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viernes, 10 de diciembre de 2021

La naturaleza de la diversión

 

¿Es el acto creativo un acto de diversión o de trabajo? ¿Un entretenimiento o una disciplina? Estas parecen ser parte de las preguntas que se planteó David Foster Wallace al iniciar la escritura de este breve y bello texto en el que aborda, de una manera personal, la raíz de toda escritura, la raíz de todo arte. La fuerza de este texto radica precisamente en esa mirada personal sobre la propia obra que nos ofrece DFW, descarnadamente narrada en Todas las historias de amor son historias de fantasmas. David Foster Wallace. Una biografía, de D.T. Max, de quien apenas tuvimos tres novelas, una de ellas significativamente caníbal y póstuma [The pale king].

Para toda persona que se haya entregado alguna vez al ejercicio de escritura, a la creación de personajes, espacios y hechos, no resultará desconocido el sentimiento descrito por el autor norteamericano acerca de la propia escritura, sus fallas y posibilidades, la inquisitiva inseguridad del autor en ciernes. Esperamos que este texto los impulse un poco más.

 

 

* * *

 

Por David Foster Wallace

 

La mejor metáfora que conozco de la condición de escritor de narrativa se encuentra en Mao II, donde Don DeLillo representa un libro en proceso de escritura como un niño repulsivamente deforme que sigue al escritor a todas partes, yéndole eternamente detrás a cuatro patas (es decir, reptando por el suelo de los restaurantes donde el escritor está intentando comer, apareciendo a primera hora de la mañana a los pies de su cama, etcétera), repulsivamente defectuoso, hidrocefálico y sin nariz y con aletas en vez de brazos e incontinente y retrasado y babeando líquido cerebroespinal por la boca mientras lloriquea y gorgotea y llama al escritor, pidiéndole amor, pidiéndole eso que su misma repulsividad le garantiza que va a obtener: la atención total del escritor.

El tropo de la criatura deforme es perfecto porque capta la mezcla de repulsión y de amor que todo escritor de narrativa siente hacia la obra en la que está trabajando. La narración siempre nace horrorosamente defectuosa, siempre constituye una traición repugnante a todas las esperanzas que habías puesto en ella… una caricatura cruel y repelente de la perfección de su concepción… sí, a ver si lo entiendes: es grotesca por imperfecta, y sí, es tuya, esa criatura, eres tú, y tú la quieres y la meces en tu regazo y le limpias el fluido cerebroespinal de la barbilla caída con el puño de la única camisa limpia que te queda porque llevas tres semanas sin lavar ropa puesto que por fin parece que cierto capítulo o personaje está a punto de acabar de dibujarse y funcionar y a ti te aterra dedicar tiempo a cualquier cosa que no sea trabajar en él porque si apartas la vista ni aunque sea un segundo lo perderás todo, condenando a la criatura a la repugnancia continuada. Y sucede que tú amas al niño deforme y te compadeces de él y lo cuidas, pero también lo odias —lo odias— porque es deforme y repelente, porque algo grotesco le sucedió durante el parto de la cabeza a la página; lo odias porque su deformidad es tu deformidad (puesto que si fueras mejor escritor de narrativa tu criatura, por supuesto, se parecería a esos bebés de los catálogos de venta de ropa para bebés, perfectos y rosados y cerebroespinalmente continentes) y cada una de sus respiraciones repugnantes e incontinentes es una acusación devastadora dirigida a ti, a todos los niveles… de manera que lo quieres ver muerto, por mucho que lo adores y lo quieras y lo limpies y lo mezas y a veces hasta le apliques la reanimación cardiopulmonar cuando parece que su propia condición grotesca le ha obstruido la respiración y corre el riesgo de morirse.

Todo esto es muy sucio y triste, sí, pero al mismo tiempo es tierno y conmovedor y noble y mola —es una relación genuina, por decirlo así—, e incluso en lo peor de su repugnancia el niño deforme consigue conmoverte y despertar cosas en ti que tú sospechas que se cuentan entre las mejores que tienes dentro: cosas maternales y oscuras. Tú quieres mucho a tu criatura. Y quieres que lo amen también los demás, cuando por fin llegue el momento de que el niño deforme salga y haga frente al mundo. De manera que ocupas una posición algo incierta: amas a la criatura y quieres que la amen los demás, pero eso quiere decir que confías en que los demás no la vean de forma correcta. Es algo así como que quieres engañar a la gente: quieres que vean como perfecto lo que tú en tu corazón sabes que es una traición de toda perfección.

Mejor dicho, no es que quieras engañar a esa gente; lo que quieres es que esa gente vea y ame a un bebé de anuncio, encantador, milagroso y perfecto, y que tengan razón, que estén en lo cierto en lo que ven y sienten. Quieres ser tú el que se equivoca terriblemente: quieres que la repugnancia del niño deforme resulte no ser nada más que una extraña alucinación engañosa que has tenido. Pero eso significaría que estás loco: que en realidad esas deformidades repulsivas que has visto, que te han perseguido y te han hecho encogerte de asco no existen (o por lo menos otros te convencen de eso). Lo cual quiere decir que te falta más de un tornillo y más de dos, está claro. Y lo que es peor: también significaría que ves y desprecias la repugnancia de algo que  has hecho (y amas), en tu propio vástago, que en cierta forma eres . Y esta última esperanza preferible representaría algo mucho peor que el mero hecho de ser un mal padre; sería una modalidad terrible de asalto a ti mismo, prácticamente una tortura que te infligirías a ti mismo. Y sin embargo, sigue siendo lo que más quieres: equivocarte de forma garrafal, demente y suicida.

Pese a todo, es muy divertido. No me malinterpreten. En cuanto a la naturaleza de esa diversión, no puedo dejar de recordar una pequeña y extraña historia que oí en catequesis cuando yo era más o menos del tamaño de una boca de incendios. Tiene lugar en China o en Corea o en algún sitio por el estilo. Parece ser que había una vez un viejo granjero en las afueras de una aldea de las colinas que trabajaba en su granja con la única ayuda de su hijo y su amado caballo. Un día el caballo, que no solo era muy querido, sino que también resultaba vital para el fatigoso trabajo de la granja, abrió la cerradura de su cuadra o lo que fuera y se escapó a las colinas. Todos los amigos del viejo granjero lo visitaron para lamentarse de que hubiera tenido mala suerte. El granjero se limitó a encogerse de hombros y decir: «Mala suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de un par de días el amado caballo regresó de las colinas en compañía de toda una valiosísima manada de caballos salvajes, y todos los amigos del granjero acudieron a felicitarlo por la buena suerte en que se había convertido el hecho de que se le escapara el caballo. «Buena suerte o mala suerte, ¿quién lo sabe?», fue lo único que les dijo a modo de respuesta el granjero, encogiéndose de hombros. Ahora que lo pienso, el granjero me suena un poco yiddish para ser un viejo granjero chino, pero es así como yo lo recuerdo. De manera que el granjero y su hijo se pusieron a domar a los caballos salvajes, y uno de los caballos se encabritó y descabalgó al hijo con tanta brutalidad que el hijo se rompió una pierna. Y pronto llegaron otra vez los amigos a compadecerse del granjero y maldecir la mala suerte que le habían traído aquellos malditos caballos salvajes a su granja. El viejo granjero se volvió a encoger de hombros y dijo: «Mala suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de unos días el Ejército Imperial sino-coreano o quien fuera que entró desfilando en la aldea, reclutando a la fuerza a todo hombre físicamente apto de entre diez y sesenta años para convertirlo en carne de cañón en algún conflicto repulsivamente sanguinario que al parecer se estaba cociendo, vio la pierna rota del hijo y lo dejó en paz por no cumplir con los criterios de aptitud física feudal, de manera que en lugar de ser llevado a la fuerza el hijo pudo quedarse en la granja con el viejo granjero. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte?

