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martes, 25 de junio de 2013

El "Gran" Colombiano


Por
  Richard Leön


Esta especie de reality que fue “El gran colombiano”, ha sido una de las formas más interesantes de conocer no tanto los personajes y la historia de un país como el nuestro, sino sobretodo para conocer de una forma bastante aproximada el pensamiento y la forma en que “nos” sentimos representados.
Por esto es que me parece bastante ridículo y torpe escuchar y leer quejas acerca de la poca representatividad del “ganador” y de su negativa imagen, entre otras cosas. Pero es que quienes votaron fueron los “colombianos” (entre comillas, porque asegurar que cada uno de nosotros emitió un voto es tan exagerado como asegurar que este es el país más feliz del mundo), y el elegido es apenas un acercamiento a la psique de un país que ha atravesado no solamente soberbios cambios en apenas dos siglos de historia, sino, precisamente, porque ha sido una historia manchada por una guerra fratricida en la que los últimos beneficiados han sido y serán las pocas manos que disfrutan desangrando las riquezas de nuestro país.
Así, ¿por qué extrañarse que un puñado de colombianos se sientan identificados por aquel que con la trivial frase de “Mano dura, corazón grande” –aunque de corazón más bien nada–, tomó las riendas del país pisoteando cuanto derecho fuera necesario con la última finalidad de defender, extrañamente, nuestros derechos?
Habría que ver si realmente deberíamos sentirnos identificados por la convocatoria de este programa. Voy a ser muy estadístico a este respecto, como para ser suficientemente claro.
Para Julio de 2011, según la página Index Mundi (la primera que encontré, a decir verdad), la población colombiana era de un total de 45’239.079, de la cual la población entre 15 y 64 años (que vamos a considerar aquí a priori como la posible población votante) era de un 67.2% (30’400.661 personas). El total de votos para el programa fue de 1’132.183 (un invisible 3.72% de la población considerada aquí como votante), siendo el 30.30% de votos para Álvaro Uribe Vélez (un total de 343.051). Lo que nos dará, finalmente, el ínfimo resultado de un 1.12% (de la población considerada aquí como votante), y un 0.75% (de la totalidad de la población colombiana). Todo esto, reitero, con datos del año 2011. Y todo esto, suponiendo que en realidad 1’132.183 colombianos se tomaron la molestia de emitir un voto, lo cual resulta absurdo, si lo pensamos mejor, ya que la dinámica de la página misma en que se emitían los votos permitía, después de unas horas, votar nuevamente. Por lo que obviamente, el número de votantes tendría que menguar vistosamente.
Ahora, ¿cómo podemos interpretar toda esta aparatosa estadística? Sencillamente con un encogimiento de hombros paulatino: así es como los colombianos elegimos a nuestros representantes, así es como nosotros decidimos y nos inclinamos por una imagen y no por otra; así, en resumen, es como nos conformamos (polisémicamente entendido).
La sorpresa, por otro lado, me parece, en cierta forma, mezquina e hipócrita. Si no querían verse representados por este señor, ¿por qué no votaron en contra? ¿Si no querían verse representados por el magnánimo Uribe Vélez, por qué entonces votaron dos veces consecutivas por él y lo encumbraron como presidente de la república durante ocho largos años de mandato?
Al típico colombiano crítico, aquel que se finge preocupado por lo que sucede a diario en su país y emite sus juicios a diestra y siniestra –generalmente desde sus estados en Facebook, como si a alguien le importase realmente–, le hace falta un poco más de vergüenza. Fácil es criticar, más sencillo expresar su inconformismo. Mucho más complejo participar. Pero bueno, qué le vamos a hacer, así somos, grandes colombianos, colombianísimos.


