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miércoles, 4 de junio de 2014

Visita a Freud



Por  Giovanni Papini



Viena, 8 mayo



Había comprado en Londres, hacía dos meses, un hermoso mármol griego de la época helenista, que representa, según los arqueólogos, a Narciso. Sabiendo que Freud cumplía anteayer sus setenta años —nació el 6 de mayo de 1856— le envié como regalo la estatua, con una carta de homenaje al «descubridor del Narcisismo».
Este regalo bien elegido me ha valido una invitación del patriarca del Psicoanálisis. Ahora vuelvo de su casa y quiero, inmediatamente, apuntar lo esencial de la conversación.
Me ha parecido un poco abatido y melancólico.
—Las fiestas de los aniversarios —me ha dicho— se parecen demasiado a las conmemoraciones y recuerdan demasiado a la muerte.
Me ha impresionado el corte de su boca: una boca carnosa y sensual, un poco de sátiro, que explica visiblemente la teoría de la «libido». Se ha mostrado contento, sin embargo, al verme y me ha dado las gracias, con calor, por el Narciso.
—Su visita constituye para mí un gran consuelo. Usted no es ni un enfermo, ni un colega, ni un discípulo, ni un pariente. Yo vivo todo el año entre histéricos y obsesos que me cuentan sus liviandades —casi siempre las mismas—; entre médicos que me envidian cuando no me desprecian, y con discípulos que se dividen en papagayos crónicos y en ambiciosos cismáticos. Con usted puedo, al fin, hablar libremente. He enseñado a los demás la virtud de la confesión y no he podido nunca abrir enteramente mi alma. He escrito una pequeña autobiografía, pero más que nada para fines de propaganda, y si alguna vez he confesado, ha sido, por fragmentos, en la Traumdeutung. Nadie conoce o ha adivinado el verdadero secreto de mi obra. ¿Tiene una idea del Psicoanálisis?
Contesté que había leído algunas traducciones inglesas de sus obras y que únicamente para verle había venido a Viena.
—Todos creen —añadió— que yo me atengo al carácter científico de mi obra y que mi objetivo principal es la curación de las enfermedades mentales. Es una enorme equivocación que dura desde hace demasiados años y que no he conseguido disipar. Yo soy un hombre de ciencia por necesidad, no por vocación. Mi verdadera naturaleza es de artista. Mi héroe secreto ha sido siempre, desde la niñez, Goethe. Hubiera querido entonces llegar a ser un poeta y durante toda la vida he deseado escribir novelas. Todas mis aptitudes, reconocidas incluso por los profesores del Instituto, me llevaban a la literatura. Pero si usted tiene en cuenta las condiciones en que se hallaba la literatura en Austria en el último cuarto del siglo pasado, comprenderá mi perplejidad. Mi familia era pobre, y la poesía, según testimoniaban los más célebres contemporáneos, rendía poco o demasiado tarde. Además era hebreo, lo que me ponía en condiciones de manifiesta inferioridad en una monarquía antisemita. El destierro y el mísero fin de Heine me desalentaban. Elegí, siempre bajo la influencia de Goethe, las ciencias de la Naturaleza. Pero mi temperamento continuaba siendo romántico: en 1884, para poder ver algunos días antes a mi novia, alejada de Viena, emborroné un trabajo sobre la coca y me dejé arrebatar por otros la gloria y las ganancias del descubrimiento de la cocaína como anestésico.
»En 1885 y 1886 viví en París; en 1889 permanecí algún tiempo en Nancy. Estas permanencias en Francia ejercieron una decisiva influencia sobre mi espíritu. No sólo por lo que aprendí de Charcot y de Bernheim, sino también porque la vida literaria francesa era, en aquellos años, riquísima y ardiente. En París, como buen romántico, pasaba horas enteras en las torres de Notre Dame, pero por las noches frecuentaba los cafés del barrio latino y leía los libros más en boga en aquellos años. La batalla literaria se hallaba en pleno desarrollo. El Simbolismo levantaba su bandera contra el Naturalismo. El predominio de Flaubert y de Zola se iba sustituyendo, entre los jóvenes, por el de Mallarmé y de Verlaine. Al poco de haber llegado yo a París apareció A rebours, de Huysmans, discípulo de Zola, que se pasaba al decadentismo. Y me hallaba en Francia cuando se publicó Jadis et naguére, de Verlaine, y fueron recogidas las poesías de Mallarmé y las Illuminations, de Rimbaud. No le doy estas noticias para alardear de mi cultura, sino porque estas tres escuelas literarias —el Romanticismo, hacía poco tiempo muerto, el Naturalismo, amenazado, y el Simbolismo naciente— fueron las inspiraciones de mi trabajo ulterior.
Freud, por Juan Osborne.
»Literato por instinto y médico a la fuerza, concebí la idea de transformar una rama de la medicina —la psiquiatría— en literatura. Fui y soy poeta y novelista bajo la figura de hombre de ciencia. El Psicoanálisis no es otra cosa que la transformación de una vocación literaria en términos de psicología y de patología.