Esta es la clase de esperanza alegórica a la que te aferras desesperadamente cuando te planteas la cuestión de la diversión como escritor. Al principio, cuando empiezas a probar a escribir narrativa, todo está orientado a divertirte. No esperas que nadie más te lea. Lo escribes prácticamente todo para excitarte a ti mismo. Para permitirte tus fantasías y tu lógica desviada y también para eludir o bien transformar partes de ti mismo que no te gustan. Y funciona, y es muy divertido. Luego, si tienes buena suerte y parece que a la gente le gusta lo que escribes, y encima te pagan por ello, y consigues ver tus cosas impresas de forma profesional y encuadernadas y acompañadas de frases promocionales de otros autores y reseñadas y hasta (en una ocasión) leídas en el metro por la mañana por una chica guapa a la que ni siquiera conoces, todavía parece que la cosa sea más divertida. Al principio. Luego las cosas empiezan a complicarse y a volverse confusas, y hasta a dar miedo. Ahora tienes la sensación de que estás escribiendo para otra gente, o por lo menos en eso confías. Ya no estás escribiendo únicamente para excitarte a ti mismo, lo cual —puesto que toda masturbación es solitaria y vacía— probablemente esté bien. Pero ¿qué reemplaza a la motivación onanista? Has descubierto que disfrutas mucho del hecho de que a la gente le guste tu escritura, y también descubres que tienes muchas ganas de que a la gente le gusten las cosas nuevas que escribes. La motivación de la pura diversión personal empieza a ser suplantada por la motivación de gustar, de que haya gente guapa a la que no conoces que te aprecie y te admire y te considere buen escritor. El onanismo da paso al intento de seducción, como motivación. Ahora bien, el intento de seducción resulta muy trabajoso, y su diversión se ve compensada por un miedo terrible al rechazo. Sea lo que sea el «ego», tu ego acaba de entrar en juego. O tal vez «vanidad» sea una palabra mejor. Porque te das cuenta de que gran parte de tu escritura se ha convertido en puro exhibicionismo, en intentar que la gente te considere bueno. Y es comprensible. Ahora estás poniendo mucho de ti mismo en juego, cuando escribes; y también está en juego tu vanidad. Descubres algo peliagudo que tiene la escritura de narrativa: que para ser capaz de escribirla es necesaria cierta cantidad de vanidad, pero que cualquier cantidad de vanidad por encima de la estrictamente necesaria resulta letal. Llegando a este punto, más del noventa por ciento de las cosas que estás escribiendo ya están motivadas e informadas por una necesidad abrumadora de gustar. Y esto genera una narrativa de mierda. Y la obra de mierda debe acabar en la papelera, no tanto por una cuestión de integridad artística como por el simple hecho de que la obra de mierda va a hacer que no gustes. Llegado este punto de la evolución de la diversión del escritor, la misma cosa que siempre te ha motivado para escribir ahora te está motivando también para tirar lo que escribes a la papelera. Se trata de una paradoja y de una especie de dilema irresoluble, que puede provocar que te pases encerrado en ti mismo meses o incluso años, durante los cuales te dedicas a lamentarte y rechinar los dientes y quejarte de tu mala suerte y preguntarte con amargura adónde se puede haber ido toda la diversión de la escritura.

La respuesta inteligente, creo yo, es que escapar de ese dilema pasa por conseguir regresar lentamente a tu motivación original: la diversión. Y si consigues volver a la diversión, descubrirás que a fin de cuentas el repulsivamente desgraciado dilema irresoluble que experimentaste durante tu periodo de vanidad te ha traído buena suerte. Porque la diversión a la que regresas ahora ha sido transfigurada por lo desagradable de la vanidad y el miedo, que ahora tienes tantas ansias de evitar que la diversión que redescubres pertenece a una modalidad mucho más plena y generosa. Tiene algo que ver con el concepto de Trabajo Como Juego. O bien con el descubrimiento de que la diversión disciplinada es mucho más divertida que la diversión impulsiva o hedonista. O bien con darte cuenta de que no todas las paradojas tienen que ser paralizantes. Bajo la nueva administración de la diversión, escribir narrativa se convierte en una forma de adentrarte en ti mismo e iluminar esas mismas cosas que no querías ver ni que nadie más viera, y resulta (paradójicamente) que estas cosas son justamente las cosas que todos los escritores y lectores comparten y sienten, y a las que reaccionan. La narrativa se convierte en una forma extraña de aceptarte a ti mismo y de decir la verdad en lugar de ser una forma de escapar de ti mismo o de presentarte a ti mismo de una forma que supones que hará que le gustes al máximo número de personas. Se trata de un proceso complicado, que confunde y da miedo, y también muy trabajoso, pero que resulta ser la mejor diversión que existe.

El hecho de que ahora puedas mantener la diversión de la escritura justamente por medio de hacer frente a las mismas partes no divertidas de ti mismo que antes habías intentado evitar o camuflar por medio de la escritura ya no constituye ninguna clase de paradoja. Se trata, en cambio, de una especie de milagro, y, comparada con él, la recompensa del afecto de los desconocidos no es más que polvo o pelusa.

 

Nota general: Ensayo publicado, en 1998, en la revista Fiction Writer Magazine, e incluido posteriormente en la antología Why I Write: Thoughts on the Craft of Fiction. A nosotros ha llegado mediante En cuerpo y en lo otro (2013), colección de ensayos publicada por Mondadori, en traducción de Javier Calvo.

 

viernes, 9 de octubre de 2015

Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he quitado bastante


David Foster Wallace fue considerado, no sin suficientes razones, la revelación de la literatura norteamericana de esos esquivos años noventa, plasmando desde las descarnadas y sinceras voces de sus personajes el crudo panorama de una cultura estadounidense altamente enajenada por el consumismo y su consecuente evasión de la realidad. La Norteamérica retratada por la escritura de DFW no es idílica tanto como no es apocalíptica, pero sí bastante crítica, siempre en la búsqueda de un sentido mayor al del simple derroche hedonista que busca saturar los sentidos en un esquive comprometido de lo que la realidad tiene para ofrecernos. En este sentido, DFW guiaba su trabajo hacia ese espacio minúsculo en que el lector se encuentra con todos los sentidos comprometidos en el acto de lectura que se le plantea, donde el autor juega con el lenguaje tratando de proponerle una lectura divergente tanto de la realidad como del sí mismo culturalmente aceptado (o impuesto en una gran medida por lo externo). Para ello, desde sus primeros trabajos literarios empezó a signar una especie de contrato ético entre su labor como escritor y el público a quien esperaba y buscaba llegar, no complaciéndose solamente en la denuncia de una realidad asfixiante y tramposamente desfigurada a través de los medios de comunicación, no entregándose al relato entretenido de la injusticia socialmente aceptada sin más.

sábado, 17 de mayo de 2014

Entrevista a No Escritores


Los No Escritores se definen a sí mismos desde la negación. En una época “afirmativa”, en la que la diferencia se señala abruptamente aquí y allá (marcando más abiertamente la desigualdad que la tolerancia), negarse es quizá la única forma de liberarse de la fuerza intrínseca de las etiquetas y los nombres.
Desde el año pasado han tenido la oportunidad de participar de la Red de Talleres Locales de Escritura, bajo la dirección del IDARTES, y este año podremos encontrarlos nuevamente en los talleres correspondientes a las localidades de San Cristóbal y Antonio Nariño.

A continuación la entrevista que amablemente concedieron a Revista Esperpento.




REVISTA ESPERPENTO: ¿Quién (o qué) es un No Escritor? ¿Qué puede caracterizarlo y diferenciarlo?

NO ESCRITORES: La categoría puede ser un poco engañosa en principio y hacer creer que estamos negando algo. Simplemente consideramos que eso que queríamos expresar se sintetizaba en la idea de “no somos escritores; escribimos”. Con ese principio pudimos extender la línea de la escritura a esas personas que no se consideran escritores pero que en su intimidad ejercen el silencioso ejercicio de decirse cosas mientras escriben.
No nos desvela ser diferencia de nada ni de nadie, eso se lo dejamos a los que se acerquen (seguidores o detractores), pero sí queremos hacer énfasis en la escritura como honestidad.
No es una idea nueva ni original. De hecho anoche la encontré en palabras de Raymond Carver, pero eso tampoco es lo importante.
Consideramos que es el principio esencial que sostiene a los No Escritores: hacer de la escritura un ejercicio de sinceridad.

Sí, comprendo. De hecho, en gran medida comparto ese cierto malestar que produce la etiqueta “escritor”, porque de alguna manera es una palabra que pierde filo cada vez que se usa. A ese respecto, entiendo la frase “no somos escritores; escribimos” como una forma de desetiquetarse, y, en ese sentido, desligar es también una forma de afirmar (en este caso, el oficio de escribir). ¿Podría entenderse también este “desligar” como una manera de desenredarse de una cierta formalización y normalización del oficio de escribir?

NE: Cada intento de desetiquetarnos es generar la enorme posibilidad de que otro nos ponga su contramarca y nos despersonalice. Aún así, sí, consideramos que es lo que queremos, quitarnos una marca impuesta y forjar una. El camino es hacer ver a esa persona que escribe y que quiere hacerlo con honestidad e ímpetu que no todo son normas y leyes, que no todo es una técnica (aunque necesaria pero no lo primero a ver); la escritura debe ser, en primera medida, el encuentro de quien escribe con sus palabras y, por ende, con una mirada de sí que, por la experiencia que hemos tenido, casi nunca ven o tienen en cuenta o tal vez ignoren. No le apostamos a los cánones ni a los géneros, eso es secundario. Si surge en la escritura de cada quien, excelente, si no, tampoco nos asustamos. No negamos la formalización de la escritura, pues hay a quienes les resulta la estrategia para sus intereses personales (creemos que toda escritura es eso y nada más), pero a esa persona que dice de sí que apenas comienza el camino, preferimos acompañarla por el sendero del gusto, de la curiosidad, de la sorpresa, del rechazo antes que una cuestión de argumento, trama, nodo, macroestructura, sinécdoque y todo lo demás.