Coda:

No deja de encerrar una enorme ironía el hecho que el segundo lugar lo ocupara Jaime Garzón, uno de los principales críticos de nuestro “Gran colombiano”. También de esta clase de ironías vivimos.

miércoles, 25 de abril de 2012

Con el culo cagado


Por Richard León


Aquí en nuestro país tenemos un muy pintoresco y lindo proverbio: “Con la cara bonita y el culo cagado”, perfectamente alusivo a nuestro gusto en la apariencia, de nuestro afán por fingir. Por supuesto, por mera especulación uno puede llegar a creer que este bochornoso proverbio ha de haber sido fraguado en la tranquilidad del hogar más humilde, con baño de día de por medio incluido, cuando en realidad deberíamos empinar nuestra mirada un poco y buscar su prominente origen en el sutil mundo de la política. No de otra forma podríamos observar el derroche de fastuosidad con que el país dio bienvenida a la Cumbre de las Américas, en días pasados, en la apestosa ciudad de Cartagena de Indias.
Pero es apenas obvio. Cuando un visitante importante está por visitar nuestra humilde morada, no escatimamos en arreglar, limpiar o esconder los que consideramos los defectos más evidentes y molestos de nuestro hogar: recogemos apresuradamente calzones y medias, ropa sucia, limpiamos el polvo, posponemos el polvo, organizamos, tapamos, escondemos; que todo aparente encontrarse en su justo lugar para que el consuelo de tener una casa limpia y en orden deslumbre y descreste a los visitantes, les pique la envidia, se sientan incómodos con sus propios desórdenes ocultos. Y si por alguna casualidad innombrable vienen los comentarios ensalzadores, de muy buena gana los aceptamos con una humildad hipócrita y desbordante. Y si no, tratamos de hacerle notar al otro, suscitamos su respuesta.
Por tanto, y en perspectiva, resulta absolutamente comprensible el afán que movió a la administración cartagenera a desaparecer sus fealdades más notorias para hacer de su ciudad un lugar mucho más agradable y placentero para sus insignes visitantes. No solamente recogieron sus calzones del tendedero, sino que, con una vehemencia asombrosa, prácticamente secuestraron de las calles a los cientos de indigentes que las habitan para proporcionarles, a cambio, una ventajosa estancia en los calabozos locales, un buen corte de pelo y sus tres comidas reglamentarias durante su estadía. No es para menos la inusitada alegría de los habitantes de la calle, que ven perfectamente remunerado (ya era hora!) su acogimiento a las leyes temporales.
En otras medidas, se prohibió a los vendedores ambulantes y callejeros salir a afear la ciudad con su comparsa multicolor y sus gritos conminatorios, no sea que impidan el espejismo de paraíso tropical con sus ventas y alaridos y demás. Y, para cerrar con broche de oro, en un acto profundamente organizativo y caritativo, los perros callejeros desaparecieron para su pronta recuperación en centros veterinarios especializados, según se dijo en su momento.
Yo no sé si a los perros los atendieron como dijeron o si optaron por medidas más económicas y certeras, si los vendedores se quedaron en casa o si los indigentes se sintieron a gusto en sus mazmorras. Lo único que puedo notar de todo esto, es que el culo de esta nación fervorosa y temerosa de Dios está cagado hasta el hartazgo, así pretendamos limpiarnos la carita y aparecer lo más limpios y asépticos posible. Que sí, muy bonito darle la cara buena al mundo, pero eso carece de importancia si a los habitantes se les muestra un culo descolorido y manchado, si no se limpia la suciedad de una vez por todas. Porque si es cierto que hay que aparentar, más que mostrar, al mundo que Colombia es un país pujante, turístico y atractivo, también es cierto que de tanta pujadera la mierda está colmando a nuestras instituciones y el panorama no es nada atractivo, mucho menos para los que nos encontramos calzones adentro, sacándonos la mierda de encima como podemos y limpiándonos la cara para que no se culpe a nadie, porque “mientras se viva, lo demás se va dando”.

Poséptico:

Y la carne no se haría esperar, ni mucho menos. El desfile de putas por La Heroica, cuyos encantos terminaron por eclipsar las labores de la escolta de Obama, ha indignado de forma hipócrita y estúpida a un país de cultura prepaguista, de cultura puta, de cultura burdelista. En un país donde “sintetasnohayparaíso”, “loshombreslasprefierenbrutas”, “pandillasguerraypazpazpazpaz”, donde elreinadodelaguayaba, elreinadodelapanela, elreinadodelaputaquemástetastiene... Resumiendo, en un país acostumbrado a su propia vergüenza, que unos escoltas vengan  a disfrutar también las delicias del paraísotropical no debería constituir la gota de indignación. Todo lo contrario, también es una razón para sentirse orgullosamente colombiano, por aquello de “no hay puta como la colombiana”. Y lo que quizá debiera avergonzarnos sea, a lo mejor, que la administración cartagenera no haya tomado en cuenta que también en esto debía tomarse el atrevimiento de invitar a sus visitantes, un detalle de la más fina coquetería que a cualquiera habría hecho sentir el “hayquéorgullosomesientodehabernacidoenmipatria”.

viernes, 16 de marzo de 2012

2012, ¿y el fin del Mundo?