»El primer impulso para el descubrimiento de mi método nace, como era natural, de mi amado Goethe. Usted sabe que escribió Werther para librarse del íncubo morboso de un dolor: la literatura era, para él, «catarsis». ¿Y en qué consiste mi método para la curación del histerismo sino en hacérselo contar «todo» al paciente para librarle de la obsesión? No hice nada más que obligar a mis enfermos a proceder como Goethe. La confesión es liberación, esto es, curación. Lo sabían desde hace siglos los católicos, pero Víctor Hugo me había enseñado que el poeta es también sacerdote, y así sustituí osadamente al confesor. El primer paso estaba dado.
»Me di cuenta bien pronto de que las confesiones de mis enfermos constituían un precioso repertorio de «documentos humanos». Yo hacía, por tanto, un trabajo idéntico al de Zola. Él sacaba, de aquellos documentos, novelas; yo me veía obligado a guardarlos para mí. La poesía decadente llamó entonces mi atención sobre la semejanza entre el sueño y la obra de arte y sobre la importancia del lenguaje simbólico. El Psicoanálisis había nacido, no, como dicen, de las sugestiones de Breuer o de los atisbos de Schopenhauer y de Nietzsche, sino de la transposición científica de las Escuelas literarias amadas por mí.
»Me explicaré más claramente. El Romanticismo, que, recogiendo las tradiciones de la poesía medieval, había proclamado la primacía de la pasión y reducido toda pasión al amor, me sugirió el concepto del sensualismo como centro de la vida humana. Bajo la influencia de los novelistas naturalistas, yo di del amor una interpretación menos sentimental y mística, pero el principio era aquél.
»El Naturalismo, y sobre todo Zola, me acostumbró a ver los lados más repugnantes, pero más comunes y generales, de la vida humana; la sensualidad y la avidez bajo la hipocresía de las bellas maneras: en suma, la bestia en el hombre. Y mis descubrimientos de los vergonzosos secretos que oculta el subconsciente no son más que una nueva prueba del despreocupado acto de acusación de Zola.
»El Simbolismo, finalmente, me enseñó dos cosas: el valor de los sueños, asimilados a la obra poética, y el lugar que ocupan el símbolo y la alusión en el arte, esto es, en el sueño manifestado. Entonces fue cuando emprendí mi gran libro sobre la interpretación de los sueños como reveladores del subconsciente, de ese mismo subconsciente que es la fuente de la inspiración. Aprendí de los simbolistas, que todo poeta debe crear su lenguaje, y yo he creado, de hecho, el vocabulario de los sueños, el idioma onírico.
»Para completar el cuadro de mis fuentes literarias, añadiré que los estudios clásicos —realizados por mí como el primero de la clase—, me sugirieron los mitos de Edipo y de Narciso; me enseñaron, con Platón, que el estro, es decir, el surgir del inconsciente, es el fundamento de la vida espiritual, y finalmente, con Artemidoro, que toda fantasía nocturna tiene su recóndito significado.
»Que mi cultura es esencialmente literaria lo demuestran abundantemente mis continuas citas de Goethe, de Grillparzer, de Heine, y de otros poetas: la forma de mi espíritu se halla inclinada al ensayo, a la paradoja, al dramatismo, y no tiene nada de la rigidez pedante y técnica del verdadero hombre de ciencia. Hay una prueba irrefutable: en todos los países en donde ha penetrado el Psicoanálisis ha sido mejor entendido y aplicado por los escritores y por los artistas que por los médicos.
Mis libros, por otra parte, se semejan mucho más a las obras de imaginación que a los tratados de patología. Mis estudios sobre la vida cotidiana y sobre los movimientos del espíritu son verdadera y genuina literatura, y en Tolera y Tabú me he ejercitado incluso en la novela histórica. Mi más antiguo y tenaz deseo sería escribir verdaderas novelas; poseo un tesoro de materiales de primera mano que harían la fortuna de cien novelistas. Pero temo que ahora sea demasiado tarde.
»De todos modos he sabido vencer, soslayadamente, mi destino, y he logrado mi sueño: continuar siendo un literato aun haciendo, en apariencia, de médico. En todos los grandes hombres de ciencia existe el soplo de la fantasía, madre de las intuiciones geniales, pero ninguno se ha propuesto, como yo, traducir en teorías científicas las inspiraciones ofrecidas por las corrientes de la literatura moderna. En el Psicoanálisis se encuentran y se compendian, expresadas en la jerga científica, las tres mayores Escuelas literarias del siglo XIX: Reine, Zola y Mallarmé se unen en mí, bajo el patronato de mi viejo Goethe. Nadie se ha dado cuenta de este misterio que está a la vista y no lo hubiera revelado a nadie si usted no hubiese tenido la óptima idea de regalarme una estatua de Narciso.
Al llegar a este punto, la conversación se desvió; hablamos de América, de Keyserling y finalmente, de los vestidos de las vienesas. Pero lo único que vale la pena de ser consignado en el papel es lo que ya he escrito. En el momento de despedirme de Freud, éste me recomendó el silencio acerca de su confesión:
—Usted no es escritor ni periodista por fortuna. y estoy seguro de que no difundirá mi secreto.
Le tranquilicé, y con sinceridad: estos apuntes no están destinados a ser impresos.