La insistencia en la necesidad de “honestidad” es bastante latente. ¿Cómo podríamos entenderla dentro de la perspectiva de un No Escritor? ¿A qué hace referencia con exactitud?

NE: Esa perspectiva tiene mucho que ver con la manera como se ve la escritura desde los autores que ya tienen cierto reconocimiento o trayecto y que se refleja en los talleres de escritura. Pareciera que el problema fuera de forma nada más. Creemos que la escritura ha perdido su esencia de fondo y ese fondo vendría a sustentarte en una escritura con un vínculo estrecho con quien escribe. Contar, crear por el deseo de comunicar, creemos que es la base de la honestidad. No escribir por sus consecuencias (reconocimiento, premios, publicaciones, etc.). Por eso insistimos tanto en este aspecto y por eso lo hacemos pilar de los No Escritores, que no solo somos quienes creamos la etiqueta, sino todas aquellas personas que se quieran adscribir a este principio.

Esta idea me parece bastante interesante, porque lo que están buscando entonces es que quien se dedica a escribir empiece a tomar conciencia del encuentro entre él y su lenguaje, entre quien escribe y la materia que forma su escritura. Bueno, ya que tocamos el tema de los talleres de escritura, ¿consideran ustedes que juegan un papel importante en la formación del No Escritor? ¿No consideran que tal vez la oferta de talleres de escritura venga creciendo a raíz de un cierto mercado?

NE: Usted no se equivoca. Dentro de las posibilidades de mercado, una que se está explotando es la de los talleres (de lo que sea). Pero minimizando este aspecto, esto también dice que hay un grupo mayor de gente (más que antes) que piden, que buscan estos espacios y que éstos ya no están en manos de unos pocos “avalados”.
Un taller para un No Escritor puede ser, más que el lugar del aprendizaje, el espacio de encuentro con otros iguales que él (o ella). La escritura y su realización es un cúmulo de cosas que se pueden adquirir a través del ejercicio individual, pero los No Escritores no queremos islas en un desierto de palabras, también nos interesa acercarnos y tomarnos algo y charlar sobre las letras y el lenguaje y los gustos y, por qué no, escribir.

Bueno, pero no necesariamente habría que encontrarse en un taller de escritura, formalizado y perfectamente estructurado, que a lo mejor solamente sirva como una especie de mercado de oportunidades. Da la impresión que lo que se busca en última instancia es desplazar el ámbito literario —y mucho más el de la escritura— al puramente académico, como si un escritor se formara plenamente en una universidad o en un cierto taller, o no tuviera lugar de ser fuera de éste. ¿Consideran ustedes que este desplazamiento de ámbitos es visible? ¿Tendría alguna consecuencia tanto para escritores como para lectores?

NE: Soy de los que piensa (y esto va a título personal) que la academia no “hace” escritores. Por más pregrados y maestrías en escrituras creativas y esas cosas, ahí no es donde se forma un escritor, porque creo que un escritor no se forma (académicamente hablando). Un escritor tiene una necesidad, la de expresión y encuentra un camino, la estética literaria, y en la conjunción de la lectura de textos que le impacten y la escritura constante es que considero que va surgiendo, o emergiendo, un escritor. Ahora bien, hay muchos talleres que son la expansión de la academia a los espacios informales y hay quienes disfrutan de esos talleres, tal vez pensando que ser escritor es hallar la fórmula mágica (y cuando hay fórmulas o pociones o lecturas secretas el escritor va a salir a buscar reconocimiento antes que a crear una obra que evidencia una necesidad). Los lectores muchos persiguen lo que les ofrecen y eso va determinado por el mercado en su mayoría. Otros seguirán los pasos de sus profesores, maestros, tutores y los gustos personales de cada quien. Otros se arrojarán a una biblioteca a curiosear y a dejarse arrastrar por la incertidumbre. Ya el escritor debe asumirse de otra manera. Creemos (Los No Escritores) que si escribe es porque hay una fuerza que le impulsa a ello, que debe buscar su origen, su norte, su energía vital; debe leer, porque para escribir hay que leer (y no necesariamente al contrario), hay que buscar “amistades de letras” con quien se pueda charlar sobre lo que se hace y lo que gusta o disgusta. Así es que consideramos que debe ser un taller. No un lugar de síntesis de conocimiento académico y formal sino un espacio en el que confluyen personas, intereses y necesidades.

Por supuesto, estamos de acuerdo en el papel fundamental de la lectura en la “formación” del escritor (en otra ocasión tendríamos que hablar de la otra cara de la moneda No Escritores: No Lectores), y de la necesidad de búsqueda inherente al oficio de escribir. En cierta forma, un taller literario tendría que venir a suplir el papel que desempeñaban los cafés en el siglo pasado, como puntos neurálgicos de la cultura del país, y de la cultura del país con relación a la cultura mundial. A propósito de esto, ¿consideran que la apertura que hay a través de las redes sociales ha facilitado la tertulia literaria o, al contrario, ha propiciado que la cultura escrita se disgregue en islotes severamente aislados? ¿Consideran que hay un círculo cerrado (oficial) dentro de la literatura en Colombia?

NE: Las redes sociales han colaborado en acercar personas con intereses similares, con inquietudes que confluyen, pero creo que las tertulias siguen siendo escasas. Muchas veces las cosas no pasan de compartir unos cuantos enlaces, de postear escritos y estar dispuestos a la alabanza o al escarnio, pero creo que hace falta esa posibilidad de estar frente al otro, de compartir tiempo, bebidas, voces. Ahora, respecto a los círculos cerrados, creo que cada vez que se forma un círculo, por su naturaleza, se cierra. Siempre habrá escritores que están en esas posiciones privilegiadas por posición social o porque son apoyados por editoriales de renombre. Algunos pocos extienden su mano para acariciar algunas cabezas que, parece ser, son las elegidas para continuar llevando el fuego de la sabiduría, pero me parece que esto ya no es la regla. En los últimos años han surgido muchos más círculos no-oficiales que no necesitan de bendiciones de nadie y que existen por el deseo de sus integrantes de acercarse por gustos o intereses comunes, por inquietudes parecidas. Esto lo valoro enormemente porque así debe ser la relación con la literatura hoy en día, de pasiones.


Y de pasiones encontradas, en muchos casos. Hablando a nivel nacional, ¿cuál es la impresión de los No Escritores respecto de la literatura actual? ¿Existen voces pertinentes que la estén llevando por senderos menos desgastados o, por el contrario, se encuentra estancada?

NE: Debemos confesar que no somos lectores de la literatura hecha por acá. No hay alguna razón de peso, solo falta de motivación. Coincidimos en que Evelio Rosero es un tipo que tiene ingenio y gusto por el juego del lenguaje. Los demás parece que se quieren asegurar el cheque de fin de mes sin mayores aspiraciones estéticas.

¿Consideran que en esto influye el hecho que las nuevas voces de la literatura internacional, algunas representantes de una renovación literaria, no lleguen a ser leídas en nuestro país más que años después de hacer eclosión (los casos de los novelistas y poetas norteamericanos de los últimos veinte años, por ejemplo)?  ¿Que ha habido una especie de ensimismamiento y cerradura que ha mantenido a la literatura nacional como alejada de las corrientes más actuales?

NE: No sé si ensimismamiento pero en la actualidad hay tanta literatura publicada (por medios "oficiales" y por medios virtuales) que es difícil acceder a toda ella. Mucho de lo que nos termina llegando a las manos sigue siendo gracias a editoriales (grandes y pequeñas) y a sus procesos de distribución. La otra forma es por medio de esas recomendaciones entre amistades y conocidos. Son movimientos más lentos pero creo que no hay mucho afán para llegar a ellos y ellas. Personalmente soy un tanto escéptico al que se le da mucha resonancia mediática, así que es mejor que se vayan cocinado a fuego lento para ver qué propuesta como obra (y no como libro o publicación) se va dando con cada autor. A nivel general, siempre pienso en el caso de Bolaño. Sobrevalorado y subvalorado por los diversos círculos. Ya a diez años de su muerte todavía sigue siendo un autor poco leído por personas que no hacen parte de academias. Creo que estos procesos no deben preocuparse por los afanes contemporáneos.

Y eso que Bolaño escribe en español. Incluso parece ser mejor conocido en lengua inglesa, pero ya sabemos el tipo de “fiebre” que suelen suscitar algunos autores latinoamericanos en la cultura popular de los Estados Unidos. Pero, parece que tratan de evitar una respuesta explícita respecto de la literatura nacional, por lo que voy a ser bastante sucinto en la siguiente cuestión: ¿Existe una tradición literaria estéticamente comprometida en nuestro país?

