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miércoles, 26 de mayo de 2010

Ronnie James Dio (R.ock I.n P.eace).


Por Richard Leön

«Todos y cada uno de nosotros, hombre, mujer, 
gato o perro, todos nacemos con un gen en nuestro
cuerpo que dice: “Cuando escuches esto, te gustará”».
R. J. Dio.


Hablar (o escribir, que para el caso viene a ser lo mismo) sobre Ronnie James Dio es por estos días obligatorio dentro de los círculos musicales dedicados al rock y al heavy metal. Pero más allá de lo pasajero de los homenajes, siempre tardíos, a una personalidad recientemente fallecida, más allá de las semblanzas sobre la vida y la obra producida, más allá de la nostalgia y el consabido drama de la muerte, prevalecen los recuerdos, siempre gratos, propiciados por la música que como legado nos ha dejado su paso por nuestras vidas. Porque sería falso decir que la música no “nos pasa”, que la música no nos toca allí, en el fondo, donde ni siquiera nosotros mismos somos capaces de observarnos. Un riff, una tonalidad, un ritmo, una voz que desgarra hasta la fibra más íntima, pueden decirnos más de nosotros mismos de lo que estaríamos dispuestos a aceptar.

Comprendido el particular caso de la música, es fácil deducir que Dio constituye uno de los pilares fundamentales en la historia del rock y en la conformación misma del heavy metal como género, aportando una de las voces más representativas e inconfundibles en toda su historia. No es casualidad que el mismo Ritchie Blackmore haya decidido dedicar la totalidad de su tiempo a Rainbow, apenas producido el primer disco junto a Dio. Sin lugar a dudas, el Ritchie Blackmore’s Rainbow constituye una de las piezas fundamentales dentro del heavy metal incipiente, propiciando, en gran medida, un impulso renovador al rock británico, cuyos principales representantes ya habían ingresando en etapas creativamente estériles. Considero que el mejor ejemplo de la renovación musical propiciada no solamente por Rainbow, sino por la misma técnica de Dio, puede observarse en su integración en la reconocida agrupación Black Sabbath, a inicios de los ochenta. Mientras un gran número de personas consideran a la alineación clásica como la mejor de todas (con Ozzy Osbourne a la cabeza), es necesario admitir, más allá de todo sentimiento, que Ronnie James Dio le infundió una vida nueva a Black Sabbath (Sabotage y Technical Ecstasy no son exactamente lo que podríamos llamar discos clásicos e inolvidables), la obligó a dar el siguiente paso y llevar su sonido un poco más allá. Es por eso que los discos grabados por la agrupación durante la época Dio son recordados con un inusitado fervor. No se puede decir lo mismo del intento catastrófico por integrar a Ian Gillan (otro gran cantante de los setenta) en el, irónicamente bautizado, Born again (que, a mí parecer, significó en realidad una de las tantas muertes sufridas por Black Sabbath a lo largo de su historia).

Sin embargo, no era esto lo que quería escribir. No dudo que existan reseñas musicales centradas en la gran cantidad de discos legados por Dio a la historia de la música, mucho más profundas, inspiradas, técnicas y especializadas que la presente. No dudo que muchos otros hablen como expertos y con palabras mucho más exactas que las mías. Escribo porque la pérdida ha sido enorme, porque escribir es lo único que cuenta ahora, porque solamente escribiendo puedo recordar. El recuerdo (efectivamente ayudado por la escucha ininterrumpida de su respectiva música) es lo único que nos queda a nosotros, siempre dispuestos a olvidarlo todo (ya hablaba alguien a propósito de la peste del olvido). Y así, escuchando canciones al azar, es como me llega el recuerdo de la primera canción que oí comandada por la memorable voz de Ronnie

James Dio (Neon Knights). Y junto a ella, también muchos otros recuerdos que se agolpan: los primeros cassettes grabados (sí, en aquella época aún grabábamos en cassettes que después iban a pasearse de mano en mano no sin cierto recelo), las pseudo-traducciones llevadas a cabo con la ayuda del Diccionario Chicago (sobrará decir que, por lo mismo, sumamente literales y pésimas), las peleas amistosas, las prohibiciones, los primeros tragos, la rebeldía adolescente, en suma.


Debo confesar que antes de ese iluminador tema, Dio me era desconocido. Pero ni por un segundo dudé que la adquisición de Black Sabbath había sido grande y que realmente Dio les había echo un gigantesco bien al unírseles. En definitiva, poseían algo que antes jamás habrían podido compartir con sus fanáticos. Una fuerza única fundamentada en una vocalización limpia y, a la vez, atronadora, porque es completamente imposible sustraerse a sus efectos, a sus tonos y armoniosas escalas. Porque en realidad no puedo —ni quiero— creer que alguien pueda escapársele y no permitir que “le pase”… Así como es imposible ser el mismo después de observar el Guernika o de escuchar a Chopin o de leer a Jarry, asimismo nos es imposible ser los mismos —no puedo ser el mismo— después de escuchar una canción interpretada por este, nuestro ya físicamente desaparecido —pero eternamente recordado—, titánico cantante.

La cercanía de la muerte nos recuerda siempre dos cosas: primero, el límite poco extendido de nuestra existencia; segundo, que el valor de una vida humana solamente puede ser medido por sus acciones. Y una vida que entrega carisma y dedicación a sus propias pasiones no puede ser de mayor valor para quienes le rodean, puesto que irradia con su personalidad a todos aquellos que ingresan en su espacio, puesto que de una u otra forma llegan a tocar el espíritu —si le pudiéramos llamar de esta forma a eso que nos hace únicos— y éste no puede menos que resentir su prolongada ausencia.

Hoy nos despedimos, pero, al menos, el recuerdo permanece. Larga vida al Rock’n roll, larga vida a la memoria de Ronnie James Dio.