jueves, 10 de octubre de 2013

Solo hay espacio de pie



Groucho Marx no solamente nos ha legado una de las imágenes más icónicas del cine (gafas, bigote, puro) y el más desbordante de los caudales de la oralidad en que solía perder y enredar a sus interlocutores (público incluido), atravesado todo por un humor ingenioso y altamente corrosivo. En la misma línea de ese humor cáustico, nos dejó una serie de escritos en los que exploraba desde esa perspectiva particularmente distorsionada y surreal los diversos avatares que desde la cotidianeidad debe enfrentar el hombre para sobrevivir en el interior de una sociedad mezquina e hipócrita. Aquí, un ligero manual de posibilidades habitacionales para sortear con algo de decoro y mucho de imaginación la carencia de hogar propio.

* * *
Por Groucho Marx


No hace mucho, un reportero de Nueva York descubrió que una mujer enana vivía dentro de una cabina telefónica. Su equipo de ama de casa consistía en una estufa portátil, una silla plegable, un manojo de habas y una revista Selecciones. “Lo considero un golpe de suerte”, declaró la mujer. “Piense que no solo tengo un hogar, sino algo mucho más difícil de conseguir: un teléfono”.
Si la empresa telefónica no se opone a perder unos cuantos millones de monedas de cinco centavos al año, este puede ser el inicio de un nuevo estilo de vida.
Claro, entiendo que hay probablemente más cabinas que enanos, pero pienso que con algo de práctica las personas altas podrían también adaptarse a ese hábitat. Desde luego, tendrían que aprender a dormir de pie, pero no es tan difícil: hasta los caballos pueden hacerlo.
Y existen otras posibilidades para vivir agradablemente, más allá de las cabinas telefónicas. Un amigo mío ha encontrado refugio en el tanque de gas municipal. La familia tiene que usar respiradores, desde luego, y la esposa del tipo no lo deja fumar dentro. Pero al menos tienen un techo arriba de sus cabezas, 75 metros arriba, para ser exactos.
Otro amigo tiene un apartamento de soltero en una mezcladora de cemento. Ni siquiera necesita un despertador: cuando los obreros encienden la mezcladora en la mañana, se despierta sin falta. Sin embargo, se queja de lo difícil que es vestirse cuando está apurado.
¿Ha pensado en un establo? La mitad de la gente que conozco creció en establos, y hoy ganan mucho dinero.
En California, la gente tiene ideas incluso más elaboradas para conseguir un hogar. Están comprando tranvías para convertirlos en cabañas. Luego de la transformación quedan equipados con cocineta, baño y un estupendo sistema de timbre para llamar al mayordomo, en caso de que puedan tener un mayordomo. Yo personalmente prefiero una mucama francesa. Pero mi sensación general es que resulta mejor olvidarse del tranvía inmóvil y hacerse a uno que todavía esté en ruta. Imagino que su respuesta será: “Pero es posible que no tenga dónde sentarme”. Tal como lo imaginaba: usted es ese tipo de persona holgazana que quiere estar sentada todo el día. Pero no vamos a pelear por eso. El truco consiste en llegar a la primera estación muy temprano en la mañana. Por diez centavos –siete, si vive en Cleveland– usted tendrá un hogar durante todo el día. Es cierto que habrá sobresaltos, pero a cambio conocerá un montón de nuevas caras, muchas de ellas mejores que la suya.
Vivir en un tranvía tiene muchas ventajas. Hay un constante cambio de paisaje y, si es usted muy tacaño para suscribirse a un periódico, puede esperar a que alguien deje un ejemplar tirado en el piso. Si la ruta pasa por un barrio rico, podría incluso hacerse a algunas revistas. Y quién sabe: si es usted una señorita, al cabo de un par de años podría incluso casarse con el conductor.
Otro posible hogar es una jaula del zoológico. No recomiendo esta modalidad para parejas casadas ya que, francamente, no hay mucha privacidad en una jaula. En cambio, para un joven soltero definitivamente ofrece muchas posibilidades. El pabellón de los monos es tal vez su mejor opción: hasta podría quedarse ahí permanentemente sin que nadie note la diferencia. Para no hacerse notar demasiado, yo le sugeriría sacarse la ropa antes de entrar a la jaula. Pero no convirtamos esto en un problema: si usted es un ex soldado, lo más probable es que ni siquiera tenga ropa.
Si en cambio usted es uno de esos tipos afortunados que tienen un lapicero que escribe debajo del agua, podría intentar vivir en una piscina. La ventaja es que puede bañarse y contestar su correspondencia al mismo tiempo. Encontrará una piscina en casi todo jardín trasero de Hollywood. Son piscinas que ya vienen equipadas con trampolín, balsa inflable para hacer reuniones de trabajo, y tres chicas en traje de baño que se parecen a Jane Russell.
Y si tiene la fortuna de vivir en las afueras de California y no puede encontrar una piscina, podría seguir el ejemplo de un amigo que vive en un pozo. El único equipo que se requiere son un par de botas de pesca y una buena provisión de zanahorias para poder leer en la oscuridad. Dice mi amigo que el servicio de transporte está bien: sale de su hogar en el balde de las 8:00 y regresa en el de las 5:45. El único inconveniente es que todo el tiempo los vecinos se dejan caer inesperadamente.
Si usted no es cobarde, una solución al problema de vivienda es alquilar una casa embrujada. Los callejones de los pueblos están llenos de magníficas casonas que permanecen vacías simplemente porque hay gente pusilánime que teme habitarlas. Un joven recién casado no vacila si le ofrecen irse a vivir a casa de sus suegros, pero si en cambio le sugieren una casa embrujada (que en mi opinión resulta un lugar más seguro) se pone pálido y lanza excusas tontas con voz temblorosa.
Para esa gente sin coraje, yo recomiendo un árbol. Se trata de una vivienda plenamente segura a no ser que usted sea sonámbulo, y desde las ramas altas se tiene una vista preciosa de los alrededores. Sugiero incluso que sea un árbol de nueces, ya que están llenas de vitaminas y las cáscaras vacías pueden usarse como ceniceros.
A esta altura, probablemente estarán de acuerdo conmigo en que el problema de vivienda tiene solución. El inconveniente es que nos hemos ablandado, pensando erróneamente y aferrándonos a la idea anticuada de que un hombre solo puede ser feliz en una casa. ¡Qué ridículo! En los sectores rurales, los gallineros se están volviendo cada vez más populares. Los modelos más elegantes vienen con calefacción, lámpara solar y trituradora de granos, y si usted les agrega cuadros y cortinas puede sentir aún más el calor de hogar. Para evitar cualquier sospecha, es bueno que empiece a cacarear al amanecer. Si el granjero es uno de esos tipos rústicos con escopeta, hay que ser más astuto que él. Esté atento a sus pisadas y, si siente que se está aproximando al gallinero, corra a posarse sobre un montón de huevos y quédese ahí quieto hasta que se vaya.
Existen muchos otros sustitutos de hogares. Hay cuarteles, canaletas, carpas, bolsas de dormir e incluso casas de muñecas de tamaño gigante. Sin embargo yo no recomendaría este último, ya que alguna vez tuve una mala experiencia en una casa de muñecas. El papá de la muñeca me persiguió con un bate de béisbol.
Mucha gente ya está viviendo en los palcos de los cines. El espacio es ideal para dormir, como también lo son muchas de las películas. En el vestíbulo se pueden comprar crispetas, mentas, barras de chocolate y maní. En los baños encontrará agua fría, básculas para pesarse y algo de poesía.
En conclusión, le digo a mi país: “Mantengamos la frente en alto. Recuerden que somos una nación productiva. El hogar lo hacemos nosotros”. Si tuviera tiempo, podría enseñarles muchas otras maneras de solventar la crisis de vivienda, pero debo salir ahora a buscarme una habitación amoblada. El gran danés cuya casa alquilé está regresando de Florida. Y, como suelo decir, ninguna casa es suficientemente grande para dos familias.

This Week, noviembre de 1946


viernes, 16 de agosto de 2013

Ubú Colonial


Y finalmente, y contra todo pronóstico, llegamos a la entrada (o post, como os parezca) número 100. Más bien poco, o nada, dirán nuestros implacables verdugos, que a este Esperpento nunca le daban más de diez post de vida. Apenas tres años, dos insignificantes números de una revista virtual (ilegible e insignificante), 100 post, y una toalla siempre a punto de caer en el centro del ring. ¿Qué nos resta? Un par de números extra-ordinarios de Revista Esperpento que más bien tarde que temprano verán la luz cibernética… Y a lo mejor, después, vendrá el silencio.
Por ahora, celebramos quedo el centésimo post, cómo no, con esta pieza máxima del panteón ubuesco, publicada en el Almanaque Ilustrado del Padre Ubú, en enero de 1901, en pleno auge de la fiebre expansionista europea que había decidido extender sus blancos tentáculos sobre las tierras vírgenes del África ardiente.