NE: La evito por lo que le decía anteriormente, no soy un buen conocedor de la literatura colombiana. Aún así, es claro que acá hay representantes de una literatura comprometida: Vallejo, Mutis, Espinosa, solo por citar unos que distingo. Que a unos gusten y a otros no, eso ya viene en la subjetividad propia de la experiencia lectora. Que los odien o los amen por lo que son, esas cuestiones deben estar al margen de toda discusión. Creo que debería haber más autores con un mayor compromiso estético para la cantidad que vemos en estanterías y en ferias. Pero eso va en las determinaciones de cada que escribe y quiere ver sus libros rodar por otras manos.

Bien. Yendo un poco más lejos, en el tiempo, ¿qué papel pueden jugar las vanguardias literarias, pasado ya prácticamente un siglo desde su explosión, en la reformulación de la literatura? ¿Constituyen un grito apagado o aún tienen algo que decirnos a nosotros, habitantes del siglo XXI?

NE: Yo creo que las vanguardias siguen dando de comer por estas latitudes a pesar suyo. Es decir, aportaron mucho a nuevas formas de ver y apreciar y decir del mundo, pero hoy en día o se apuesta por un hipercultismo de las mismas o se llega a ellas por instinto. Yo no las he sentido mucho en las creaciones recientes, parece que hemos vuelto a un extraño clasicismo, a una épica formalista, a una literatura preocupada por ser aséptica. Creo que todo esto nada más lejos de las vanguardias.

Entonces, ¿qué debería tener la literatura del futuro para recuperar lo que ha perdido? O mejor, ¿de qué tendría que carecer?

NE: Casualmente hace un par de días charlaba con una amiga al respecto. Considero que la literatura que se hace acá debe desprenderse de la imperiosa necesidad de ser la memoria de nuestro pueblo. El gusto de los escritores por sustentar sus creaciones en hechos históricos relevantes está haciendo que las historias sean una excusa, casi que un escenario que queda vacío de sentido estético y termina funcionando como una pobre justificación del hecho que refieren. Soy de los que cree que hay que perseguir las historias mínimas, esas que se escapan y se refunden entre los días y las noches que se suceden y que nadie voltea a mirar. Hay que recuperar la imaginación pero eso es tarea de cada autor. Hay que recuperar la ingenuidad y desprenderse de la pretensión.

Sin embargo, no puede negarse que hay momentos importantes en la literatura nacional en que la idea de Historia no ha sido particularmente privilegiada. ¿Podría decirse que la óptica del escritor, en este momento, está siendo viciada por un historicismo impostado? ¿A qué factores consideran que se debe este fenómeno literario?

NE: Claro, hay una parte de la literatura colombiana que no se ha interesado por ese afán histórico, pero mi percepción es que es realmente poca. Ahora bien, creería yo que es un fenómeno de mercadeo muy similar a lo que pasa en televisión en la actualidad. Hay que contar historias cuyos referentes estén cercanos a la mayoría de personas, lo cual podría asegurar numerosas ventas. Si se escriben novelas sobre, por ejemplo, asesinatos de políticos, atentados, paramilitares, las referencias están a la mano de las personas, cosa que, cuando esos libros lleguen a las manos de los lectores-consumidores, puedan sentir que esa historia está cerca, así nunca haya vivido ninguna de dichas situaciones. Pero, ¿acaso los medios nos hablan de algo más? Quiero creer que esas no son decisiones de los autores sino decisiones editoriales. De nuevo, hay que rescatar esa literatura que no busca entrar al juego de superventas sino a construir universos a partir de necesidades estéticas.

Bueno, eso en cuanto a la prosa, pero ¿y la poesía?

La poesía parece que tiene una vida saludable. Muchas son las variantes y las producciones y los canales por los que la poesía fluye en nuestros medios. Podrá no ser la más vendida en términos editoriales pero es la que más inquieta.

El año pasado se adelantaron una serie de talleres de escritura subvencionados por el IDARTES, entre los que ustedes participaron como directores, ¿cómo fue la experiencia y qué frutos se lograron recoger de ella?

Y este año vuelven esos talleres y volvemos como No Escritores. Fue una muy grata experiencia ya que el grupo que tuvimos fue heterogéneo, lo cual alimenta mucho el trabajo de escritura y lectura. Fue el espacio propicio para poner en práctica nuestros principios y consideramos que obtuvimos buenos resultados: un grupo unido que se motivó desde las primeras sesiones a ser leídos y a escuchar a los demás.

Para cerrar, ¿qué nos tienen preparado los No Escritores para lo que resta del año? ¿Dónde los pueden encontrar quienes estén interesados de contactarlos?

Estaremos en San Cristóbal y Antonio Nariño en el marco de la Red de Escrituras Locales. Nos concentraremos en esta actividad. Quienes nos quieren contactar nos encuentran en Facebook o si nos quieren escribir por curiosidad o inquietud noescritores@gmail.com


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Los interesados en contactar a No Escritores, podrán encontrarlos en:



Y para quienes deseen inscribirse a la convocatoria de los Talleres Locales de Escritura:






jueves, 7 de noviembre de 2013

El artista y su tiempo*


Con este admirable y valiente texto de Albert Camus queremos abrir, en Revista Esperpento, una semana de conmemoración en el siglo que se cumple del nacimiento de uno de los autores más relevantes a la hora de reconocer los avatares de la condición humana.
Leído en el marco de la entrega del Premio Nobel por parte de la academia sueca, El artista y su tiempo constituye un llamado, un despertador, para todo ser humano que se precie de ser un artista. Porque el ARTE (así, con mayúsculas), no está al servicio de las ideologías, pero sí de quienes las padecen; porque el ARTE no es un ejercicio autista de un ser apartado de la realidad que le concierne; porque el ARTE es una forma de comprenderse a sí mismo con respecto de los demás, con respecto al gran trozo de historia que por Fortuna, o sin ella, hemos de vivir. Esas son algunas de las razones que hacen de este texto un documento siempre vigente, siempre al acecho.

* * *

Por Albert Camus


Un sabio oriental pedía en sus plegarias que la divinidad tuviese a bien dispensarle de vivir una época interesante. A nosotros, como no somos sabios, la divinidad no nos ha dispensado y vivimos una época interesante. En todo caso, no admite que podamos desinteresarnos de ella. Los escritores de hoy lo saben. Si hablan, se les critica y se les ataca. Si, por modestia, se callan, sólo se les hablará de su silencio, para reprochárselo ruidosamente.
En medio de tanto ruido, el escritor no puede ya esperar mantenerse al margen para perseguir las reflexiones y las imágenes que le son gratas. Hasta ahora, para bien o para mal, la abstención siempre ha sido posible en la historia. Quien no aprobaba algo, podía callarse o hablar de otra cosa. Hoy, todo ha cambiado, y hasta el silencio cobra un sentido temible. A partir del momento en que hasta la abstención es considerada como una elección, castigada o elogiada como tal, el artista, quiéralo o no, está embarcado. Embarcado me parece aquí más preciso que comprometido. Pues para el artista no se trata, en efecto, de un compromiso voluntario, sino más bien de un servicio militar obligatorio. Todo artista está hoy embarcado en la galera de su tiempo. Debe resignarse a ello, aunque estime que esa galera apesta a arenque, que los cómitres son demasiado numerosos y que, además, sigue un rumbo equivocado. Estamos en medio del mar. El artista, como los demás, debe remar a su vez, sin morir si es posible, es decir: sin dejar de seguir viviendo y creando.
A decir verdad, eso no es fácil y comprendo que los artistas añoren su antigua comodidad. El cambio es un poco brutal. Ciertamente, en el circo de la historia siempre ha existido el mártir y el león. El primero se mantenía de consuelos eternos, el segundo de alimentos históricos sangrientos. Pero el artista estaba en las gradas. Cantaba para nada, para sí mismo o, en el mejor de los casos, para animar al mártir y distraer un poco al león de su apetito. Ahora, por el contrario, el artista se encuentra en el circo. Forzosamente, su voz ya no es la misma, es mucho menos firme.
Es fácil ver todo lo que puede perder el arte en esta constante obligación. La soltura ante todo, y esa divina libertad que respira en la obra de Mozart. Se comprende mejor así el aspecto hosco y rígido de nuestras obras de arte, su frente ceñuda y sus súbitas derrotas. Así se explica que tengamos más periodistas que escritores, más boy-scouts de la pintura que Cézannes y que, en fin, la biblioteca rosa o la novela negra hayan ocupado el lugar de Guerra y paz o de La cartuja de Parma. Claro es que siempre puede oponerse a este estado de cosas la lamentación humanista, o convertirse en lo que Trofimovitch, en Los posesos, quiere ser a toda costa: la encarnación del reproche. Como este personaje, se puede también tener accesos de tristeza cívica. Pero esta tristeza no cambia en nada la realidad. Más vale, en mi opinión, dar a la época lo suyo, puesto que lo reclama con tanto vigor, y reconocer tranquilamente que han pasado ya los tiempos de los caros maestros, de los eruditos a la violeta y de los genios encaramados a un sillón. Crear hoy es crear peligrosamente. Toda publicación es un acto que expone a su autor a las pasiones de un siglo que no perdona nada. El problema no estriba en saber si eso es o no perjudicial para el arte. El problema, para todos los que no pueden vivir sin el arte y lo que éste significa, estriba únicamente en saber cómo, entre las policías de tantas ideologías (¡cuántas iglesias, cuánta soledad!), sigue siendo posible la extraña libertad de la creación.
No basta decir a este respecto que el arte está amenazado por los poderes del Estado. En tal caso, en efecto, el problema para el artista sería muy sencillo: o luchar o capitular. El problema es más complejo, más mortal también, desde el momento en que se hace evidente que el combate se desarrolla en el fuero interno del propio artista. Si el odio al arte, del que nuestra sociedad ofrece tantos ejemplos, muestra hoy tanta eficacia, es porque los propios artistas lo alimentan. Las dudas de los artistas que nos precedieron concernían a su propio talento. Las de los artistas de hoy conciernen a la necesidad de su arte, es decir, a su existencia misma. En 1657, Racine pediría perdón por escribir Bérénice en vez de combatir en defensa del Edicto de Nantes.
Este cuestionamiento del arte por el artista obedece a muchas razones, de las que hay que quedarse sólo con las más elevadas. En el mejor de los casos, se explica por la impresión que puede tener el artista contemporáneo de mentir o de hablar para nada si no tiene en cuenta las miserias de la historia. Lo que caracteriza a nuestro tiempo, en efecto, es la irrupción de las masas y de su miserable condición ante la sensibilidad contemporánea. Se sabe que existen, cuando antes se tendía a olvidarlo. Y si ahora se sabe, no es porque las minorías selectas, artísticas u otras, se hayan hecho mejores, no, tranquilicémonos; es porque las masas se han hecho más fuertes y no dejan que se las olvide.
Hay más razones aún, y algunas menos nobles, para esta dimisión del artista. Pero cualesquiera que sean tales razones, todas concurren al mismo fin: a desanimar la creación libre a través del ataque a su principio esencial, que es la fe del creador en sí mismo. «La obediencia de un hombre a su propio genio —dijo magníficamente Emerson— es la fe por excelencia.» Y otro escritor norteamericano del siglo XIX añadía: «Mientras un hombre permanece fiel a sí mismo, todo —gobierno, sociedad, el sol mismo, la luna y las estrellas— abunda en su sentido.» Este prodigioso optimismo parece muerto hoy. El artista, en la mayoría de los casos, se avergüenza de sí mismo y de sus privilegios, si es que los tiene. Debe responder ante todo a la cuestión que se plantea: ¿es el arte un lujo mentiroso?

