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viernes, 9 de octubre de 2015

Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he quitado bastante


David Foster Wallace fue considerado, no sin suficientes razones, la revelación de la literatura norteamericana de esos esquivos años noventa, plasmando desde las descarnadas y sinceras voces de sus personajes el crudo panorama de una cultura estadounidense altamente enajenada por el consumismo y su consecuente evasión de la realidad. La Norteamérica retratada por la escritura de DFW no es idílica tanto como no es apocalíptica, pero sí bastante crítica, siempre en la búsqueda de un sentido mayor al del simple derroche hedonista que busca saturar los sentidos en un esquive comprometido de lo que la realidad tiene para ofrecernos. En este sentido, DFW guiaba su trabajo hacia ese espacio minúsculo en que el lector se encuentra con todos los sentidos comprometidos en el acto de lectura que se le plantea, donde el autor juega con el lenguaje tratando de proponerle una lectura divergente tanto de la realidad como del sí mismo culturalmente aceptado (o impuesto en una gran medida por lo externo). Para ello, desde sus primeros trabajos literarios empezó a signar una especie de contrato ético entre su labor como escritor y el público a quien esperaba y buscaba llegar, no complaciéndose solamente en la denuncia de una realidad asfixiante y tramposamente desfigurada a través de los medios de comunicación, no entregándose al relato entretenido de la injusticia socialmente aceptada sin más.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Simulación y lectura*


Este interesante texto de Felipe Garrido nos lo encontramos por casualidad en el vagabundeo cibernético propiciado por una investigación personal. Un texto con verdades inquietantes e incómodas que no a todo lector gustarán, y que sin embargo hacen parte de la forma como hemos sido acostumbrados a leer, forman una costra de cultura impuesta que a lo mejor valga la pena remover. Y la mejor forma de romper con una vieja actitud hacia la lectura no es otra más que reconocerla, comprenderla y atacarla.


Por Felipe Garrido


          Al desprevenido lector debo advertirle que mi propósito es ponerlo en guardia contra un género de simulación especialmente insidioso y lamentable: la simulación de la lectura. Reproduzco en seguida la primera oración —cinco líneas y media—, la primera unidad de significado de significado de la presentación de un libro ajeno a mis preocupaciones habituales: La multicolinealidad en econometría. Su autor es Octavio Luis Pineda y fue publicado, en el Distrito Federal, por SITESA y el IPN.
        
El propósito del presente trabajo es triple. En primer lugar, presentar el problema de la multicolinealidad como una "enfermedad" estadística que acontece frecuentemente en el análisis de regresión, y en particular en econometría; así como sus más obvias e inmediatas consecuencias en la estimación paramétrica, inferencia estadística, especificación funcional y predicción en modelos econométricos uniecuacionales.
          
Transcribo un segundo texto, de carácter harto diferente: la primera oración, la primera unidad de significado —24 versos— del Primero sueño de sor Juana:

Piramidal, funesta, de la Tierra
Nacida sobra, al Cielo encaminaba
de vanos obeliscos punta altiva,
escalar pretendiendo las Estrellas;
si bien, sus luces bellas
—exentas siempre, siempre rutilantes—
la tenebrosa guerra
que con negros vapores le intimaba
la pavorosa sombra fugitiva
burlaban tan distantes,
que su atezado ceño
al superior convexo aun no llegaba
del orbe de la Diosa
que tres veces hermosa
con tres hermosos rostros ser ostenta,
quedando sólo dueño
del aire que empañaba
con el aliento denso que exhalaba;
y en la quietud contenta
de imperio silencioso,
sumisas sólo voces consentía
de las nocturnas aves,
tan oscuras, tan graves,
  que aun el silencio no se interrumpía.