UBÚ COLONIAL


Por Alfred Jarry
Imágenes Pierre Bonard
Traducción Jesús Benito Alique




(PADRE UBÚ, MADRE UBÚ, DOCTOR FOGÓN)

PADRE UBÚ. ¡Ah! ¿Es usted, doctor Fogón? Nos sentimos encantado de que haya venido a nuestro encuentro ahora que acabamos de desembarcar del paquebote que nos ha traído de nuestra ruinosa expedición colonial a expensas del gobierno francés. En el trayecto de aquí a nuestra mansión, si es que insiste en venir a compartir nuestra comida a pesar de que no tengamos lo suficiente para nos y la Madre Ubú (si es que lo que tenemos llega a ser ni siquiera divisible por dos), le pondremos al corriente de cuanto nos ha acontecido en el transcurso de nuestra misión… La primera dificultad estribó en que ni siquiera pudimos pensar en procurarnos esclavos, dado que, desgraciadamente, habían abolido la esclavitud. Así, nos tuvimos que limitar a establecer relaciones diplomáticas con determinados negros bien armados, que estaba a la greña con otros negros desprovistos por completo de medios de defensa. Cuando los primeros hubieron capturado a los segundos, nos, nos hicimos con todos en calidad de trabajadores libres. Y ello por pura filantropía, como es práctica habitual en las factorías de París, y para evitar que los vencedores se comieran a los vencidos… Deseoso de procurar su felicidad y mantenerles en el bien, les prometimos, si no se portaban mal, y una vez transcurridos diez años de trabajo libre a nuestro servicio –previo informe favorable de nuestro capataz– otorgarles la condición de electores y el derecho de hacer por sí mismos sus propios hijos… Para asegurar su seguridad, reorganizamos el cuerpo de policía, es decir, suprimimos los comisariados que, por decirlo todo, todavía no se habían establecido. En su lugar pusimos a una vidente, quien se ocupaba de denunciarnos a los delincuentes con la condición, claro está, de que los carceleros tomasen la precaución de no consultarla más que en sus momentos de trance.
FOGÓN. Esa sí que fue una buena ocurrencia, Padre Ubú. Sobre todo si la vidente se ponía en trance a menudo.
PADRE UBÚ. Lo hacía bastante a menudo, sí. Por lo menos cuando no estaba borracha.
FOGÓN. ¡Ah! ¿Pero también se emborrachaba de vez en cuando?
«Los negros, que no tienen padre oficial,
se despizcan recortando de los periódicos ilustrados
retratos de gentes de renombre, o incluso del montón,
que clavan en los muros de sus chozas para formar
una galería de antepasados. Deseoso de poner fin
a tal abuso, ofrecemos a nuestros hijos negros
la imagen de nuestra persona».
PADRE UBÚ. ¡Continuamente…! ¡Oh, doctor Fogón! Trataría usted de burlarse de mí si intentase induciré a contarle tan sólo cosas divertidas. Escuche, escuche por el contrario. Entérese de cómo, gracias a nuestros conocimientos de medicina y a nuestra presencia de ánimo, conseguimos acabar con una terrible epidemia que se nos declaró a bordo, afectando a todo nuestro cargamento de trabajadores libres. Entérese, sí, y díganos si usted hubiera sido capaz de llevar a cabo semejante cura… El caso es que los negros son, según hemos podido descubrir, individuos muy proclives a contraer una extraordinaria enfermedad. Sin motivo que lo justifique, pero más especialmente cuando se les exhorta al trabajo, se quejan de tener «tatana», se tumban en el suelo, y es imposible levantarles del sitio que han elegido hasta que no están completamente muertos. Evidencia no obstante la cual, y recordando que la afusión con agua fría resulta muy recomendable para casos de delirium tremens, se me ocurrió echar por la borda al más enfermo de todos, quien al instante resultó devorado por un inmenso bacalao… Tal sacrificio expiatorio debió resultar propicio a los dioses marinos, pues, de repente, todos los demás negros se pusieron a bailar en señal de súbita curación, y para mostrar alegría por nuestro eficaz remedio. Y así, uno de los que estaban más graves, llegó hasta a convertirse en un magnífico y libre semental.
FOGÓN. ¿Lo habéis traído con vos, Padre Ubú? Si es así, se lo presentaré a mi mujer, que siempre se está quejando de que la especie se haya extinguido.
PADRE UBÚ. ¡Lo siento, ay…! Dado que nos debía la vida y que a nos no nos gustan las deudas que se tienen con nuestra caja de phinanzas, no fuimos capaces de encontrar reposo hasta que no dimos con la ocasión de dejar saldado tamaño crédito. Y, la verdad, no tardamos mucho en dar con ella. Cierto día, aquel desgraciado llevó su malicia hasta el punto de echar a un pequeño malabar al interior de nuestra gran turbina de azúcar, que funciona a dos mil revoluciones por minuto y que, en un abrir y cerrar de ojos, convierte en dulce polvo cualquier pedrusco o chatarra que se le quiera confiar. Cierto que aquel cachorro de malabar no crecía lo suficientemente de prisa para llegar a ser en poco tiempo un verdadero trabajador libre. Pero, a pesar de todo, no dudamos ni un segundo en ordenar la ejecución del criminal, considerando principalmente que teníamos un testigo presencial de su fechoría. Y es que, después de sufrirla, el pequeño malabar vino en persona ante nos a presentarnos la queja.
FOGÓN. Eso quiere decir, si no os he entendido mal, que el pequeño malabar no fue arrojado a la turbina, dado que espero que, cuando se presentó ante vos, no estaría convertido en azúcar…
PADRE UBÚ. Sí. Seguramente no fue arrojado. Pero para justificar nuestro acto de justicia era suficiente con que el otro hubiera tenido la intención de arrojarle. Y además, si el pequeño no murió, no es menos cierto que a partir de aquel momento se vio atacado por una grave y dolorosa indolencia.
FOGÓN. Creo que no sabéis lo que decís, Padre Ubú.
PADRE UBÚ. ¿Cómo que no, señor…? Bueno, dado que se considera tan inteligente, ¿podría explicarme lo que significa la palabra oos?
FOGÓN. ¿Se trata de griego o de idioma negro, Padre Ubú?
PADRE UBÚ. Traduzca, traduzca. Cuando lo haya hecho, ya se enterará.
FOGÓN. ¿Oos…? Hay una palabra griega que se parece mucho y que quiere decir huevo… También conozco el término os, que significa hueso, en francés. Los libros que tratan de los huesos se llaman tratados de osteología…
PADRE UBÚ. ¡Bien demostrado queda que es usted un burro, señor doctor! Oos o l’oos significa «el agua crece», «el agua sube», y no en idioma negro, sino en puro y simple francés[1]. El agua sube, sí, pero nunca alcanzará el escalofriante nivel del perpetuo estiaje de su inteligencia, señor.
FOGÓN. La vuestra, Padre Ubú, puede contemplarlo todo desde la desmedida estatura de su canijez.
PADRE UBÚ. ¡¡Oh…!! Más vale que dejemos el tema, señor, o acabará usted pereciendo tan miserablemente como aquellos tres tiburones a los que pusimos en fuga valiéndonos únicamente de nuestro temible valor.
FOGÓN. ¿Disteis caza a tres tiburones, Padre Ubú?
PADRE UBÚ. En efecto, señor. A tres ni más ni menos, y ello ante todo el mundo, en plena calle. Pero dado lo ignorante que es, tendré que partir de la base de que sus conocimientos de mineralogía no son los suficientes como para saber lo que es un tiburón… Sí, señor, como lo oye. Conseguí salir con la barriga intacta de entre las patas de tres tiburones a los que sometí a implacable persecución caminando delante de ellos y volviendo la cabeza de vez en cuando, modo del que seguí, si no a tan peludas piezas de caza, sí, por lo menos las costumbres del país. Pues debe usted saber que en él se acostumbra llamar tiburones, o tiburones, a las mujeres negras de mala vida.