Extinción, s. Materia prima con que la teología creó el estado futuro.

Ambrose Bierce.
The devil’s dictionary.

Y finalmente ha llegado el cabalístico 2012, cargado con toda la mala fortuna que los profetas y sacerdotes de la Gran Orden del Final de los Tiempos y los Últimos Santos han podido y sabido insuflarle. Y si por una fortuna innombrable logramos sobrevivir a este cataclísmico y tórrido fin del mundo, cosa de no perderse demasiado entre los escombros últimos de la civilización occidental, entonces podemos darnos por bien servidos. Sin embargo, debemos decir que desgraciadamente ya hemos asistido al menos a tres grandes conflagraciones y apocalipsis anunciados si no con vehemencia, ya con llamamientos al arrepentimiento y al abrazo, por supuesto qué más podríamos esperar, de la fe cristiana, única fe verdadera. El primero, si mal no recuerdo, en el año 1996, con nacimiento de la Bestia incluido. El segundo, en 1999, con Bestia y exterminio masivo —además del presagio de un Y2K que solamente Dios, en su infinita sabiduría técnica, sabrá que le habría causado a las máquinas y comunicaciones mundiales—. Y ahora este tercero, que se proyecta definitivo e inaplazable gracias a la complicidad de las alineaciones planetarias y efectos secundarios de una estrella en pleno desarrollo.
Sin ser aguafiestas respecto a los finalmundistas, que creen ver los presagios de la hecatombe futura en los diversos sucesos que ocurren en el mundo (guerras en el Medio Oriente, cataclismos devastadores en Asia, temblores destructivos en el hemisferio austral, tsunamis, hambruna, destrucción masiva, exterminio indiscriminado), solamente diremos que nos fijemos muy bien en la historia de la humanidad.
Desde que el ser humano pisó la Tierra, no ha habido la más mínima posibilidad de paz. Y no es que ésta existiera antes. Al fin de cuentas, la paz es otro de los tantos términos abstractos creados por el hombre para comprender los fenómenos que no comprende. Existía, y eso es lo que el hombre primitivo no alcanzaba a entender, el equilibrio entre los seres vivos y el planeta que poblaban, el justo equilibrio entre un ser y su entorno, pero no la paz como nosotros la concebimos. La guerra humana no empezó cuando a los unos les pareció que los otros ocupaban tierras que a ellos, eso suponían, les pertenecían o cuando sintieron que su sola existencia era una ofensa para ellos, sino desde el mismo instante en que la naturaleza entró en conflicto con la vida humana de forma directa, desde que al hombre se le ocurrió que la naturaleza constituía un obstáculo para su comodidad... Y aquí estamos, cómodamente ajustados después de 202.012 años de evolución (o de acomodación por la vía de la fuerza, que viene a ser lo mismo) y seguimos siendo los mismos depredadores que al principio, los mismos animales (sí, animales, aunque se ofendan los creacionistas) que consumen su entorno sin importarles demasiado el futuro.

