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martes, 15 de noviembre de 2011

Yo soy otro, por Oscar Campo.

Título original: Yo soy otro.
Guión: Óscar Campo.
Dirección: Óscar Campo.
Reparto: Héctor García, Yenni Navarrete, Patricia Castañeda, Ramsés Ramos, Miguel Ángel Giraldo.
País: Colombia.
Año: 2006.
Duración: 78 minutos.


Recuerdo perfectamente cómo se generó un gran nivel de expectativas respecto a esta cinta, puesto que su director y guionista, además de ser un reconocido documentalista, resultaba ser el formador y maestro de algunos reconocidos cineastas del panorama colombiano actual —el más renombrado, sin duda, el director de Perro como perro, Moreno—. Sin embargo, las opiniones, una vez lanzada al teatro, fueron encontradas y en su mayoría negativas. Muy pocos, entre los críticos autorizados de cine, salieron al paso defendiendo la actualidad y la necesidad del giro dado por Óscar Campo —y, como es de suponer, muchos no siquiera se dieron cuenta de giro alguno—.

Pues bien, esta cinta representa una suerte de exploración de la violencia, pero ya no entrando, digamos, de forma directa a la zona de guerra que es el campo colombiano, ni explorando en los actores más explícitos de la misma —el otro gran bastión de nuestro cine— o sus víctimas, sino explotándolo en la piel misma de las silentes masas aglomeradas en la metrópolis como su gran refugio —tanto víctimas como victimarios—. Debiéramos recordar que el mismo año dos producciones colombianas dieron la vuelta al mundo con gran estrépito: Perro come perro y PVC-1, ambas examinando el rostro de la violencia que nos ha consumido. Sin embargo, eran dos caras de una misma moneda, puesto que sus protagonistas se encuentran como en los extremos del terror en que vivimos. Yo soy otro se enfrentó a la intimidante labor de tantear los bordes, de ver la violencia desde una ficción que, como es el caso de las grandes ficciones, termina por cuestionar la realidad.

José es un programador medianamente exitoso de una empresa especializada en servicios informáticos —prácticamente un donnadie, un cualquiera, un todos—. Su vida transcurre habitualmente entre un trabajo tedioso y una vida nocturna de consumo televisivo, drogas y sexo. Pero un día un misterioso brote aparece en su cuerpo, una enfermedad proveniente de las selvas, que consume los tejidos a su paso. Entonces, su mundo empieza a fracturarse: empieza a tener lo que juzga como alucinaciones, constantes quebrantos de salud, miedo a la muerte ulcerosa. Todo apenas un síntoma de lo que sigue. Después de la detonación de una bomba en el centro de Cali, empieza a ver personas exactamente iguales a él, dobles en su sentido más exacto: un paramilitar víctima del atentado, otro hablando por celular, un mendigo mostrando sus miembros purulentos en la calle. Más tarde conocerá otros dobles más, uno guerrillero y el otro homosexual. Es el espacio de la ficción: cada doble tiene sus obsesiones, pero de forma general atienden las órdenes de los representantes de la guerrilla y el paramilitarismo respectivamente. José, el programador, está en medio del fuego cruzado, de la gran guerra, y todos le obligan a tomar posición en un extremo. Pero no es el único, quienes le rodean deben asumir la misma decisión. ¿Acaso no es esta la radiografía de la persona del común, del tantas veces mentado ciudadano de a pie, que a falta de compromisos asume la evasión? Y son muy pocas las cintas que se han atrevido a explorar esta clase de aspectos de la violencia, que se han arriesgado a ir más allá de los estereotipos comunes y complacientes del cine convencional. Y el giro al que me refería anteriormente no es otro más que ése: el tema, sí, es la violencia, pero vista desde otro punto de vista, desde las prácticas que han hecho a los habitantes de la metrópolis indiferentes a lo que sucede en el resto de su país, aun cuando los toque de forma lejana, y que no despiertan más que al son de las bombas y los atentados que llegan hasta ellos en contadas ocasiones. El tema sigue siendo el trasfondo de violencia en el que necesariamente vivimos inmersos, pero porque es una violencia que nos toca a todos, y en ese caso es perfectamente comprensible y nada casual que José se multiplique tanto en mendigo como en paramilitar u homosexual y guerrillero, el es todos y cada uno de los rostros de la guerra.




Y la enfermedad no es más que la metáfora de nuestra desinteresada forma de vida, una úlcera que empieza a crecer imparable al interior y carcome cada uno de nuestros sentidos: la televisión, la Internet, la masturbación, el sexo, el alcoholismo, el tabaco, las drogas, la farándula, Facebook, Myspace, Twitter, el chisme, las relaciones instantáneas, el Ipod, Jotamario Valencia, la negra Candela, los medios de des-información masiva, el Mundial de fútbol Sub-20, el Joe y su leyenda, los realities, y un interminable etcétera.guerra, y todos le obligan a polarizar su posición. Pero no es el único, todos los demás quienes le rodean, deben asumir la misma decisión. ¿Acaso no es esta la radiografía de la persona del común, del tantas veces mentado ciudadano de a pie, que a falta de compromisos asume la evasión? Y son muy pocas las cintas que se han atrevido a explorar esta clase de aspectos de la violencia, que se han arriesgado a ir más allá de los estereotipos comunes y complacientes del cine convencional. Y el giro al que me refería anteriormente no es otro más que ése: el tema, sí, es la violencia, pero vista desde otro punto de vista, desde las prácticas que han hecho a las personas aglomeradas en la metrópolis indiferentes a lo que sucede en el resto de un país, aun cuando los toque de forma lejana, y que no despiertan más que al son de las bombas y los atentados que llegan hasta ellos en raras ocasiones. El tema sigue siendo el trasfondo de violencia en el que necesariamente vivimos inmersos, pero porque es una violencia que nos toca a todos, y en ese caso es perfectamente comprensible y nada casual que José se multiplique tanto en mendigo como en paramilitar u homosexual y guerrillero, el es todos y cada uno de los rostros de la guerra.