I

La primera respuesta honrada que puede darse es ésta: a veces, en efecto, el arte es un lujo mentiroso. Sabemos que siempre y en todas partes se puede cantar a las constelaciones desde la toldilla de las galeras, mientras los forzados reman y se extenúan en la cala, igual que se puede centrar la atención en la conversación mundana que se desarrolla en las gradas del circo mientras la víctima cruje bajo los dientes del león. Y es difícil objetar algo a este arte que ha conocido grandes éxitos en el pasado. Sólo que las cosas han cambiado un poco y que el número de forzados y de mártires ha aumentado prodigiosamente en toda la superficie del globo. Ante tanta miseria, si este arte quiere seguir siendo un lujo, hoy debe aceptar ser también una mentira.
¿De qué podría hablar, en efecto? Si se amolda a lo que pide la mayoría de nuestra sociedad, será puro entretenimiento sin alcance. Si lo rechaza ciegamente, si el artista decide aislarse en su sueño, no expresará otra cosa que un rechazo. Tendremos así una producción de entretenedores o de gramáticos formalistas, que, en ambos casos, conduce a un arte separado de la realidad viva. Desde hace casi un siglo, vivimos en una sociedad que ni siquiera es la sociedad del dinero (el dinero o el oro pueden suscitar pasiones carnales), sino la de los símbolos abstractos del dinero. La sociedad de los comerciantes puede definirse como una sociedad en la que las cosas desaparecen en beneficio de los signos. Cuando una clase dirigente mide sus fortunas, no ya en hectáreas de tierra ni en lingotes de oro, sino por las cifras que corresponden idealmente a un cierto número de operaciones de cambio, se obliga a la vez a instalar cierta especie de mixtificación en el centro de su experiencia y de su universo. Una sociedad basada en los signos es, en su esencia, una sociedad artificial en la que la verdad carnal del hombre está mixtificada. No puede sorprender, pues, que esta sociedad haya escogido y elevado a religión una moral de principios formales y que inscriba las palabras libertad e igualdad tanto en sus prisiones como en sus templos financieros. Sin embargo, las palabras no se dejan prostituir impunemente. El valor más calumniado hoy es el de la libertad. Hay gente de buenas intenciones (siempre he pensado que hay dos clases de inteligencia, la inteligente y la tonta) que han llegado a erigir en doctrina que la libertad no es sino un obstáculo en el camino del verdadero progreso. Tonterías tan solemnes han podido ser proferidas porque durante cien años la sociedad mercantilista ha hecho un uso exclusivo y unilateral de la libertad, la ha considerado como un derecho más bien que como un deber y no ha temido, siempre que ha podido, poner una libertad de principio al servicio de una opresión de hecho. En tales condiciones, no puede sorprender que esta sociedad no haya considerado al arte como un instrumento de liberación y sí como un ejercicio sin importancia y una simple diversión. La «buena sociedad», en la que se sufría sobre todo de aflicciones de dinero y disgustos sólo de corazón, se contentó así, durante décadas, con sus novelistas mundanos y con el arte más fútil imaginable. A propósito de ese arte, decía Oscar Wilde, pensando en sí mismo antes de conocer la prisión, que el vicio supremo es ser superficial.
Los fabricantes de arte (todavía no me he referido a los artistas) de la Europa burguesa, antes y después de 1900, aceptaron de este modo la irresponsabilidad porque la responsabilidad suponía una ruptura peligrosa con su sociedad (los que verdaderamente rompieron se llamaban Rimbaud, Nietzsche, Strindberg, y ya se sabe el precio que pagaron). De esa época data la teoría del arte por el arte, que no es sino la reivindicación de esa irresponsabilidad. El arte por el arte, la distracción de un artista solitario, es precisamente el arte artificial de una sociedad ficticia y abstracta. Su resultado lógico es el arte de los salones, o el arte puramente formal que se nutre de preciosismos y de abstracciones y que acaba destruyendo toda realidad. Algunas de estas obras encantan a algunos hombres, mientras que muchas invenciones burdas corrompen a otros muchos. Al final, el arte se constituye al margen de la sociedad y se secciona de sus raíces vivas. Poco a poco, el artista, hasta el más celebrado, va quedándose solo, o al menos es reconocido por su nación únicamente a través de la prensa o de la radío, que darán de él una idea cómoda y simplificada. En efecto, mientras más se especializa el arte, más necesaria se hace la vulgarización. Millones de hombres tendrán así la impresión de conocer a tal o cual gran artista de nuestro tiempo porque han leído en los periódicos que cría canarios o que nunca se casa por más de seis meses. La mayor celebridad consiste hoy en ser admirado o detestado sin haber sido leído. Todo artista que quiera ser célebre en nuestra sociedad debe saber que no será él quien lo consiga, sino otro bajo su nombre, que acabará emancipándose de él o tal vez matando en él al artista verdadero.
No es sorprendente, pues, que todo lo válido que se ha creado en la Europa mercantilista de los siglos XIX y XX, en literatura, por ejemplo, se haya edificado contra la sociedad de su tiempo. Puede decirse que hasta los albores de la Revolución Francesa, la literatura en funciones es globalmente una literatura de consentimiento. A partir del momento en que la sociedad burguesa, surgida de la Revolución, se encuentra estabilizada, se desarrolla, por el contrario, una literatura de rebelión. Los valores oficiales entonces pasan a ser negados, en Francia por ejemplo, sea por los portadores de valores revolucionarios, desde los románticos a Rimbaud, sea por los conservadores de los valores aristocráticos, de los que Vigny y Balzac son buenos ejemplos. En ambos casos, pueblo y aristocracia, que son las dos fuentes de toda civilización, se alzan contra la sociedad facticia de su tiempo.
Pero este rechazo, mantenido inflexiblemente durante mucho tiempo, se ha tornado facticio también y conduce a otra clase de esterilidad. El tema del poeta maldito nacido en una sociedad mercantilista (Chatterton es la mejor ilustración) se ha solidificado en un prejuicio que pretende que no se puede ser un gran artista sin enfrentarse a la sociedad de la época, cualquiera que ésta sea. Legítimo en su origen, cuando afirmaba que un verdadero artista no puede transigir con el mundo del dinero, el principio se ha tornado falso al establecer que un artista sólo puede afirmarse estando en contra de todo en general. Por eso muchos de nuestros artistas aspiran a la condición de malditos, tienen mala conciencia de no serlo y desean a la vez el aplauso y el silbido. Naturalmente, la sociedad actual, fatigada o indiferente, no aplaude o silba más que por azar. El intelectual de nuestro tiempo se empeña en resistir para engrandecerse. Pero a fuerza de rechazarlo todo, incluso la tradición de su arte, el artista contemporáneo llega a hacerse la ilusión de crear sus propias reglas y acaba creyéndose Dios. A la vez, cree poder crear por sí mismo su realidad. Sin embargo, alejado de su sociedad, no creará sino obras formales o abstractas, interesantes en tanto que experimentos, pero privadas de la fecundidad inherente al arte verdadero, cuya vocación es la de reunir. En suma, habrá tanta diferencia entre las sutilezas o las abstracciones contemporáneas y la obra de un Tolstoi o de un Molière como entre la letra descontada sobre un trigo invisible y la gruesa tierra del propio surco.