FOGÓN. (Escandalizado) ¡Oh, Padre Ubú!
PADRE UBÚ. Sí, creo que se trata de un nombre de pájaro… Ellas, por su parte, se complacían en llamarme «mi pequeña ballena», a pesar de que tan amoroso diminutivo siempre me pareció irreverente, dado que, comparadas a nos, las ballenas suelen ser muy inferiores en cuanto a dimensiones. Por eso considero que esa forma de llamarme era un diminutivo, pues tengo que decir que, para enterarnos de lo que en realidad era ese bicho, tuvimos que inventar el microscopio para ballenas… Aparte de lo cual, tenemos que reconocer que aquellas damas no estaban del todo mal, así como que solían hacer gala de sentido común y de una muy exquisita educación. Nuestras conversaciones con ellas venían a desarrollarse más o menos, de la manera que sigue:
¿O sá que tó va asá asá? —le preguntábamos, por ejemplo, a una de ellas.
Asá asá, más má que bí —respondía la negra—. Esta mañá me sién tris-tris. No ten ni gán de hacer na-na.
Pos na gas ná.
Haré todó lo que ma pé.
¿Mujé ser vos de senador o diputá? —aventurábamos, seducido por sus maneras exquisitas.
No, mi marí, vendé café, ron y maní.
¿Podré yo a tú volver a ver?
Si quié comprá produc exó, podrá podrá. Pero cuidá, cuna no é una cual-cual.
FOGÓN. ¡Nunca os hubiera creído tan mujeriego, Padre Ubú!
PADRE UBÚ. Le mostraré a qué se debe, señor. (Busca en el bolsillo izquierdo de su pantalón) ¿Ve esta botella? ¿Adivina qué tipo de licor contiene…? Pues nada más que extracto de tangá.
FOGÓN. ¡Por Dios! ¿Y esa mirífica bestezuela que flota en su interior?
PADRE UBÚ. ¡Cómo! ¿Llegáis a ver el animal…? ¡Pues sí, es cierto! No se ha llegado a disolver por completo en el alcól. Oséase, que disponemos de una disolución sobresaturada como la acostumbramos llamar… Para su conocimiento le diré, señor, que la tangá no es más que una rata, una muy humilde rata. Como quizá sepa, dos clases hay de ratas, la de ciudad y la de campo. ¿Quién se puede atrever a insinuar que no somos un gran entendido en entomología? La rata de campo es más prolífica porque dispone de más espacio para educar a sus descendientes. Y por esa causa, los indígenas del país del que venimos, la comen, a fin de tener muchos hijos. Y de ese modo, asimilado que han sus propiedades, puede, por ejemplo, decir:
Leván tatel mandí, mujé.
No ten gogá.
Come tangá.
No sás pesá. Tú comerás tambié y querrás lo hacé otras quincevé.
FOGÓN. ¿No sería más decente que cambiáramos de conversación, Padre Ubú?
PADRE UBÚ. Como quiera, señor. Vemos que le falta competencia en este tpo de temas. Pero, para darle gusto, le contaremos la manera de la que construimos puertos en las colonias… En primer lugar le diremos que nuestros puertos siguen conservándose en excelentes condiciones, y ello porque no funcionan jamás. Así, el único trabajo que dan es el de tener que quitarles el polvo cada mañana, pues en su interior no entra ni una gota de agua.
FOGÓN. ¡¿… ?!
PADRE UBÚ. Sí, señor, como se lo digo. Cada vez que deseábamos construir un puerto, determinadas personas interesadas en que lo hiciéramos en sus posesiones, nos procuraban la phinanza necesaria. Cuando teníamos en nuestro poder las phinanzas de todo el mundo, y sólo en ese momento, téngalo en cuenta, procedíamos a pedir al gobierno la concesión de la mayor ayuda posible. A continuación, convencíamos a aquellas personas de que se nos habían concedido créditos solamente para un puerto. Entonces, por fin, construíamos dicho puerto en un lugar suficientemente alejado y que no fuera propiedad de ninguno de los estafados. Y, como es lógico, situado también tierra adentro, pues, en definitiva, no se trataba de que a él vinieran barcos, sino de que todos aquellos propietarios se avinieran a razones y de que la discusión sobre los derechos de cada cual a tener la obra en su tierra, no dejara de llegar a buen puerto.
FOGÓN. ¡Pero Padre Ubú! ¿Y no acabasteis peleado con todo el mundo?
PADRE UBÚ.  ¡En absoluto! Por el contrario, se nos invitaba a todos los bailes, y tengo que reconocer que lo pasábamos muy bien. Excepto, claro está, la primera vez, porque, para congraciarnos con los colonos, me vestí de fiesta con mi gran traje colonial d explorador perfecto, mi chaqueta blanca y mi casco de tapones de botella. Tal indumentaria resultaba muy cómoda, pues en aquella tierra llega a hacer hasta cuarenta grados de temperatura por las noches. Pero todos aquellos propietarios, movidos por una gentileza recíproca hacia la metrópolis representada por mi persona, se habían puesto sus trajes oscuros y sus abrigos de pieles. Y, al verme, me llamaron malcriado, y se liaron a patadas conmigo.
FOGÓN. Y, dígame, ¿también los negros se ponen de vez en cuando trajes oscuros?
PADRE UBÚ. Sí, señor. Pero cuando lo hacen, no se nota demasiado, lo que no deja de tener sus ventajas y sus inconvenientes. Aunque hablando de ventajas e inconvenientes, tengo que decirle que el negro en general resulta poco visible por las noches, ya que por más que lo intentamos no conseguimos que entrara en vigor, aplicado a los negros, el reglamentos de los ciclistas, es decir, timbre y luz de dínamo obligatorios. Y le digo que es molesto porque a menudo se tropieza con ellos; y al mismo tiempo agradable, porque así se les puede pisotear mejor. Los negros de baja extracción, a los que se puede distinguir un poco en la oscuridad porque llevan chalecos de tela blanca de color, no se quejan en modo alguno, sino que, al contrario, dicen: «Perdón, blanco mío». Pero a los negros elegantes, por completo vestidos de oscuro, no se les puede ver de ninguna manera. Y así, caen sobre uno como si una chimenea se le cayese a uno en la cabeza, le aplastan los dedos gordos de los pies y le hunden para dentro la barriga, después de todo lo cual, todavía les queda cara dura para gritar: «¡Sucio negro…!». Para conseguir que nos respetaran un poco, tomamos la decisión de hacernos acompañar siempre por el más negro y económico de todos los negros, es decir, por nuestra propia sombra, a la que encargamos que, llegado el caso, se pegase con ellos. Pero a partir de ese momento nos vimos obligado a caminar por el mismo centro de la calzada, pues, si no, el mencionado negro, tan indisciplinado como volátil, se dedicaba a huir de nuestra compañía so pretexto de irse a jugar al trompo con las sombras de los faroles de gas y otros negros de las aceras… Lo que le digo, esos negros invisibles son el principal inconveniente del país, el cual podría llegar a ser incluso delicioso con sólo algunas mejoras. Entre otras ventajas, por ejemplo, está lleno de corrientes de agua y de niños negros, cosas ambas que permitirían aclimatar y alimentar cocodrilos en él sin apenas gasto. Ningún cocodrilo llegue a ver en la isla, lo que es una pena, pues allí podrían pasárselo muy bien. Mas en mi próximo viaje cuento con importar, a fin de que se reproduzcan, una pareja de especímenes jóvenes, a ser posible formada por dos machos, para que las crías resulten más vigorosas… En revancha, el avestruz abunda mucho, y quedamos asombrado de no poder capturar ninguno a pesar de haber observado estrictamente las reglas contenidas sobre el particular en nuestros libros de cocina. Principalmente la que consiste en ocultar la cabeza debajo de una piedra.
FOGÓN. ¿En los libros de cocina decís? Dudo mucho de que en ellos se hable de la caza de avestruces. A lo sumo llegarán a decir cómo poner en remojo, en una cazuela, altramuces.

