulsiones y atracciones que, siguiendo el principio de selección, cristalizan en lo que llaman los teístas «el universo conducido al orden y la belleza». Como bien sostiene Joseph McCabe en La existencia de Dios, «una ley de la naturaleza no es una fórmula establecida por un legislador, sino un mero resumen de los hechos observados, un "haz de hechos". No es que las cosas funcionen de un modo determinado debido a que existe una ley, sino que nosotros formulamos la "ley" porque funcionan de ese modo».
La filosofía del ateísmo representa un concepto de la vida sin ningún Más Allá metafísico, o Regulador Divino. Es el concepto de un mundo real, existente, con sus posibilidades de liberación, crecimiento y hermoseamiento, frente a un mundo irreal que, con todos sus espíritus, oráculos y mísera conformidad, ha mantenido a la humanidad en un estado inerme de degradación.
Podría parecer el colmo de la paradoja, pero tristemente es cierto: este mundo real, y nuestra vida, han permanecido sujetos mucho tiempo a la influencia de la especulación metafísica, no a la de fuerzas físicas demostrables. Bajo el azote de la idea teísta, esta Tierra no ha servido de otra cosa que de escala temporal para poner a prueba la capacidad humana de inmolación a la voluntad de Dios. Pero bastaba con que el hombre intentase averiguar cuál era esa voluntad para que se le dijese que a la «inteligencia humana finita» no le estaba dado ir más allá de aquella voluntad omnipotente e infinita. El tremendo peso de esta omnipotencia ha doblegado al hombre hasta morder el polvo, convertido en un ser sin voluntad, roto y tiznado en la oscuridad. La victoria de la filosofía del ateísmo es liberar al hombre de la pesadilla de los dioses; significa la desaparición de los fantasmas del más allá. La luz de la razón ha disipado una y otra vez la pesadilla teísta, pero la pobreza, el dolor y el miedo recreaban siempre los fantasmas, que, por lo demás, bien poco diferían entre sí, al margen de su novedad o forma externa. En cambio, el ateísmo, en su aspecto filosófico, no solo rechaza pagar tributo a un concepto definido de Dios, sino cualquier servidumbre a la idea de Dios, y se opone al principio teísta como tal. Los dioses, en su función individual, no son ni la mitad de perniciosos que el principio del teísmo, el cual representa creer en un poder sobrenatural, e incluso omnipotente, que gobierna al mundo, y al hombre que en él vive. Es el absolutismo del teísmo, su influencia perniciosa en la humanidad y sus efectos paralizadores en el pensamiento y la acción lo que combate el ateísmo con todas sus fuerzas.
La filosofía del ateísmo hunde sus raíces en la tierra, en esta vida; su meta es emancipar a la humanidad de todos los Altísimos, sean judaicos, cristianos, mahometanos, budistas, brahmanistas o de cualquier otra denominación. Largo y duro ha sido el castigo de la humanidad por crear dioses; desde que aparecieron, para el ser humano todo ha sido dolor y persecución. Esta equivocación tiene un solo remedio posible: el hombre debe romper los grilletes que le han encadenado a las puertas del cielo y el infierno, para poder empezar a moldear un nuevo mundo en esta tierra con su conciencia despierta una vez más e iluminada.
La libertad y la belleza no podrán ser realidad mientras no triunfe la filosofía del ateísmo en las mentes y los corazones de la humanidad. Como don del cielo, la belleza ha demostrado ser inútil, pero una vez que el hombre aprenda a ver que el único cielo a su medida está en la Tierra, la belleza se convertirá en la esencia y el motor de la vida. El ateísmo ya está contribuyendo a liberar al hombre de su dependencia del castigo y de la recompensa, como baratillo para los pobres de espíritu.
¿No insisten todos los teístas en que sin la fe en un poder divino no puede haber moralidad, justicia, honradez ni fidelidad? Esta moral basada en el miedo y la esperanza siempre ha sido algo vil, compuesto a partes iguales de fariseísmo e hipocresía. En cuanto a la verdad, la justicia y la fidelidad, ¿quiénes han sido sus valerosos exponentes, sus osados defensores? Casi siempre los impíos, los ateos, que han vivido, luchado y muerto por ellos. Sabían que la justicia, la verdad y la fidelidad no son algo forjado en los cielos, sino vinculado a los enormes cambios que experimenta la vida social y material de la humanidad, e inseparable de ellos; no algo fijo y eterno, sino fluctuante como la vida misma. Nadie puede vaticinar a qué alturas llegará la filosofía del ateísmo, pero sí es posible predecir lo siguiente: que las relaciones humanas solo se purgarán de los horrores del pasado con su fuego regenerador.
Las personas reflexivas se empiezan a dar cuenta de que los preceptos morales, impuestos a la humanidad mediante el terror religioso, se han vuelto estereotipados, perdiendo con ello toda su vitalidad. Basta una simple mirada a la vida actual, a su naturaleza desintegradora, a sus conflictos de intereses, de los que se derivan odios, crímenes y codicia, para que quede demostrada la esterilidad de la moral teísta.
El ser humano debe volver a ser quien es para aprender cuál es su relación con sus congéneres. Mientras siga encadenado a la roca, Prometeo estará condenado a que hagan presa en él los buitres de la oscuridad. Desencadenadle, y desharéis la noche y sus horrores.
El ateísmo, con su negación de los dioses, es a la vez la afirmación más vigorosa del ser humano y, a través de este último, el sí eterno a la vida, al sentido y a la belleza.




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