II

El arte puede así ser un lujo mentiroso. No es extraño, pues, que algunos hombres o algunos artistas hayan querido dar marcha atrás y volver a la verdad. Desde ese momento, negaron que el artista tuviese derecho a la soledad y le ofrecieron como tema no sus sueños, sino la realidad vivida y sufrida por todos. Seguros de que el arte, tanto por sus temas como por su estilo, escapa a la comprensión de las masas, o bien no expresa nada de su verdad, esos hombres pretendieron que el artista se propusiera, por el contrario, hablar de la mayoría y para la mayoría. Que el artista traduzca los sufrimientos y la felicidad de todos en el lenguaje de todos, y será universalmente comprendido. Como recompensa de una fidelidad absoluta a la realidad, el artista obtendrá la comunicación total entre los hombres.
Este ideal de la comunicación universal es, en efecto, el de todo gran artista. Contrariamente al prejuicio establecido, si alguien no tiene derecho a la soledad, es precisamente el artista. El arte no puede ser un monólogo. Incluso el artista solitario y desconocido que invoca a la posteridad no hace otra cosa que reafirmar su vocación profunda. Por considerar imposible el diálogo con contemporáneos sordos o distraídos, invoca un diálogo más numeroso, con las generaciones venideras.
Pero para hablar de todos y a todos, es necesario hablar de lo que todos conocen y de la realidad que nos es común. El mar, la lluvia, la necesidad, el deseo, la lucha contra la muerte, eso es lo que nos reúne a todos. Nos reunimos en lo que vemos juntos, en lo que conjuntamente sufrimos. Los sueños cambian con los hombres, pero la realidad del mundo es nuestra patria común. La ambición del realismo es, pues, legítima, dado que está profundamente ligada a la aventura artística.
Seamos, pues, realistas. O más bien tratemos de serlo, si es que es posible serlo. Pues no es seguro que la palabra tenga sentido, no es seguro que el realismo, por deseable que pueda ser, sea posible. Preguntémonos ante todo si el realismo puro es posible en el arte. De creer a los naturalistas del siglo pasado, es la reproducción exacta de la realidad. Sería, pues, al arte lo que la fotografía es a la pintura: la primera reproduce, mientras que la segunda escoge. Pero ¿qué reproduce y qué es la realidad? Después de todo, aun la mejor de las fotografías no logra ser una reproducción bastante fiel, suficientemente realista. ¿Qué hay más real en nuestro universo, por ejemplo, que la vida de un hombre, y qué medio mejor para resucitarla que una película realista? Pero ¿en qué condiciones sería posible tal película? En condiciones puramente imaginarías. En efecto, habría que suponer una cámara ideal centrada, día y noche, sobre ese hombre, cuyos menores movimientos captaría sin cesar. El resultado sería una película cuya proyección duraría la vida de un hombre y que sólo podría ser vista por espectadores resignados a perder su vida para interesarse exclusivamente por los detalles de la existencia de otro. Pero aun en tales condiciones esa película inimaginable no sería realista. Por la sencilla razón de que la realidad de la vida de un hombre no se encuentra únicamente allí donde esté. Se encuentra también en otras vidas que dan forma a la suya, las vidas de sus seres amados, que deberían filmarse a su vez, así como las vidas de hombres desconocidos, poderosos o miserables, conciudadanos, policías, profesores, compañeros invisibles de las minas y de los talleres, diplomáticos y dictadores, reformadores religiosos, artistas que crean mitos decisivos para nuestra conducta, humildes representantes, en fin, del soberano azar que reina hasta sobre las existencias más ordenadas. Así pues, sólo hay una película realista posible; la que sin cesar es proyectada ante nosotros por un aparato invisible sobre la pantalla del mundo. El único artista realista, de existir, sería Dios. Los demás artistas son forzosamente infieles a lo real.
En consecuencia, los artistas que rechazan la sociedad burguesa y su arte formal, que quieren hablar de la realidad y sólo de ella, se hallan en una dolorosa situación sin salida. Deben ser realistas y no pueden serlo. Quieren someter su arte a la realidad y no es posible describir la realidad sin realizar en ella una selección que la somete a la originalidad del arte. La hermosa y trágica producción de los primeros años de la Revolución rusa es una buena muestra de este tormento. Lo que Rusia nos dio entonces, con Blok y el gran Pasternak, Maiakovski y Essenin, Eisenstein y los primeros novelistas del cemento y del acero, fue un espléndido laboratorio de formas y de temas, una fecunda inquietud, una locura de investigaciones. Sin embargo, hubo que concluir planteándose cómo se podía ser realista cuando el realismo era imposible. En este caso, como en otros, la dictadura zanjó la cuestión cortando por lo sano: el realismo, según ella, era, en primer lugar, necesario, y luego era posible a condición de que fuera socialista.
¿Qué sentido tiene este decreto?
De hecho, reconoce francamente que no se puede reproducir la realidad sin hacer en ella una selección, y rechaza la teoría del realismo tal como había sido formulada en el siglo XIX. Sólo le queda encontrar un principio de opción en torno al cual organizar el mundo. Y lo encuentra no en la realidad que conocemos, sino en la realidad que será, es decir, en el porvenir. Para reproducir bien lo que es, hay que pintar también lo que será. Dicho de otro modo, el verdadero objeto del realismo socialista es precisamente lo que no tiene todavía realidad.
La contradicción es grandiosa. Pero, después de todo, la expresión misma de realismo socialista era contradictoria. En efecto, ¿cómo es posible un realismo socialista cuando la realidad no es enteramente socialista? No es socialista ni en el pasado ni en el presente. La respuesta es sencilla: se elegirá en la realidad de hoy o en la de ayer lo que prepare y sirva a la ciudad perfecta del futuro. Así, habrá que dedicarse, por una parte, a negar y condenar lo que en la realidad no es socialista, y, por otra, a exaltar lo que lo es o lo será. Inevitablemente, se llega así al arte de propaganda, con sus buenos y sus malos, a una biblioteca rosa, en suma, tan separada como el arte formalista de la realidad compleja y viva. El resultado final es que este arte será socialista en la medida en que no sea realista.
Esta estética que pretendía ser realista se convierte entonces en un nuevo idealismo burgués. Se da ostensiblemente a la realidad un rango soberano para liquidarla mejor. El arte queda reducido a nada. Es útil, y al utilizarlo se lo instrumentaliza. Sólo los que rehúyen describir la realidad serán llamados realistas y recibirán elogios. Los otros serán censurados a través de los aplausos a los primeros. Si en la sociedad burguesa la celebridad consiste en no ser leído o mal leído, en la sociedad totalitaria consiste en impedir a los otros que sean leídos. Una vez más, el arte verdadero será desfigurado o amordazado, y la comunicación universal se verá abortada por aquellos mismos que la deseaban apasionadamente.
Ante semejante fracaso, lo más sencillo sería reconocer que el llamado realismo socialista tiene muy poco que ver con el gran arte y que los revolucionarios, por el bien de la revolución, deberían buscar otra estética. Sabido es, por el contrario, que sus defensores proclaman que fuera del realismo socialista no hay arte posible. Lo proclaman, en efecto. Pero tengo la profunda convicción de que no lo creen y de que han decidido que los valores artísticos deben someterse a los de la acción revolucionaria. Si esto se reconociera con claridad, la discusión sería más fácil. Cabe respetar tan gran renuncia en hombres que padecen con intensidad el contraste entre la desdicha de todos y los privilegios inherentes a veces a un destino de artista, que rechazan la insoportable distancia que separa a los amordazados por la miseria de quienes tienen por vocación expresarse siempre. Se podría comprender a esos hombres, tratar de dialogar con ellos, intentar decirles, por ejemplo, que la supresión de la libertad creadora acaso no sea el buen camino para la liberación de los oprimidos y que mientras se aguarda hablar para todos, es estúpido privarse del poder de hablar, al menos, para algunos. Sí, el realismo socialista debería reconocer sus lazos de parentesco, reconocer que es el hermano gemelo del realismo político. Sacrifica el arte en nombre de una finalidad extraña al arte, pero que, en la escala de los valores, puede parecerle superior. En resumen, suprime el arte provisionalmente para instaurar primero la justicia. Cuando la justicia esté entronizada, en un futuro todavía impreciso, el arte resucitará. Se aplica así a las cosas del arte esa regla de oro de la inteligencia contemporánea que afirma que no se hace una tortilla sin romper huevos. Pero este aplastante sentido común no debe engañarnos. No basta con romper millares de huevos para hacer una buena tortilla, y la calidad del cocinero, creo yo, no se estima por la cantidad de cascaras rotas. Los cocineros artísticos de nuestro tiempo deben temer, por el contrario, romper más huevos de los que desearían y que, en consecuencia, la tortilla de la civilización no cuaje nunca, que el arte no resucite. La barbarie nunca es provisional. No se la tiene suficientemente en cuenta y es normal que se extienda del arte a las costumbres. Se ve entonces nacer, de la desdicha y de la sangre de los hombres, literaturas insignificantes, periódicos adictos, cuadros fotográficos y obras patrocinadas en las que el odio reemplaza a la religión. El arte culmina aquí en un optimismo de encargo, justamente el peor de los lujos y la más irrisoria de las mentiras.
No puede causar extrañeza. La pena de los hombres es un tema tan amplio que, al parecer, nadie es capaz de abordarlo, salvo que se sea como Keats, de quien se ha dicho que era tan sensible que habría podido tocar con sus manos el dolor mismo. Esto se hace evidente cuando una literatura dirigida se propone mitigar esa pena con consuelos oficiales. La mentira del arte por el arte fingía ignorar el mal y asumía así la responsabilidad de éste. Pero la mentira realista, aunque asuma con coraje el reconocimiento de la desdicha presente de los hombres, la traiciona también gravemente al utilizarla para exaltar una felicidad por venir de la que nadie sabe nada y que autoriza por tanto todas las mixtificaciones. Las dos estéticas que se han enfrentado durante tanto tiempo, la que recomienda el rechazo total de la actualidad y la que pretende rechazar todo lo que no sea actualidad, terminan, sin embargo, convergiendo, lejos de la realidad, en una misma mentira y en la supresión del arte. El academicismo de derecha ignora una miseria que el academicismo de izquierda utiliza. Pero en ambos casos la miseria se ve reforzada al mismo tiempo que el arte se ve negado.

