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martes, 1 de enero de 2013

Aceite de perro


Por Ambrose Bierce



Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. "Después de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventajas de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.


sábado, 1 de diciembre de 2012

Un jinete en el cielo.



Por Ambrose Bierce



I


Cierta tarde de sol en el otoño de 1861, un soldado se encontraba tendido bajo un monte de laurel junto al camino, en el oeste de Virginia. Echado sobre el estómago, con la punta de los pies clavada en tierra y la cabeza apoyada en un antebrazo, empuñaba descuidadamente el rifle con su mano derecha. Salvo por la posición algo metódica de las piernas y un ligero movimiento de la cartuchera al dorso del cinto, se hubiera pensado que estaba muerto. Dormía, sin embargo, en el puesto de guardia. Pero de haber sido descubierto, muy poco después lo hubiese estado, ya que la muerte era el castigo justo y legal de su crimen.
El monte de laurel estaba ubicado en el recodo de un camino que después de ascender hasta aquel lugar por una escarpada cuesta, se volvía abruptamente hacia el oeste, corriendo por la cumbre unas cien yardas. Desde allí regresaba de nuevo al sur y zigzagueaba monte abajo a través del bosque. En la saliente del segundo recodo había una gran roca lisa, proyectada hacia el norte, que dominaba el hondo valle desde donde subía el camino. La roca era el remate de una altísima barranca: de arrojarse una piedra desde el borde, caería a pico más de mil pies hasta la copa de los pinos. El recodo donde estaba el soldado se encontraba en otro risco de la misma barranca. Si hubiese estado despierto habría visto no sólo el breve brazo del camino y la roca salidiza, sino el contorno entero del barranco allá abajo, pronto para enfermarlo de vértigo.
La región estaba cubierta de bosques, excepto en el fondo del valle, hacia el norte, donde un arroyo apenas visible desde el otro extremo surcaba una pequeña pradera natural. Este espacio parecía apenas más grande que un patio, pero en realidad medía varios acres. Su verdor era más vivo que el del bosque circundante, detrás del cual se levantaba una línea de gigantes barrancos similares a los que suponemos pisar en este examen del paisaje, y por el cual el camino había ascendido de algún modo hasta la cumbre. La forma del valle, en verdad, era tal que desde nuestro punto de observación parecía enteramente cerrado, y uno no podía menos que preguntarse cómo podía el camino, que había encontrado una salida, haber entrado. O de dónde venían y hacia dónde iban las aguas del arroyo que cruzaban la pradera más de mil pies allá abajo.
No hay región tan abrupta e inhóspita que los hombres no puedan hacer de ella el escenario de la guerra. En el bosque, al fondo de aquella ratonera militar donde quinientos hombres que dominaran sus salidas podían hacer morir de hambre a un ejército, estaban escondidos cinco regimientos federales de infantería. Habían tenido una larga marcha durante el día y la noche, y ahora descansaban. Al anochecer retomarían el camino, subiendo hasta el lugar en que dormía el desleal centinela, y bajando por la otra pendiente de la quebrada, cerca de la medianoche caerían  sobre el campo enemigo. Su esperanza estaba puesta en la sorpresa, pues el camino llegaba hasta la retaguardia. En caso de fracasar, su posición sería en extremo peligrosa, y fracasarían inevitablemente si algún accidente o algún espía prevenía del movimiento de tropas al enemigo.