Ah, pero ahora sí nos importa nuestro futuro, ¿no? Y nos persignamos ante la inminente extinción masiva con que las religiones apocalípticas nos asustan y conminan a la aceptación de su credo. Por supuesto, nuestras preocupaciones son ya cosa de ADN, heredadas por un miedo natural e instintivo a través de las cadenas de nucleótidos heredadas de nuestros ancestros los monos. Lo malo, es que por andar creyendo que los dioses están enfurecidos con su creación y no tardarán en tomar represalias tajantes y extremas, andamos más que desprevenidos ante nuestro innegable suicidio como especie. Porque no podemos negar que si el final inevitable de la civilización llega, como ha llegado a todas y cada una de las grandes civilizaciones conocidas, llegará de nuestra mano y no de un rayo exterminador lanzado desde las alturas de la bóveda celeste, hogar de los dioses. Que si los dioses tuvieron el empeño de lanzar una plaga sobre la Tierra, esta plaga no posee otro nombre que el del Hombre. ¿Las siete plagas de Egipto que son comparadas con el empeño autodestructivo de la Humanidad, vista en conjunto? Adónde llegamos, arrastramos junto con nosotros un rastro de destrucción y muerte, de extinción y miseria —aunque pretendamos ocultarnos tras el falso lujo de una prosperidad aparente—.
Pero, ¿qué importa? Sigamos alzando nuestras manos al cielo y preguntándonos por qué tanta destrucción y miseria, por qué tanta muerte y guerra, y lavémonos las manos tranquilamente después de nuestra plegaria a la Nada. ¡Ya todo estará saldado y nuestra responsabilidad asumida por ese otro inexistente, por el dios inmisericorde que habita fuera del orbe! No, claro que no. Igual, así queramos creer que no, la responsabilidad es nuestra, somos nosotros quienes ejecutamos la acción, nadie más. Es el dictador quien decide la muerte de miles de personas, por no pertenecer a su credo o etnia; es el estadista quien decide dejar morir a unos pocos en beneficio de la mayoría; es el hombre moderno quien decide deforestar para crear viviendas; soy yo quien decide engañar al prójimo y sacar provecho; es el prójimo quien decide vengarse implacablemente; son las multinacionales que deciden infectar el planeta con desechos tóxicos; son ellos los que deciden pelear por un pedazo de tierra económicamente lucrativo; es el tirano quien decide que sus vecinos no son iguales y ofenden su existencia y, por eso, hay que exterminarlos; somos nosotros quienes preferimos guardar silencio...
Sí, alcemos las manos al cielo y roguemos... Pero roguemos que el Universo se apiade de nuestra miseria y nos envíe la extinción masiva de la mano de una hermosa estrella azul, de un cometa celeste, de una fría roca sideral. Aunque es muy probable que, desgraciadamente, no seamos escuchados.

domingo, 1 de mayo de 2011

Ernesto Sábato, el utópico. Breve nota biológica.


Acaba de fallecer en su residencia de Santos Lugares Ernesto Sábato, uno de los creadores más sensibles de la literatura latinoamericana y universal. Escribo “acaba”, como si hubiese sido apenas hace un instante, como si la muerte se preocupara por darnos algo de tiempo siquiera para reflexionarla, para sopesarla. Pero no es más que una ilusión, siempre llega cuando menos se la espera, aun cuando se la espere resignadamente, como me gusta imaginar que la esperaba tranquilamente, cercano al centenario de su nacimiento.


Parece mentira, apenas en la tarde de ayer pensaba precisamente en Sábato, en la necesidad personal de leer más a fondo su obra —de una profundidad tenebrosa, porque se hunde en nosotros mismos estrepitosamente— y también en una cita de El escritor y sus fantasmas que decidí poner a último momento en un texto de gran importancia para mí, en una página aparte de la totalidad del escrito como señalando una pequeña isla solitaria a la cual aferrarse en medio de esta marea de acontecimientos en que nos vemos envueltos: “Las grandes novelas son aquellas que nos dejan distintos a lo que éramos antes”, se puede leer lacónicamente en aquella página con la que pretendía yo marcar el final de un camino y el inicio de otro. Pues es de esta manera y no de otra como me veo a mí mismo frente a las ficciones y las diversas reflexiones de Ernesto Sábato, siempre hay algo que me carcome las entrañas y hace que se remuevan en sus recintos sellados, algo quizá incómodo porque retrata la condición de los seres humanos de la forma más fiel y desgarradora. No nos reconoceríamos en ese espejo, aunque nuestra condición sea el esperpento.