          Leo estos dos textos en voz alta. Hace muchos años que frecuento la compañía de sor Juana; encuentro siempre un deleite en releer El sueño. Pero debo confesar que en el otro texto, el primero, a pesar de que he procurado modular adecuadamente la voz en cada una de las frases, de que he seguido con cuidado la puntuación y de que creo haber pronunciado completa y claramente todas y cada una de las palabras que lo componen, no he comprendido, podría decir, virtualmente nada. Palabras sueltas, si acaso. He vislumbrado o he intuido significados, cuando mucho. Es decir, en realidad, no he leído: he simulado la lectura.
          Imaginemos que me ha escuchado alguien versado en econometría: él sí habrá, siguiendo mis palabras, cabal y completamente leído. Imaginemos otro lector —alguno habrá— que se encuentre en una situación recíproca a la mía respecto de los versos de sor Juana; que no sea capaz de leerlos, sino apenas de simular su lectura. Si tengo la oportunidad de escucharlo, allí donde él repita palabras que para él no tienen sentido, yo podré completar una operación de lectura.
          Lo que quiero decir es que sin comprensión no hay lectura.
Quiero insistir, estrepitosamente, en que la comprensión del texto es la condición esencial para que podamos hablar de lectura. Lo repito, porque me interesa vivamente subrayarlo: si no se logra dar sentido y significado1 al texto, si no se logra comprenderlo, no se produce la lectura. (Aunque está claro, como insistiré abajo, que la comprensión se construye y, por lo mismo, se va dando en distintos niveles, de acuerdo con la experiencia y las circunstancias de cada lector. Cuando alguien escucha o lee los versos de sor Juana y no alcanza a atribuirles un significado pero se siente conmovido por su música, por su pura sonoridad, con eso está ya dándoles un sentido, con eso comienza a comprenderlos. Esta forma de iniciarse en el conocimiento de un texto es privilegio de la literatura.)2
          La simulación es uno de los más devastadores enemigos de la lectura. Enmascara la falta de una lectura genuina y, detrás de esa máscara, el lector incipiente, el lector poco experto va acumulando frustraciones —¿cuál es el beneficio de repetir palabras sin sentido ni significado?— y se va apartando de la lectura antes de haberla conocido.
          También esto voy a repetirlo: la falta de comprensión, la incapacidad de dar sentido y significado a los textos que se simula leer, es quizás el motivo primordial por el que la mayoría de los millones de mexicanos que tienen acceso a la escuela no llegan a convertirse en lectores, así terminen una licenciatura o un doctorado; así lleguen a ocupar posiciones destacadas en actividades de toda clase incluido, naturalmente, el campo de la educación. Creo que no es falso decir que uno de los ejes de nuestro sistema educativo es la simulación de la lectura. En la escuela, en todos sus niveles, aprendemos y enseñamos a simular la lectura. En la escuela aprendemos y enseñamos a repetir, en voz alta o en silencio, palabras que podemos pronunciar pero que no alcanzamos a comprender.
          Aprendemos y enseñamos la simulación de la lectura cuando prestamos atención a lo accesorio y dejamos de lado lo esencial. Lo accesorio es eso que fue todo lo que yo pude poner, hace un instante, cuando simulé leer las cinco y media líneas iniciales del libro de econometría: la modulación de la voz, la velocidad, la articulación de las palabras, la capacidad de seguir los signos de puntuación.3 Y no es que todo eso no deba cuidarse, sino que todo eso debe ser consecuencia —no sustituto— de que se ha atendido lo esencial: la capacidad de identificar, construir y seguir unidades de significado de complejidad creciente; la capacidad de atribuir al texto sentido y significado. Para decirlo lisa y llanamente, la capacidad de comprender, de ir más allá de lo que Julio Cortázar llama la "corteza caltural".4
La comprensión se disfraza a veces de memorización. Yo puedo memorizar esas líneas ya célebres que arriba transcribí, sin que me haga falta comprenderlas.5 Cualquiera que no los entienda, con algo más de esfuerzo, me imagino, puede memorizar los 24 versos de sor Juana. Pero memorizar no significa comprender.
          No es que yo menosprecie la memorización. Al contrario, me parece un ejercicio indispensable que lastimosamente se ha abandonado creyéndolo enemigo del razonamiento y de la comprensión. A veces, memorizar un texto puede ser el primer paso en el camino de su comprensión. Porque la comprensión no es algo que se nos dé de un golpe sino algo que construimos, en ocasiones penosamente, con enormes dificultades. Aprendemos a construir la comprensión y, en la medida en que ejercitamos esta habilidad la vamos facilitando y podemos perfeccionarla hasta el punto de perder conciencia de su complejidad. Pero, insisto, memorizar no es comprender. Lo ideal sería memorizar textos que comprendemos, y llegar a comprender textos que hemos memorizado.
          ¿Qué es comprender? Comprender es la capacidad de atribuir sentido y significado a un signo. Los signos, por ellos mismos, carecen de significado. Atribuírselo es facultad del observador. ¿Qué significa una estrella solitaria? Entre otras cosas, puede ser Cuba, o la luminaria que llevó a los magos al pesebre del niño divino, o una marca de cerveza. Todo depende de quién vea esa estrella, en dónde, en qué circunstancias. Esos otros signos que son las palabras, y los signos que las palabras forman al combinarse; esos otros signos que son las frases, los párrafos, los capítulos, una obra entera, están allí frente a nosotros, en espera de que les demos, sentido y significado. Aprender a atribuirles sentido y significado es aprender a comprender; es decir, aprender a leer.