II


El centinela dormido en el monte de laurel era un joven virginiano llamado Carter Druse. Hijo único de una familia pudiente, había conocido tanto ocio y educación y buena vida como lo permitiera el refinamiento y la riqueza en una zona montañosa del oeste de Virginia. Su casa estaba a pocas millas de donde ahora se encontraba. Una mañana se había levantado de la mesa, después del desayuno, y había dicho, tranquila y gravemente:
—Padre: un regimiento de la Unión ha llegado a Grafton. Voy a unirme a él.
Su padre levantó la leonina testa, miró al muchacho un momento en silencio y respondió:
—Bien, márchese, señor, y pase lo que pase haga lo que considere su deber. Virginia, a quien traiciona, continuará sin su presencia. Si ambos llegamos vivos al final de la guerra, volveremos a hablar del asunto. La salud de su madre, como ya le ha informado el médico, es muy delicada: no estará con nosotros más que unas pocas semanas, como máximo; pero ese tiempo es precioso. Es preferible que no se la moleste.
De este modo Carter Druse, inclinándose reverentemente ante su padre —quien respondió al saludo con una augusta cortesía que disimulaba su corazón partido— abandonó el hogar de su niñez para enrolarse. Por su conciencia y su coraje, por sus heroicos actos de devoción y osadía, pronto fue apreciado por sus camaradas y oficiales. Y debido a estas cualidades y a algún conocimiento que tenía de la región, se lo había elegido para este peligroso deber en la extremada avanzada. Sin embargo, la fatiga había sido más fuerte que la voluntad y él se quedó dormido. ¿Quién podrá decir qué ángel, bueno o malo, vino luego en su sueño a despertarlo de su estado de culpa? Sin el menor ruido o movimiento, en el profundo silencio y la languidez del crepúsculo, algún mensajero invisible del destino presionó con sus dedos liberadores los ojos de su conciencia, susurró en el oído de su espíritu la misteriosa palabra que tiene el don de despertar y que ningún labio humano pronunció nunca, ni memoria alguna jamás ha recordado. Lentamente despegó la cabeza de sus brazos y miró por entre los encubridores tallos del laurel, apretando instintivamente la mano derecha sobre la caja del rifle.

La primera sensación fue un vivo deleite artístico. Sobre una colosal plataforma —el barranco—, inmóvil al borde de la roca saliente y nítidamente recortada contra el cielo, había una estatua ecuestre de impresionante dignidad. Era la figura del hombre montada sobre la del caballo, erguida y marcial pero con la calma de un dios griego tallado en el mármol que petrifica el movimiento. La vestimenta gris armonizaba con su fondo. El metal de su atavío y el jaez de su cabalgadura estaban mitigados por la sombra; la piel del corcel era opaca. Una carabina insólitamente acortaba descansaba sobre el pomo de la silla, y se mantenía en su lugar gracias a la mano que la aferraba por el puño, mientras la otra, que mantenía las riendas, quedaba oculta. Recortado contra el cielo, el perfil del caballo parecía tallado con la agudeza de un camafeo. Miraba por sobre las alturas hacia los barrancos, más lejos. La cara del jinete, ligeramente desviada, mostraba apenas el contorno de la sien y de la barba: estaba observando el fondo del valle. Magnificada por su altura contra el cielo y por la sensación de horror que causaba en el soldado la proximidad de un enemigo, la estatua parecía de un tamaño heroico, casi colosal.
Por un instante Druse tuvo la extraña sensación de que había dormido hasta el fin de la guerra, y que ahora miraba una noble obra maestra erigida allí para conmemorar los hechos de un pasado heroico del que él había cumplido una cuota poco gloriosa. Pero un ligero movimiento del grupo quebró el hechizo: el caballo, sin mover las patas, había retrocedido ligeramente del borde del abismo; el hombre permanecía inmóvil como siempre. Despierto del todo y consciente de la gravedad del momento, Druse llevó la culata del rifle contra la mejilla, empujando cautelosamente el caño entre los matorrales; amartilló el arma, y observando por la mira cubrió un punto vital en el pecho del jinete. Una presión sobre el gatillo y todo le hubiera ido bien a Carter Druse. En aquel instante el jinete volvió su rostro en la dirección de su oculto antagonista. Parecía estar examinando, a través del follaje, su cara misma, sus ojos, su corazón bravo y compasivo.
¿Es entonces tan terrible matar en la guerra a un enemigo, a un enemigo que ha sorprendido un secreto vital para la propia seguridad y la de sus camaradas, un enemigo más formidable por lo que sabe que todos lo ejércitos por sus contingentes? Carter Druse palideció, le temblaron los brazos y las piernas, se desvaneció y vio el grupo estatuario delante suyo como figuras negras que se levantaban y caían o se agitaban inseguras en círculos por un cielo encendido. Sus manos soltaron el arma y la cabeza descendió con lentitud hasta descansar entre las hojas. Este temerario caballero y duro soldado estaba a punto de desmayarse por la intensidad de su emoción.
No fue por mucho tiempo; un momento después irguió la cabeza y las manos reasumieron su lugar en el rifle, mientras el índice buscaba el gatillo. La mente, el corazón y los ojos estaban claros; sólidos, el raciocinio y la conciencia. No podía pensar en capturar al enemigo, y de alarmarlo sólo lo haría precipitarse en su propio campamento con las noticias fatales. Su deber de soldado era sencillo: debía matar al hombre por sorpresa; debía enviarlo o saldar sus cuentas sin prevenirlo sin un solo momento de preparación espiritual, sin una sola plegaria, nunca tan necesitada. ¡Pero no: hay una esperanza! Probablemente no ha descubierto nada, tal vez no hace otra cosa que admirar la solemnidad del paisaje. Si es posible, puede volverse y cabalgar diferente en la dirección que trajo. Seguramente se podrá juzgar si sabe algo en el momento preciso en que se marcha. Bien podría ser que la fijeza de su atención... Druse volteó la cabeza y miro hacia abajo por las profundidades del aire, como desde la superficie al fondo de un mar transparente. Vio una sinuosa fila de hombres y caballos serpenteando a través de la verde pradera: ¡algún oficial estúpido había permitido que sus soldados de escolta abrevaran los caballos en el claro, visible desde una docena de sitios en la barranca!
Druse apartó la vista del valle y la fijó otra vez sobre el conjunto de hombre y caballo en el cielo, y otra vez fue a través de la mira del rifle. Mas ahora apuntaba al caballo. En su memoria, como si se tratase de un mandato divino, sonaban las palabras de su padre en el momento de partir: "Pase lo que pase, haga lo que considere su deber". Ahora estaba tranquilo. Sus dientes apretados firmemente aunque sin rigidez, sus nervios tan calmos como los de una criatura dormida, ni siquiera un temblor afectaba los músculos de su cuerpo. La respiración, aunque contenida en el momento de apuntar, era regular y lenta. El deber había vencido. Y el espíritu habíale ordenado al cuerpo: "Silencio, quédate tranquilo". Disparó.