¿Qué sabemos realmente de este hombre que nos abandonó físicamente un 30 de abril, y cuyo pensamiento agudo aun podremos encontrar sumergiéndonos en las páginas que nos dejó escritas? Podríamos encontrar los mil y un folios biográficos que nos hablen de su vida y obra, pero no serían más que exactitudes perfectamente prescindibles. Lo que deberíamos tener claro es que esas grandes crisis personales que lo llevaron a alejarse definitivamente del mundo de las ciencias marca, precisamente, la crisis del hombre en el siglo XX tecnificado y en las que él mismo parece irse perdiendo irremediablemente. Su crítica al mundo cientifizado y al progreso materialmente entendido nos puede servir para entendernos en plena segunda década del siglo XXI, cuando los problemas de los otros nos tienen sin el menor cuidado, cuando justificamos el progreso mecanizado sin importar las consecuencias de nuestros propios actos. Si es verdad que poseemos una humanidad, entonces debemos hacer lo posible por recuperarla, y ese, creo, es el mensaje que Sábato quiso legarle a una generación de jóvenes que sienten la angustia del mundo sobre sus espaldas, para quienes el camino se ha extraviado; y también a esos otros a quienes el mundo y las acciones que toman los seres inteligentes les pasan a través y les dejan inamovibles como si nada, como si ellos no tuvieran nada que hacer o decir.

Quizá por esto su pasión férrea por la utopía, por la esperanza que debe siempre resistir en el corazón humano y cuya tenacidad debería tender a cambiar las cosas, en estos tiempos en que hemos ya caído en un sopor silencioso y humillante, en una anuencia cómplice de la barbarie progresista, debería contagiarnos y propagarse en este mundo que cada día se acerca más a su colapso. Bien escribía en aquel texto que pretendía ser algo así como su testamento para la humanidad, Antes del fin: “... el hombre sólo cabe en la utopía. Sólo quienes sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido”.


Sí, es verdad, solamente de utopías podría alimentarse el hombre del mañana. Pero no de utopías tecnológicas como quieren hacernos entrever los voceros del progreso material. La utopía aún está en construcción en el corazón del hombre. Quizá, llegué un día el momento de practicarla, de hacerla más tópica, más palpable, más diciente. Quizá, como todo en el mundo inestable de los hombres, llegué a marchitarse, a convertirse en su antinomia. Pero no por eso debemos dejar de luchar, no por eso debemos bajar nuestra mirada y entorpecerla atrapados en la cotidianidad.




No podemos hundirnos en la depresión, porque es de alguna manera, un lujo que no pueden darse los padres de los chiquitos que se mueren de hambre. Y no es posible que nos encerremos cada vez con más seguridades en nuestros hogares.


Tenemos que abrirnos al mundo. No considerar que el desastre está afuera, sino que arde como una fogata en el propio comedor de nuestras casas. Es la vida y nuestra tierra las que están en peligro.





La modernidad nos ha ofrecido la ventaja de facilitarnos lugares donde escondernos. Nos escondemos tras empleos agobiantes, tras las mil cerraduras de nuestra casa, tras los mil cerrojos de nuestra subjetividad malinterpretada, tras la fatuidad de las relaciones interpersonales efímeras, sin vínculos de hombre a hombre, tras los sueños y fantasías que los medios de distracción masiva imponen a nuestro inconsciente, tras las excusas con que nos desentendemos los unos de los otros. Nos protegemos cuando el peligro yace junto a nosotros bajo las sábanas. No tomamos las riendas de nuestra propia vida, por más que queramos hacerlo parecer así. No nos hemos hecho conscientes de lo que implican nuestras propias acciones. Y aquí quisiera volver a citar a Sábato: “Un escritor puede rehacer algo imperfecto o tirarlo a la basura. La vida, no: lo que se ha vivido no hay forma de arreglarlo, ni de limpiarlo, ni de tirarlo”... A duras penas nos alcanzará el vivir con ello.


Quería escribir sobre Ernesto Sábato, esta su tan poco querida partida, pero parece inevitable que cada vez que escriba de Sábato deje de contar lo que me lleva a pensar su literatura, lo que siento bullir en el fondo de mí mismo. Supongo que también es una forma de celebrar su vida, su pensamiento, y de olvidar un poco que una sensibilidad tan necesaria nos haya abandonado. Espero que a Sábato no le hubiera molestado que escribiera menos acerca de su vida y más de su pensamiento, que no es otro que el del hombre mismo.