III

Camus, la conciencia de una Europa devastada.
¿Debemos concluir que esta mentira es la esencia misma del arte? Muy al contrario, diré que las actitudes de las que vengo hablando no son mentiras más que en la medida en que no tienen mucho que ver con el arte. ¿Qué es, pues, el arte? Nada simple, eso es seguro. Y es aún más difícil saberlo en medio de los gritos de tantas gentes empecinadas en simplificarlo todo. Se quiere, por una parte, que el genio sea espléndido y solitario; se le conmina, por otra parte, a parecerse a todos. Pero, ¡ay!, la realidad es más compleja. Balzac lo dio a entender en esta frase: «El genio se parece a todo el mundo y nadie se le parece». Lo mismo ocurre con el arte, que no es nada sin la realidad, y sin el que la realidad es muy poca cosa. En efecto, ¿cómo podría el arte prescindir de la realidad y cómo podría someterse a ella? El artista escoge su objeto tanto como es escogido por éste. El arte, en un cierto sentido, es una rebelión contra el mundo en lo que tiene de huidizo e inacabado; no se propone, pues, otra cosa que dar otra forma a una realidad que, sin embargo, está obligado a conservar porque es la fuente de su emoción. A este respecto, todos somos realistas y nadie lo es. El arte no es ni la negación total ni el consentimiento total a lo que es. Es al mismo tiempo negación y consentimiento, y por eso no puede ser sino un desgarramiento perpetuamente renovado. El artista se encuentra siempre en esta ambigüedad, incapaz de negar lo real y, sin embargo, eternamente dedicado a negarlo en lo que tiene de eternamente inacabado. Para hacer una naturaleza muerta es preciso que se enfrenten y se corrijan recíprocamente un pintor y una manzana. Y aunque las formas no sean nada sin la luz del mundo, añaden luminosidad a su vez a esta luz. El universo real que, por su esplendor, suscita los cuerpos y las estatuas, recibe de ellos al mismo tiempo una segunda luz que fija la del cielo. El gran estilo se halla así a medio camino entre el artista y su objeto.
No se trata, pues, de saber si el arte debe rehuir lo real o someterse a ello, sino únicamente de conocer la dosis exacta de realidad con que debe lastrarse la obra para que no desaparezca en las nubes ni se arrastre, por el contrario, con suelas de plomo. Cada artista resuelve este problema como buenamente puede o entiende. Cuanto más fuerte sea la rebelión de un artista contra la realidad del mundo, mayor será el peso de lo real necesario para equilibrarla. La obra más alta será siempre, como en los trágicos griegos, en Melville, Tolstoi o Molière, la que equilibre lo real y su negación en un avivamiento mutuo semejante a ese manantial incesante que es el mismo de la vida alegre y desgarrada. Entonces surge, de tarde en tarde, un mundo nuevo, diferente del de todos los días y, sin embargo, el mismo, particular pero universal, lleno de inseguridad inocente, suscitado durante algunas horas por la fuerza y la insatisfacción del genio. Es eso y, sin embargo, no es eso, el mundo no es nada y es todo, he ahí el doble e incansable grito de cada artista verdadero, el grito que lo mantiene en pie, con los ojos siempre abiertos, y que, de tarde en tarde, despierta para todos en el seno del mundo dormido la imagen fugitiva e insistente de una realidad que reconocemos sin haberla conocido jamás.
Del mismo modo, el artista no puede ni apartarse de su siglo ni perderse en él. Si se aparta, habla en el vacío. Pero, inversamente, en la medida en que tome el siglo como objeto, el artista afirmará su propia existencia en tanto que sujeto y no podrá someterse enteramente a él. Dicho de otro modo, es en el momento mismo en que el artista opta por compartir la suerte de todos cuando afirma su individualidad. Y no podrá librarse de esta ambigüedad. El artista toma de la historia lo que puede ver y sufrir por sí mismo, directa o indirectamente, es decir, la actualidad en el más estricto sentido de la palabra, y los hombres que viven hoy, no la remisión de esa actualidad a un futuro imprevisible para el artista. Juzgar al hombre contemporáneo en nombre de un hombre que aún no existe es algo que cae de lleno en el ámbito de la profecía. El artista sólo puede apreciar los mitos que se le proponen en función de su repercusión en el hombre de su tiempo. El profeta, religioso o político, puede juzgar de forma absoluta lo que, como es sabido, hace con frecuencia. Pero el artista no puede. Si juzgara de forma absoluta, dividiría sin matices la realidad entre el bien y el mal y caería en el melodrama. El fin del arte, por el contrario, no es legislar o reinar; es, ante todo, comprender. Y ocurre que a veces, a fuerza de comprender, reina. Pero ninguna obra genial se ha basado nunca en el odio y el desprecio. Por eso es por lo que el artista, al término de su itinerario, absuelve en vez de condenar. No es juez, sino justificador. Es el abogado perpetuo de la criatura viva, porque está viva. Aboga verdaderamente por el amor al prójimo, no por ese amor remoto que degrada al humanismo contemporáneo a catecismo de tribunal. Al contrario, la gran obra acaba confundiendo a todos los jueces. A través de ella, el artista, simultáneamente, rinde homenaje a la más alta figura del hombre y se inclina ante el último de los criminales. «No hay uno solo de los desdichados encerrados conmigo en este miserable lugar —escribió Wilde en la cárcel— que no se halle en relación simbólica con el secreto de la vida.» Sí, y este secreto de la vida coincide con el del arte.
Durante ciento cincuenta años, los escritores de la sociedad mercantilista, con muy raras excepciones, creyeron poder vivir en una feliz irresponsabilidad. Vivieron, en efecto, y murieron solos, como habían vivido. Nosotros, los escritores del siglo XX, jamás estaremos solos. Debemos saber, al contrario, que no podemos evadirnos de la miseria común, y que nuestra única justificación, si es que existe alguna, es la de hablar, en la medida de nuestras posibilidades, por aquellos que no pueden hacerlo. Pero debemos hacerlo por todos los que sufren en este momento, cualesquiera que sean las grandezas, pasadas o futuras, de los Estados y de los partidos que les oprimen: para el artista no hay verdugos privilegiados. Por eso es por lo que la belleza, incluso hoy, sobre todo hoy, no puede ponerse al servicio de ningún partido; sólo está al servicio, a largo o breve plazo, del dolor y de la libertad de los hombres. El único artista comprometido es el que sin rechazar el combate, se niega al menos a sumarse a los ejércitos regulares, me refiero al francotirador. La lección que saca entonces de la belleza, si la saca con honradez, no es una lección de egoísmo, sino de dura fraternidad. Así concebida, la belleza jamás ha esclavizado a ningún hombre. Y durante milenios, cada día, cada segundo, ha aliviado, por el contrario, la esclavitud de millones de hombres y, a veces, ha liberado para siempre a algunos. Tal vez aquí, en esta perpetua tensión entre la belleza y el dolor, el amor a los hombres y la locura de la creación, la soledad insoportable y la muchedumbre abrumadora, el rechazo y el consentimiento, toquemos la grandeza del arte. El arte camina entre dos abismos, que son la frivolidad y la propaganda. En esta línea en forma de sierra por la que avanza el gran artista, cada paso es una aventura, un riesgo extremo. En este riesgo, sin embargo, y sólo en él, está la libertad del arte. Libertad difícil y que se parece más bien a una disciplina ascética. ¿Qué artista lo negaría? ¿Qué artista osaría creerse a la altura de esta tarea incesante? Esta libertad supone la salud del corazón y del cuerpo, un estilo que ha de ser como la fuerza del alma y un paciente enfrentamiento. Es, como toda libertad, un riesgo perpetuo, una aventura extenuante, y he ahí por qué se evita hoy este riesgo igual que se evita la exigente libertad para precipitarse hacia toda clase de sumisiones y obtener al menos la comodidad espiritual. Pero si el arte no es una aventura, ¿qué es entonces y dónde está su justificación? No, el artista libre, como el hombre libre, no es el hombre cómodo. El artista libre es el que, con gran trabajo, crea su orden por sí mismo. Mientras más desenfrenado sea lo que debe ordenar, más estricta será su regla y con más fuerza afirmará su libertad. Hay una frase de Gide que siempre he aprobado aunque pueda prestarse al malentendido. «El arte vive de sujeción y muere de libertad.» Eso es verdad. Pero de ahí no debe inferirse que el arte pueda ser dirigido. El arte vive sólo de las obligaciones que se impone a sí mismo; muere de las demás. En cambio, si no se impone obligaciones a sí mismo, se pone a delirar y se somete a las sombras. El arte más libre, y el más rebelde, será así el más clásico; será la coronación del mayor esfuerzo. Mientras una sociedad y sus artistas no acepten este largo y libre esfuerzo, mientras se abandonen a la comodidad de la diversión o del conformismo, a los juegos del arte por el arte o a las prédicas del arte realista, sus artistas se quedarán en el nihilismo y en la esterilidad. Decir esto es decir que el renacimiento hoy depende de nuestro valor y de nuestra voluntad de clarividencia. Sí, este renacimiento está en nuestras manos. Depende de nosotros que Occidente suscite esos contra-Alejandros que deben volver a anudar el nudo gordiano de la civilización, cortado por la fuerza de la espada. Para ello, tenemos que asumir todos los riesgos y los trabajos de la libertad. No se trata de saber si persiguiendo la justicia lograremos preservar la libertad. Se trata de saber que, sin la libertad, no realizaremos nada y perderemos a la vez la justicia futura y la belleza antigua. Sólo la libertad salva a los hombres del aislamiento; la opresión, en cambio, planea sobre una muchedumbre de soledades. Y el arte, a causa de esta esencia libre que he tratado de definir, reúne allí donde la tiranía separa. Así pues, ¿cómo puede extrañar que el arte sea el enemigo declarado de todos los regímenes opresores? ¿Cómo extrañarse de que los artistas y los intelectuales hayan sido las primeras víctimas de las tiranías modernas, sean de derecha o de izquierda? Los tiranos saben que hay en la obra de arte una fuerza de emancipación que sólo es misteriosa para los que no la aprecian. Cada gran obra hace más admirable y más rica la faz humana; ahí está todo su secreto. Y nunca habrá suficientes campos de concentración ni rejas carcelarias para oscurecer este conmovedor testimonio de dignidad. Por esto es por lo que no es cierto que se pueda, ni siquiera provisionalmente, suspender la cultura para preparar otra nueva. No se puede suspender el incesante testimonio del hombre sobre su miseria y su grandeza, no se puede suspender una respiración. No hay cultura sin herencia y nosotros no podemos ni debemos rechazar nada de la nuestra, la de Occidente. Cualesquiera que sean las obras del futuro, estarán todas henchidas del mismo secreto, hecho de valor y de libertad, alimentado por la audacia de millares de artistas de todos los siglos y de todas las naciones.
Sí, cuando la tiranía moderna nos muestra que, aun refugiado en su oficio, el artista es el enemigo público, tiene razón. Pero así, a través del artista, la tiranía rinde homenaje a una figura del hombre que nada hasta hoy ha podido destruir.