PADRE UBÚ. ¡Silencio, señor! Sepa que nada ocurre en aquel país como usted tiene el candor de imaginar. Por ejemplo, nunca podíamos encontrar nuestra mansión cuando regresábamos a ella. Y ello debido a que allí, cuando alguien se cambia de casa, se lleva la placa donde está escrito el número de la calle que le corresponde, y hasta la placa del nombre de ésta, o incluso de dos calles, cuando viven en una esquina. Costumbre gracias a la cual los números de las casas siguen allí el mismo orden que los de los premios de la lotería, y llega a haber calles que disfrutan hasta de tres o cuatro nombres superpuestos, mientras que otras no tienen ninguno. No obstante lo cual siempre acabábamos por encontrar el camino de regreso gracias a los negros, pues cometimos la imprudencia de pintar con grandes letras sobre nuestra fachada: «Prohibido verter basuras». Y como a los negros les encanta desobedecer, acudían a hacerlo desde todos los rincones de la ciudad. Incluso me acuerdo de un negrazo que todos los días venía desde muy lejos a vaciar el orinal de su dueña bajo las ventanas de nuestro comedor, y que antes de hacerlo, mostrándonos su contenido, decía: mirá, mirá, vosté, mirá: el negro hacer caca amarilla, y su dueña, que es blanquilla, hacerla color de café.
FOGÓN. Lo que como máximo vendría a demostrar que el blanco no es otra cosa que un negro al que se le ha dado la vuelta como a un guante.
PADRE UBÚ. Me asombra, señor, que haya llegado por usted mismo a tan certera conclusión. Si sigue sacando tanto provecho de nuestras conversaciones, acabaremos por conseguir que llegue a ser alguien en la vida. Incluso puede llegar a ser, vuelto del revés por ese método del guante, el espécimen de esclavo negro que no nos atrevimos a traer, considerando excesivo el coste de los fletes.

Llegados a este punto, los interlocutores se encuentran frente a la casa del Padre Ubú. La Madre Ubú sale a su encuentro. Efusiones conyugales, pero, ¡oh sorpresa!, durante la ausencia del Padre Ubú, de su virtuosa esposa ha nacido un niño negro. El Padre Ubú se pone escarlata y se dispone a castigarla como merece. Pero ella se lo impide al tiempo que grita:

MADRE UBÚ. ¡Miserable! ¡Me has estado engañando con una negra!




[1] Ubú se refiere aquí a la pronunciación figurada de las palabras francesas l’eau hausse, que suenan, más o menos, como l’oos.