III


En espíritu de aventura o en busca de experiencia, un oficial de las fuerzas federales había abandonado el vivac escondido en el valle, caminando sin propósito determinado hasta el borde de un pequeño claro al pie del barranco. Pensaba en qué podría ganar de aventurarse más lejos en su exploración. A un cuarto de milla adelante, aunque aparentemente a un paso, se elevaba desde su franja de pinos la gigantesca mole, remontándose a tan grande altura que le producía vértigo alzar la vista hasta su borde recortado en una aguda y áspera línea contra el cielo. La roca se presentaba con un perfil limpio, vertical, contra un fondo de cielo azul hasta casi la mitad, y de lejanas colinas, apenas más pálidas, desde allí hasta la copa de los árboles. Levantando los ojos hacia la vertiginosa cima, el oficial presenció una escena pasmosa: ¡un hombre a caballo, cabalgando valle abajo por el aire!
El jinete iba rígidamente erguido, firme su apoyo sobre la silla, y apretando con fuerza las riendas para contener la impetuosa precipitación de su corcel. En su cabeza descubierta flotaban ondulantes los cabellos muy largos, como un penacho. Las manos desaparecían en la nube de crin de su caballo. El cuerpo del animal iba tan horizontal como si cada golpe de sus cascos encontrase la resistencia de la tierra. Sus movimientos perecían de un galope desbocado, pero apenas el oficial miró, cesaron, las patas del caballo estiradas adelante en el acto de caer de un salto. ¡Y aquello era un vuelo!

Presa de espanto y terror por esta aparición de un jinete en el cielo —casi creyéndose el escriba elegido de algún nuevo Apocalipsis—, el oficial fue superado por sus intensas emociones: sus piernas lo traicionaron y se fue al suelo. Casi simultáneamente oyó un estallido entre los árboles —un sonido que murió sin eco— y todo volvió al silencio.
El oficial se alzó sobre sus piernas, tadavía temblorosas. El dolor familiar de una canilla dislocada le devolvió sus facultades. Esforzándose, corrió rápidamente desde el barranco hasta algún lugar lejos de su falda; allí esperaba encontra a su hombre, y allí naturalmente fracasó. En la fugacidad de su visión, la aparente gracia, elegancia y designio del prodigioso hecho había influido tanto sobre su imaginación que no se le ocurrió pensar que la trayectoria de la caballería aérea había de ser directamente a pique y que podía encontrar los objetos de su búsqueda en el mismo fondo del barranco. Media hora después regresó al campamento.
El oficial no era tonto; demasiado discreto como para contar una verdad increíble, no dijo nada, pues, de lo que había visto. Pero cuando el comandante le preguntó si en su reconocimiento había aprendido alguna cosa de provecho para la expedición, respondió:
—Sí, señor: que no hay ningún camino que baje al valle por el sur.
El comandante sonrió con discreción.