Mi conclusión es muy sencilla. Consiste en decir, en medio mismo del ruido y la furia de nuestra historia: «Alegrémonos». Alegrémonos, en efecto, de haber visto morir una Europa mentirosa y confortable y de vernos confrontados a crueles verdades. Alegrémonos en tanto que hombres, puesto que una larga mixtificación se ha venido abajo y ahora vemos con claridad lo que nos amenaza. Y alegrémonos en tanto que artistas, arrancados del sueño y de la sordera, forzosamente enfrentados a la miseria, a las cárceles y a la sangre. Si ante tal espectáculo conservamos la memoria de los días y de los rostros; si, inversamente, ante la belleza del mundo, somos capaces de no olvidar a los humillados, el arte occidental recobrará poco a poco su fuerza y su majestad. Ciertamente, en la historia hay pocos ejemplos de artistas enfrentados a tan duros problemas. Pero precisamente cuando las palabras y las frases, hasta las más sencillas, se pagan al precio de la libertad y de la sangre, el artista aprende a manejarlas con mesura. El peligro vuelve clásico, y toda grandeza, en suma, tiene sus raíces en el riesgo. Ha pasado ya el tiempo de los artistas irresponsables. Podemos añorarlo por nuestras pequeñas satisfacciones. Pero tendremos que reconocer que esta prueba nos depara al mismo tiempo nuestras posibilidades de autenticidad, y aceptaremos el reto. La libertad del arte no vale gran cosa cuando no tiene otro sentido que asegurar la comodidad del artista. Para que un valor, o una virtud, arraigue en una sociedad, hay que defenderlos de verdad, es decir, pagar por ellos siempre que se pueda. Que la libertad se haya tornado peligrosa indica que está en camino de no dejarse prostituir. Y yo no estoy de acuerdo, por ejemplo, con los que se quejan actualmente del ocaso de la sabiduría. Aparentemente, tienen razón. Pero, en verdad, la sabiduría jamás decayó tanto como en los tiempos en que constituía sólo el placer sin riesgos de algunos humanistas librescos. Hoy, cuando se enfrenta por fin a peligros reales, hay posibilidades de verla alzarse de nuevo, de que sea respetada de nuevo.
Se dice que Nietzsche, tras su ruptura con Lou Salomé, sumido en una soledad definitiva, abrumado y exaltado a la vez por la perspectiva de esa obra inmensa que debía realizar sin ayuda alguna, paseaba de noche por las montañas que dominan el golfo de Génova, y miraba consumirse las hojas y ramas con las que encendía grandes hogueras. He meditado a menudo en esos fuegos y he colocado mentalmente ante ellos a algunos hombres y algunas obras para ponerlos a prueba. Pues bien, nuestra época es uno de esos fuegos cuya quemadura insoportable reducirá sin duda a cenizas muchas obras. Pero en las que queden su metal permanecerá intacto y, con ellas, podremos entregarnos sin reservas a esa alegría suprema de la inteligencia que se llama «admiración».
Puede desearse, sin duda, y yo también lo deseo, una llama menos intensa, una tregua, la pausa propicia a la ensoñación. Pero tal vez no haya otra paz para el artista que la que se halla en lo más ardiente del combate. «Todo muro es una puerta», dijo Emerson acertadamente. No busquemos la puerta, y la salida, en otra parte que en el muro contra el que vivimos. Al contrario, busquemos el reposo allí donde se halla, es decir, en medio del combate. Pues, en mi opinión, y con esto voy a terminar, es ahí donde se encuentra. Se ha dicho que las grandes ideas vienen al mundo en patas de paloma. Si es así, y si aguzamos el oído, tal vez podamos oír, entre el fragor de imperios y naciones, un débil rumor de alas, el suave bullicio de la vida y de la esperanza. Unos dirán que esta esperanza la lleva un pueblo, otros que un hombre. Yo, por el contrario, creo que la despiertan, la reaniman y la mantienen millones de solitarios, cuyas obras y acciones niegan cada día las fronteras y las más burdas apariencias de la historia, para hacer resplandecer fugitivamente la verdad siempre amenazada que cada uno, por encima de sus sufrimientos y alegrías, eleva para todos.






* Esta conferencia, fue pronunciada en el gran anfiteatro de la Universidad de Upsala, Suecia.