          ¿Cómo aprendemos a comprender? ¿Cómo, un día más o menos remoto, supimos que la estrella solitaria es una marca de cerveza, o la estrella de Belén, o la isla de Martí? ¿Cómo aprendimos a reconocer en la calavera sobre las tibias cruzadas una señal de peligro? ¿Cómo llegamos a apropiarnos de un sistema de signos tan complejo como el que hace falta para seguir un juego de fútbol o de béisbol? Ciertamente no fue por medio de esos sistemas de tortura a los que son sometidos los alumnos cuando se les hace leer. Nunca he visto que nadie sea sujeto a un interrogatorio, ni sea obligado a elaborar un resumen después de haber asistido a un partido de fútbol o de haber visto una película o un programa de televisión. Y, evidentemente, estamos mucho mejor educados para ver béisbol, cine y televisión que para leer. Y, sin embargo, para disfrutar los deportes, el cine y la televisión, como para gozar la lectura, lo esencial es comprender.
          Comprender, cargar de sentido y de significado un signo, es la primera condición para el placer. De alguna manera, todo placer comienza o descansa en el placer de comprender. Una caricia, igual que una novela, igual que una pieza musical, requiere ser comprendida. Una caricia que no se comprende difícilmente puede ser placentera. Recuerdo una tarde de lluvia en que yo leía algunos de mis cuentos frente a un grupo de muchachas y muchachos, estudiantes de preparatoria. Se me ocurrió que "Nocturno" podía interesarles. Un hombre tiene a su lado una mujer desnuda: "Sombras sobre sombras: una línea de luz en las caderas. Sus ojos brillaban en secreto. Comencé a besarle las axilas..."6 La carcajada fue tan unánime, tan espontánea, tan explosiva, que me sumé al grupo: yo no sabía, hasta ese momento, los jóvenes, lo inocentes que eran; lo lejos que estaban de comprender esa caricia. Entre otras cosas, la comprensión es cuestión de experiencia.
          La experiencia, el viejo método de prueba y error, la confrontación de las expectativas, las anticipaciones, las predicciones del lector contrastadas con el resultado de la lectura es uno de los caminos hacia la comprensión.
          Cuando hablo de experiencia me refiero a la experiencia personal y, también, a la experiencia colectiva, a la experiencia social. Pues el sentido de la lectura y el de la escritura —no deberíamos pensar en una sin la otra—, como el de la estrella en soledad, como el de la calavera y las tibias, como el del juego de pelota, como el de una película o un programa de televisión, se construyen en una dimensión eminentemente social, cultural, aunque esto muchas veces no se tome en cuenta cuando, más allá de la indispensable alfabetización, nos ocupamos de la formación de lectores.
Quiero decir con esto que en general no tratamos un texto como tratamos una película o un partido de béisbol. No lo convertimos en tema de comentarios y discusiones; no lo compartimos con la misma vitalidad ni lo incorporamos tan profunda y vigorosamente al acervo de nuestras experiencias comunes. Tal vez porque, en realidad, muchas veces nosotros mismos no somos lectores tan genuinos ni tan avezados como deberíamos. Mientras los maestros no se conviertan en lectores, en lectores auténticos, en lectores de literatura —ningún lector está completo si no lo es también de literatura— y no solamente de los textos que les pide su profesión —esa es una manera de ser analfabetos por especialización— será poco lo que puedan hacer para convertir en lector a los demás.
          El diálogo, la dimensión social, colectiva de la lectura, es esencial para construir la comprensión. Con la ventaja de que esa dimensión se extiende en el espacio y en el tiempo al través de la propia lectura.
¿Cómo se aprende a comprender? ¿Por qué no alcanzo a entender aquellas cinco y media líneas en que arrancaron estas digresiones? Si regreso a ese texto tropiezo con palabras y con combinaciones de palabras a las que no alcanzo a atribuir ningún sentido, ningún significado; frente a ellas soy incapaz de relacionarlas con ninguna experiencia, con ninguna parcela de conocimiento anterior. Nada me dice multicolinealidad. Frente a análisis de regresión, estimación paramétrica o modelos econométricos uniecuacionales no acierto a componer ninguna imagen mental. Al llegar a este texto mi ignorancia me desarma. No tengo modo de atribuirle significado. No lo comprendo.
Si algún día me interesa penetrar en el mundo de los modelos econométricos uniecuacionales y de los análisis de regresión, necesitaré apropiarme de su lenguaje, tendré que ir construyendo una red de referentes que les dé sentido y significado. Cada parcela de conocimiento consiste en un espacio particular del lenguaje, en una red de referentes particular.
¿Cómo podemos facilitar, propiciar la comprensión? ¿Cómo pueden los maestros, por ejemplo, alentar en los alumnos la capacidad de comprensión? Hemos hablado de una experiencia compartida. Quiero señalar que esa experiencia deberá estar orientada a formar nuevas redes de referentes, a enriquecer las que ya se conocen, a capacitar al lector primerizo para que lo haga por cuenta propia. (Eso mismo es lo que hacemos en un partido de fútbol, ante una película, una pintura, un edificio o una persona desconocida.)
          ¿Qué puedo decirle a ese lector que no comprendió los versos de sor Juana, o al que simplemente se emocionó al escucharlos sin saber lo que dicen? ¿Cómo puedo ayudarlo para que vaya construyendo su comprensión?
          Tal vez convendría le diera aviso de las delicias que el barroco encontró en el hipérbaton, ese gusto por dar a las partes de la oración un orden distinto al acostumbrado. Que le hiciera ver que allí donde sor Juana dice:

Piramidal, funesta, de la Tierra
nacida sombra, al Cielo encaminaba
de vanos obeliscos punta altiva,

la ortodoxia gramatical preferiría algo así como "Una sombra nacida de la Tierra, piramidal y funesta, encaminaba al Cielo la punta altiva del obelisco que formaba". Y que al verso

          sumisas sólo voces consentía

preferiría decir "consentía sólo voces sumisas". Y no estaría mal contarle cómo gozó y animó el siglo de oro, en toda Europa y en sus dominios trasatlánticos, los viejos fantasmas del mundo clásico, al punto de que quien ignore la mitología griega y latina quedará al margen de una enorme cantidad de lecturas de esta época, en la vieja y en la Nueva España. De ese mundo procede esa diosa

          que tres veces hermosa
          con tres hermosos rostros ser ostenta,

es decir, la Luna, igualmente bella, misteriosa y divina en sus tres fases.
          Tal vez podría pedirle que imagine a la Tierra en el espacio; que imagine el cono —una pirámide de base circular— de sombra que, iluminada por el Sol, la Tierra proyecta en dirección de las estrellas, cuya altiva punta parece querer oscurecerlas. Y que, en esa imagen mental, vea cómo las estrellas, fuera del alcance de esa pavorosa sombra fugitiva (pasajera, fugaz, cambiante), se mantienen siempre exentas (libres), siempre brillantes, pues el atezado ceño (la furia sombría) de ese obelisco de sombra (vano por fracasar en su intento y por ser intangible) no llega siquiera a traspasar la esfera de la Luna (la primera de las once esferas concéntrica cuyo centro, en el sistema de Tolomeo, ocupaba la Tierra) y, por lo tanto, a su convexo, a su cara exterior. Así que la pirámide de sombras quedaba dueña solamente del aire que empeñaba, que oscurecía con un propio aliento, y contenta (contenida, limitada) a la quietud de su imperio silencioso, admitía solamente las voces sumisas (apagadas) de las aves nocturnas, tan graves y oscuras que ni siquiera interrumpían el silencio.
          Con esas noticias, con esta nueva red de referentes, con la lectura de otros autores barrocos que la irá haciendo crecer y lo irá familiarizado con los recursos literarios de aquel tiempo, con las nuevas lecturas de la misma obra, con la frecuentación del texto, El sueño de sor Juana irá cobrando sentido y significado —espero —para ese imaginado lector.
          Pues la lectura misma, cuando es auténtica, cuando no es simulada; es decir, cuando su propósito esencial es dar sentido y significado al texto, constituye un instrumento inmejorable para construir y ampliar las redes de referentes que todo lector necesita para construir la comprensión de un texto. Por eso un lector se hace leyendo y compartiendo —con vivos y muertos— su lectura. Por eso la acumulación de lecturas nos habilita para emprender otras lecturas más complejas, que demanden más nuestra participación, que nos obliguen a ampliar nuestras redes de referentes, nuestros conocimientos. Por eso cada lector, en la medida en que lee más, textos más ricos, más exigentes, se va haciendo mejor lector. Porque va haciendo crecer su capacidad de comprensión; es decir, su capacidad de placer.