IV


Después de disparar su rifle, el soldado Carter Druse volvió a cargarlo y continuó vigilando. Habían transcurrido apenas diez minutos cuando un sargento se le acercó cautelosamente, arrastrándose sobre manos y rodillas. Druse no volvió la cabeza ni lo miró; permaneció quieto, como si no lo hubiera notado.
—¿Usted disparó? —susurró el sargento.
—Sí.
—¿A qué?
—A un caballo. Estaba sobre aquella roca, allá lejos. Ya ve que no está más. Se despeñó por el barranco.
La cara del hombre había palidecido, pero no mostraba signos de emoción. Después de contestar volvió los ojos y calló. El sargento no entendía.
—Escuche, Druse —dijo, tras un momento de silencio—, es inútil que haga de esto un enigma. Le ordeno dar parte. ¿Había alguien sobre el caballo?
—Sí.
—¿Bien...?
—Mi padre.
El sargento se levantó para marcharse. «¡Dios mío!», exclamó.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Quitarse de en medio, por Ambrose Bierce

Una persona que pierde el corazón y la esperanza por la aflicción personal ante la pérdida de un pariente es como un grano de arena en la orilla del mar que se queja de que la marea ha arrastrado un grano vecino fuera de la vista. El está peor, ya que el grano afligido no puede ayudarse a sí mismo; tiene que ser un grano de arena y jugar al juego de la marea, ganar o per­der; mientras que él puede marcharse aguardando su oportu­nidad puede “abandonar a un ganador”. Pues a veces golpeamos “al que nos sirve la comida” nunca a la larga, sino rara vez y con estacas pequeñas. Pero éste no es el momento para “cobrar” y marcharse, ya que no puedes llevar todas tus escasas ganancias contigo. La hora de abandonar es cuando has perdido una gran estaca, tu tonta esperanza de éxito definitivo, tu fortaleza y tu amor por el juego. Si permaneces jugando, a lo cual no se te obliga, toma tus pérdidas con buen humor y no te quejes. Es difícil de soportar, pero esa no es una razón por la que deberías de ser difícil.

Sin embargo se nos dice con una agotadora insistencia que somos “puestos aquí” con algún propósito (no revelado) y que no tenemos derecho a retirarnos hasta “que seamos llamados” puede que sea por viruela, puede que sea por la cachiporra de un canalla, puede que sea por la coz de una vaca; el Poder “con­vocante” (que, según dicen, es también el Poder “poniente”) no tiene buen gusto en la elección de mensajeros. Ese argumento no es digno de atención, ya que es insostenible por la evidencia o por cualquier apariencia de evidencia. “Puestos aquí”. ¡Claro que sí! ¡Y por el que sirve la comida! Nuestros padres nos ponen aquí eso es lo que todo el mundo sabe; y ellos no tenían auto­ridad y probablemente tampoco intención.

La noción de que no tenemos derecho a tomar nuestras pro­pias vidas proviene de nuestra consciencia de que no tenemos valor. Es la disculpa del cobarde su excusa para continuar viviendo cuando no tiene nada por lo que vivir o su provisión ante el futuro. Si no fuera egoísta, así como cobarde, no necesi­taría excusas. Al que no se considera el centro de la creación y sus penas la angustia universal, la vida, si no digna de ser vivida, tampoco es digna de ser abandonada. El viejo filósofo a quien le fue preguntado por qué no moría si, como enseñaba, la vida no era mejor que la muerte, contestó: "Porque la muerte no es mejor que la vida." No sabemos cuál es la proposición verdade­ra, pero el asunto no merece la pena de ser tratado, pues ambos estados son soportables —la vida a pesar de sus placeres y la muerte a pesar de su reposo.

Era la opinión de Robert G. Ingersoll que en el mundo hay más bien pocos que demasiados suicidios —que la gente es tan cobarde que siguen viviendo mucho tiempo después de que la resistencia ha dejado de ser una virtud. Esta visión no es sino una vuelta a la sabiduría de los antiguos, en cuya espléndida civili­zación el suicidio ocupaba un puesto tan honorable como cual­quier otro acto valiente, razonable y desinteresado. Antonio, Bruto, Catón, Séneca —estos no eran del tipo de hombres que realizan hazañas cobardes y locas. La autosuficiente y santurro­na manera moderna de mirar la acción como propia de un cobarde o de un lunático es creación de sacerdotes, filisteos y mujeres. Si el valor se manifiesta en soportar el malestar inútil, es cobardía calentarse cuando se tiene frío, curarse cuando se está enfermo, ahuyentar mosquitos, entrar cuando llueve. La “búsqueda de la felicidad”, entonces, no es un “derecho inalie­nable”, pues implica evitar el dolor.