martes, 21 de mayo de 2013

La industria de la Poesía



Por Giovanni Papini


New Parthenon, 27 mayo

He renunciado, desde hace tiempo, a todas mis direcciones y participaciones industriales para comprarme la cosa más cara —en sentido económico y moral— del mundo: la libertad. Un lujo que no está al alcance, hoy, ni siquiera de un simple millonario. Supongo que soy uno de los cinco o seis hombres aproximadamente libres que viven en la Tierra.
Pero cuando uno se ha entregado al vicio de los negocios durante tantos años, es casi imposible conseguir que éste no vuelva a recrudecer. El año pasado me vino el deseo de crear una pequeña industria con objeto de poder sustraerme a la tentación de volver a ocuparme de las grandes y pesadas. Quería que fuese absolutamente «nueva», y que no exigiese demasiado capital.
Se me ocurrió entonces la poesía. Esta especie de opio verbal, suministrado en pequeñas dosis de líneas numeradas, no es ciertamente una sustancia de primera necesidad, pero lo cierto es que algunos hombres no pueden prescindir de ella. Ninguno ha pensado, sin embargo, en «organizar» de un modo racional la fabricación de versos. Ha sido siempre dejado al capricho de. la anarquía personal. La razón de esta negligencia se halla, probablemente, en el hecho de que una industria poética, aunque floreciente, daría beneficios bastante modestos, bien sea por la dificultad —no digo imposibilidad— de adoptar máquinas, bien por la escasez de consumo de los productos.
Para mí no se trataba de un asunto de dinero, sino de curiosidad. El financiamiento necesario era mínimo, los gastos de instalación casi nulos. Sabía que era preciso recurrir, para esta nueva empresa, a skilled workers; pero tales individuos son numerosos, sobre todo en Europa. Me dediqué a buscarlos. Noté en muchos de éstos una extraña repulsión al oír mis ofrecimientos, originada por la idea de trabajar regularmente a sueldo de un jefe de la industria. Por otra parte, no había necesidad de realizar una recluta demasiado vasta, tratándose de un simple experimento sin finalidad de lucro. Conseguí contratar cinco, todos ellos jóvenes, menos uno, y discípulos de las Escuelas más modernas.
Instalé el pequeño taller en mi villa de la Florida, con dos siervos negros y dos mecanógrafas; hice montar una pequeña tipografía y esperé los primeros frutos de mi iniciativa. Los cinco poetas eran alimentados, alojados y servidos, disfrutaban de una pequeña asignación mensual y tenían derecho a un ligero tanto por ciento sobre los eventuales beneficios. El contrato duraba un año, pero era renovable para igual período de tiempo.
En los primeros meses ya comenzaron los fastidios y las dificultades. Uno de los poetas me escribió que tenía necesidad de drogas costosas para inspirarse y su sueldo no le bastaba; una de las mecanógrafas, la más joven, presentó la dimisión porque los cinco obreros no la dejaban en paz;' otro poeta me pidió una pequeña orquesta para favorecer la visita de las musas, pero se tuvo que contentar con un gramófono y seis docenas de discos; el tercer poeta se lamentaba de la falta de vino y de libros; los otros dos, según me escribió la mecanógrafa que se había quedado, no hacían más que discutir desde la mañana hasta la noche, envueltos en nubes de humo. Naturalmente, no contesté a ninguno.
Transcurridos seis meses hice, como establecía el contrato mi primera visita al establecimiento de la Florida y llamé, uno tras otro a mis poetas.
El primero que se presentó en la sala de la dirección fue Hipólito Cocardasse, francés, disertador de la escuela «Dada» y que había sido pescado, naturalmente, en Montparnasse. Pequeño, moreno. calvo, pero provisto de una barba rabiosa, muy reluciente desde el círculo de los lentes hasta los zapatos, parecía, más bien que poeta, un agente de policía que acabase de llegar de una prefectura de provincias.
—Nos recomendó usted, a mí y a mis otros colegas —dijo—, que creásemos un tipo nuevo, adaptado internacional. Je me flatte d'avoir réussi au delá de vos espérances. Usted sabe que cada lengua tiene su musicalidad propia y que ciertas palabras incoloras o sordas tienen una sonoridad admirable traducidas a las de otra lengua. Servirse, pues, de una sola lengua para escribir poesía es ponerse en condiciones difíciles para obtener esa variedad y riqueza musical que es el verdadero fin de la lírica pura. He pensado, por tanto, en componer mis versos eligiendo aquí y allá entre las principales lenguas las palabras y las expresiones que mejor se prestan para la realización armónica del misterio poético. Ahora las personas cultas conocen cinco o seis idiomas europeos y no hay peligro de no ser comprendido. Añada que la Sociedad de las Naciones admitirá con gusto bajo su patronato estos primeros ensayos de poesía políglota. Dante había insertado, en diferentes puntos de la Divina Comedia, versos en latín, en provenzal y en jerga satánica, pero se hallaban casi ahogados en la superabundancia del idioma vulgar. Yo, en cambio, mezclo palabras de lenguas diferentes en el mismo verso. y cada verso está construido con mezclas del mismo género. Voilà mon point de départ et voici mes premiers essais. Jugez vous meme.
Y al decir esto, Cocardasse me presentó algunas hojas de gran tamaño, acompañadas de una sonrisa y una reverencia. El título de la primera poesía decía:
Gesang of a perduto amour,
Y leí los primeros versos:

Beloved carinha, mein Wettschmerz Egorge mon time en estas soledades, Muy tired heart, Raju presvétlyj Muore di gioia, tel un démon au ciel. Lieber himmel, castillo de los Dioses, Quaris quot, durerd this fun desespére? Aquadrvak Chic drévo zizni...

Mi ignorancia lingüística me impidió seguir. Miré a la cara, en silencio, al poeta Cocardasse.
—¿Tal vez no le parece equitativa la proporción de cada lengua? Sin embargo, en el reparto he llevado una cuenta proporcional de los siglos de pasado literario, de la importancia demográfica y política...
Comprendí que era inútil discutir con semejante imbécil.
—Continúe su trabajo —le dije—, a fin de año veremos hasta qué punto la poesía políglota es susceptible de una amplia venta.
Despedido Cocardasse, fue introducido Otto Muttermann de Stuttgart. Un monumento de una altura de doscientos metros que, desde hacía medio siglo, se había alzado atrevido sobre la Tierra, no ciertamente para adornarla, sino para iluminarla. Parecía nacido del cruce de un buey con una leona, y su cabellera, todavía larga, todavía rubia y todavía despeinada, como en los tiempos míticos de Thor y del Sturm und Drang, era el mayor de sus títulos en la profesión poética. Era, además de poeta, metafísico, filósofo de la historia y un poco asiriólogo; en el conjunto, un buen hombre, aunque sus ojos de mayólica azulada no fuesen siempre tranquilizadores. Le habría confiado un millón, pero no le habría recibido sin un revólver en el bolsillo.
—Aunque de pura raza germánica —comenzó diciendo Muttermann con aire solemne—, he admirado siempre el pensamiento del francés Joubert, que dice exactamente así: S'il y a un homme tourmenté par la maudite ambition de mettre tout un livre dans una page, toute una page dans une phrase, cette phrase dans un mot, c'est moi. De este pensamiento he hecho, en lo que a mí se refiere, un imperativo categórico. El defecto de mis compatriotas es la prolijidad y no se puede ser grande más que librándose de las costumbres medias de la propia raza. Además, la poesía debe ser la destilación refinada de una gota de perfume potente de una masa enorme de hierba y de flores.
»Mi vida es fidelidad a este programa. A los veinte años concebí una epopeya lírica y filosófica que debía contener no sólo mi Weltanschauung, sino de paso, la revolución histórica de la Humanidad en torno al mito central de Rea-Cibeles. A los treinta años tenía el poema terminado, pero era demasiado largo: cincuenta mil seiscientos versos. Fue entonces cuando descubrí el profundo aforismo de Joubert. Trabajé todavía con la lanceta y la lima, a los treinta y cinco años, los versos ya no eran más que diez mil y lo esencial estaba salvado. A los cuarenta años conseguí reducirlo a cuatro mil, a los cuarenta y seis no había más que dos mil trescientos versos. A los cincuenta, cuando llegué aquí, había conseguido condensarlo en setecientos veinte; y ahora, gracias a su generosa hospitalidad, mi sueño ha sido realizado: mi epopeya se halla condensada en una sola palabra, palabra mágica, quintaesenciada, que todo lo abraza y lo expresa. A usted ofrezco el resultado de mis treinta años de fatigante forcejeo en el camino de la perfección.
Y al decir eso puso sobre mi mesa un papel. Lo miré. En el centro de la página, trazada con una elegante escritura bastarda, había esta palabra:

Entbindung

Nada más. El resto de la hoja estaba en blanco. Otto Muttermann debió de darse cuenta de mi perplejidad.
—¿No encuentra usted tal vez en esta palabra, preñada de un mundo, los infinitos sentidos que resumen el destino de los hombres? Binden, atar, el mito de Prometeo, la esclavitud de Espartaco, la potencia de la religión (de «religar»), los abusos de los tiranos, la Redención y la Revolución. Pero aquel prefijo da el otro aspecto del drama cósmico. Entbindung es desenvolvimiento y parto. Es la salvación de los vínculos, es el nacimiento milagroso del Dios mártir, la gestación triunfante de la Humanidad libertada, al fin, de los mitos y de las leyes Aquí está comprendida la doble respiración del dios de Plotino y al mismo tiempo las vicisitudes universales de la Historia: ¡conquista y revolución, servidumbre y libertad!
Los ojos de Muttermann comenzaban a lanzar chispas. Creí prudente admirar su síntesis, con la secreta esperanza de que una agravación de su manía me permitiese legalmente transferirlo a un asilo de enfermedades mentales.
El tercer poeta era uruguayo y procedía de la escuela «ultraísta». Carlos Cañamaque era jovencísimo, rubísimo y timidísimo. Sus ojos negros de betún caliente resaltaban como una doble sorpresa en aquella palidez y en aquel rubio.
—Yo también —me dijo— he intentado hacer algo un poco distinto de la poesía acostumbrada. La poesía pura, en Italia y Francia, tiene ahora su técnica: todo el encanto poético reside únicamente en la armonía de las palabras, independientemente del sentido. Yo he intentado redimirla íntegramente de todo significado, yendo más allá que los poetas puros, que conservan siempre, aunque envuelto en oscuridad, un residuo de contenido emotivo o conceptual. Aquí las palabras están asociadas únicamente a causa de su valor fonético y evocativo, sin ningún ligamento lógico que pueda atenuar o desviar el contrapunto sonoro. Lea, como ensayo, este madrigal.
No pude menos de leer:

Lienzo, sombra, suspiro
Amarillas, misterios, desierto Huella, palabra, doliente, Tiro Faraón, corazón, labios, huerto.

Mi paciencia, puesta a prueba por los dos anteriores poetas, esta vez vaciló.
—¿Y cree usted, señor Cañamaque —grité—, que habrá bastantes imbéciles en el mundo para dar su dinero a cambio de este ridículo deshilachamiento de palabras? Le he dado orden de escribir poesías y no extractos de vocabularios. Usted cree poder engañarme, pero aquí hay un motivo suficiente para la rescisión del contrato. Desde hoy no pertenece usted a la fábrica. ¡Márchese!
El pobre Cañamaque bajó sus grandes ojos de antracita líquida y murmuró con tristeza:
—Así han sido tratados siempre los descubridores de mundos nuevos.
Y dignamente salió, sin ni siquiera saludarme.
El cuarto poeta que se me presentó delante era un ruso, uno de esos emigrados que se han esparcido por Europa y América, felices de poder hacer al mismo tiempo de occidentalistas y de desterrados. El conde Fedia Liubanoff podía tener, a lo más, treinta y cinco años, pero la vida que había llevado en los cafés de Mónaco y de París le había envejecido antes de tiempo. La cara tenía la consagrada moldeadura mongólica de los moscovitas, y una perilla blanquecina y rojiza le daba un aire premeditadamente diabólico. Le temblaban siempre las manos, por el terror de una condena a muerte no cumplida, decía él; por el uso inmoderado del vodka, decían sus amigos.
—Señor Gog —comenzó—, no haré largos preámbulos. Es usted demasiado sutil para tener necesidad de comentarios anticipados. Le recordaré únicamente una verdad que no habrá escapado seguramente a su inteligencia. Toda poesía tiene dos autores; el poeta y el lector. El poeta sugiere y suscita; el lector llena, con su sensibilidad personal y con sus recuerdos, lo que el poeta ha simplemente bosquejado. Sin esta colaboración la poesía no puede concebirse. Un poeta que ofrece mil versos para describir una batalla o un crepúsculo no conseguirá nunca hacer comprender algo a un palurdo o a un ciego. Pero, desde hace algún tiempo, los poetas se dejan vencer por la superabundancia; digamos únicamente que tratan de rehacer y violentar el yo de su colaborador necesario. Quieren decir demasiado y no dejan sitio para la obra del lector, para aquella integración personal que forma el mayor atractivo de la poesía. Los japoneses, raza genial y aristocrática, han conseguido llegar a hacer poesías de ocho o nueve palabras. Pero es demasiado aún. He querido dar un paso más. He aquí mi libro.
Era un pequeño volumen encuadernado en piel roja. Lo abrí y comencé a hojearlo. Cada página llevaba, en la parte superior, un título Lo demás estaba vacío.
—Vea —añadió Liubanoff—, he querido reducir al mínimo la sugestión del poeta. Cada poesía mía se compone únicamente del título: es un tema ofrecido a la meditación individual, un «la» para la creación múltiple y siempre nueva. Mi primera poesía, por ejemplo, se titula: «Siesta del ruiseñor abandonado» Hay todos los elementos para la eflorescencia poética. La «siesta» le da la estación y la hora; el «ruiseñor» le evoca toda la música, todo el amor; y ese «abandonado» le induce a elaborar los temas eternos de la traición y del dolor. Reflexione algunos minutos sobre este título y poco a poco en su alma surge y se desenvuelve el canto maravilloso que yo quería sugerir, de manera que cada lector se convierte verdaderamente, gracias a mí, en un creador. Y las creaciones serán tantas cuantos sean los lectores. Y cada vez se puede crear una poesía nueva, que sacia y contenta mejor que podrían hacerlo las sobadas lucubraciones de un extraño.
No tuve ni siquiera fuerza para enfadarme. Reconocí lealmente que el experimento había fracasado, que la fábrica había constituido un desastre. No quise siquiera ver al quinto poeta.
La misma noche me marché, y, al terminar el año, todo el personal, comprendidos los poetas, fue licenciado. Es la primera vez en mi vida que me falla tan vergonzosamente mi olfato en el business. Y comienzo a comprender por qué el viejo Platón quería arrojar a los poetas de su república. En este negocio he experimentado una pérdida de sesenta y dos mil dólares.