Ningún principio se compromete en este tema; el suicidio es justificable o no, de acuerdo con las circunstancias; cada caso debe ser considerado en su contexto, y el que tenga informes sobre el acto es el único juez. Ante su decisión, tomada bajo cualquier luz que por casualidad pueda tener, todas las mentes honestas se inclinarán. El apelante no cuenta con tribunal al que apelar. En ninguna parte existe una jurisdicción tan extensa como para abrazar el derecho de condenar al desdichado a la vida.

El suicidio es siempre valiente. Lo llamamos valor únicamente en el caso de un soldado que se enfrenta a la muerte —digamos que conduce una esperanza sin amparo- aunque dis­ponga de una oportunidad para vivir y de una certeza de “glo­ria”. Sin embargo el suicida hace más que dar la cara a la muerte; él incurre en ella, y con una certeza, no de gloria, sino de reproche. Si eso no es valor, debemos reformar nuestro voca­bulario.

Es verdad, puede que haya un valor superior en vivir que en morir. El valor del suicida, como el del pirata, no es incompatible con una indiferencia egoísta a los derechos de los otros —una cruel deslealtad al deber y a la decencia. Me han preguntado: “¿No considera cobarde que un hombre acabe con su vida, dejando por esa razón a su familia en la miseria?” No, no lo con­sidero; creo que es egoísta y cruel. ¿No es eso suficiente? ¿Hemos de vaciar las palabras de su verdadero significado para condenar más eficazmente el acto y revestir a su autor con una infamia mayor? Una palabra significa algo; a pesar de las quejas de los lexicógrafos, no significa lo que tú quieres que signifique. “Cobardía” es retirarse ante el peligro, y no faltar al deber. El escritor que se permite tanta libertad en el uso de las palabras como le autoriza el lexicógrafo y el consentimiento popular es un mal escritor. No es capaz de causar impresión sobre su lector, y serviría mejor en el mostrador de una mercería.

La ética del suicidio no es un asunto simple; no se pueden establecer leyes de aplicación universal, sin embargo cada caso ha de ser juzgado, en caso de ser juzgado, con un conocimiento completo de todas las circunstancias, incluyendo el carácter mental y moral de la persona que toma su propia vida —una cali­ficación imposible para juicio. La época, la raza y la religión de uno tienen mucho que ver en este tema. Algunos pueblos, como los antiguos romanos y los modernos japoneses, han considerado el suicidio honorable y obligatorio en ciertas circunstancias; entre nosotros se desaprueba. Un hombre sensato no dedicará demasiada atención a consideraciones de esta clase, excepto en tanto que afecten a otros, pues al juzgar delincuentes débiles han de ser tenidas en cuenta. Hablando de modo general, yo diría que en nuestra época y país las personas aquí apuntadas (y algunas otras) están justificadas al quitarse de en medio, y que en algunas es un deber:

El que sufre de una enfermedad dolorosa o repugnante e incurable.

El que es una pesada carga para sus amigos, sin esperanza de alivio.

El amenazado por demencia permanente.

El adicto a la embriaguez o a otro hábito asimismo destruc­tivo u ofensivo, del que no se puede rehabilitar.

Aquel sin amigos, propiedad, empleo o esperanza.

El que se ha deshonrado.

¿Por qué honramos al soldado valiente, al marinero valien­te, o al bombero valiente? ¿Por obediencia al deber? En absolu­to; eso solo —sin el riesgo— rara vez logra notoriedad, nunca inspira entusiasmo. Es porque se enfrentó sin retroceder ante el peligro de ese desastre supremo, o lo que sentimos que es tal —la muerte. Pero fíjate: el soldado desafía el peligro de muerte; ¡el suicida desafía la muerte misma! El jefe de la empresa desespe­rada puede que no resulte herido. El marinero que voluntariamente se hunde con su barco puede ser rescatado o arrojado a la orilla. No es seguro que la pared se venga abajo hasta que el bombero haya descendido con su preciosa carga. Sin embargo el suicida —suyo es el enemigo que nunca le ha entendido, suyo el mar que no devuelve nada; la pared por la que asciende no soporta el peso de un hombre. Y suya, al final de todo, es la tumba deshonrada donde el asno salvaje de la opinión pública pisotea su cabeza aunque no pueda romper su sueño.