NOTAS.




* Esta plática fue presentada en la Habana, Cuba, en la sala José Lezama Lima, de Pabexpo, el domingo 8 de febrero de 1998, durante la VIII Feria internacional del libro de la Habana. Universidad de México. Revista de la Universidad nacional autónoma de México, núm. 569, junio de 1998, pp. 55-59 (Este texto hace parte de El buen lector se hace, no nace. Reflexiones sobre lectura y formación de lectores).
1 Diego sentido como una forma de aprehensión más bien emocional, intuitiva, que nos lleva a integrar a nuestra experiencia un signo, como el sentimiento de orgullo y pertenencia que puede despertar en alguien el himno nacional, aunque no entienda lo que dice: Con significado me refiero a una operación más intelectual, que no excluye las emociones pero que exige el manejo de ideas y de información.
2 Llamo en mi auxilio, para gozo del lector el testimonio de Juan José Arreola:

Esta escuela, donde tuve la crisis, no fue desde luego la primera de mi vida. Antes había asistido al Colegio de San Francisco, donde no estaba formalmente inscrito, me dejaban entrar a los salones de primero, segundo, más tarde a los de tercero o cuarto. Por eso a los tres años ya sabía yo leer, y fue cuando me aprendí de memoria "El Cristo de Temaca".

        Hay en la peña de Temaca un Cristo.
        Yo, que su rara perfección he visto.
        Jurar puedo
        Que lo pintó Dios mismo con su dedo.
        En vano corre la impiedad maldita
        y ante el portento la contienda entabla.
        El Cristo aquel parece que medita
        Y parece que habla...
            [...]

No voy a presumir con el propósito de que yo entendía algo de texto que recitaba de memoria. Nada más afirmo que sentía mucho las palabras que iba diciendo a media lengua. Pero lo que se dice "entender" sólo entendía "entabla", y eso por una tablita que hacía de puentecito sobre un hilo de agua que marcaba el límite entre un patio cubierto y uno descubierto, al pie de un lavadero. Al ser pisada la tablita, el agua bajo ella salpicaba levemente al tiempo que se producía un breve chasquido, mientras yo repetía, destrozándolo, el verso del padre Plasencia: "...entabla, la contienda entabla". (Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso. Consejo nacional para la cultura y las artes, México, 1994, pp. 33-34.)
3 Todo eso a lo que se le presta atención en esos vanos y lastimosos concursos que con frecuencia se organizan para encontrar al "niño lector del estado", o de la escuela, o de donde sea, como si se tratara de un fenómeno de feria.
        Tengo a la vista la convocatoria para un "Concurso regional de lectura en escuela primaria", organizado por las autoridades educativas de Guanajuato, que fue lanzada el 16 de noviembre de 1998. En su cláusula octava se especifican los aspectos que serán calificados en las tres etapas del concurso (por escuela, por zona y por sector): "postura, fluidez, acentuación, puntuación y pronunciación clara". Todo eso poco tiene que ver con una genuina operación de lectura. Como es evidente, la atención se concentra en aspectos secundarios y no en la comprensión del texto. Este tipo de actividades favorece la simulación de la lectura.
        Que esta convocatoria proceda de Guanajuato es un hecho meramente circunstancial; acaba de llegar a mis manos, pero eso no revela ninguna tendencia local. Estos concursos son una tradición nacional y se organizan en todas partes.
        Entra en la liza, para nuevo regocijo del lector, Julio Cortázar. No se refiere concretamente a la lectura, pero si al problema que significa mantener la preocupación por las formas por encima de la preocupación por el entendimiento:

...También cuando estuve en Cuba me encontré con jóvenes intelectuales que se sonreían irónicamente al recordar cómo Lezama [Lima] suele pronunciar caprichosamente el nombre de algún poeta extranjero; la diferencia empezaba en el momento en que esos jóvenes, puestos a decir algo sobre el poeta en cuestión, se quedaban en la buena fonética mientras que Lezama, en cinco minutos de hablar de él, los dejaba a todos mirando para el techo. El subdesarrollo tiene uno de sus índices en lo quisquillosos que somos para todo lo que toca la corteza cultural, las apariencias y chapa en la puerta de la cultura. Sabemos que Dylan se dice Dílan y no Dáilan como dijimos la primera vez (y nos miramos irónicos o nos corrigieron o nos olimos que algo andaba mal); sabemos exactamente cómo hay que pronunciar Caen y Laon y Sean O'Casey y Gloucester. Está muy bien, lo mismo que tener las uñas limpias y usar desodorantes. Lo otro empieza después, o no empieza. Para muchos de los que con una sonrisa le perdonan la vida a Lezama, no empieza ni antes ni después, pero las uñas, se los juro, perfectas. (La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI, Madrid, 1972, tomo II, P. 52.)
 
5 Arreola lo subraya con malicia, al recordar su confusión pueril entre el verbo entablar y el sustantivo tabla. Véase la nota 2.
6 El cuento es tan breve que no resisto la tentación de reproducirlo completo:

—Hace tanto tiempo—me dijo al oído, jadeante todavía, y se acodó a mi lado, desnuda como el viento.
Sombras sobre sombras; una línea de luz en las cadera. Sus ojos brillaban en secreto. Comencé a besarle las axilas; bajé a mordiscos por el perfil de luna; me detuve en las corvas; la escuche suspirar.
—Sigueme soñando — le supliqué—. No vayas a despertar.

[La Musa y el Garabato. Fondo de cultura económica, México, 1992, pp. 19-20.]

lunes, 8 de julio de 2013

Cómo lee el mal lector

C. S. Lewis, mejor conocido por ser el autor de la famosa serie de libros Las crónicas de Narnia, también fue un intuitivo “teórico” de la lectura, que en un volumen más bien breve (La experiencia de leer) nos legó algunas de las más inspiradoras páginas a propósito de la pasión por el lenguaje que constituye todo gran acercamiento al acto de lectura, aparentemente tan sencillo y tan poco digno de atención.



 Por C.S. Lewis


Es fácil establecer un contraste entre la apreciación puramente musical de una sinfonía y la actitud de aquellas personas para quienes su audición es tan sólo, o sobre todo, un punto de partida para alcanzar cosas tan inaudibles (y, por lo tanto, tan poco musicales) como las emociones y las imágenes visuales. En cambio, en el caso de la literatura nunca puede haber una apreciación puramente literaria similar a la que permite la música. Todo texto literario es una secuencia de palabras, y los sonidos (o sus equivalentes gráficos) son palabras en la medida en que a través de ellos la mente alcanza algo que está más allá. Ser una palabra significa precisamente eso. Por tanto, aunque atravesar los sonidos musicales para llegar a algo inaudible y no musical pueda ser una mala manera de abordar la música, atravesar las palabras para llegar a algo no verbal y no literario no es una mala manera de leer. Es, simplemente, leer. Si no, deberíamos decir que leemos cuando dejamos que nuestros ojos se paseen por las páginas de un libro escrito en una lengua que desconocemos, y podríamos leer a los poetas franceses sin necesidad de aprender el francés. Lo único que exige la primera nota de una sinfonía es que sólo prestemos atención a ella. En cambio, la primera palabra de la Riada dirige nuestra mente hacia la ira: hacia algo que conocemos al margen del poema e, incluso, al margen de la literatura.
Con esto no quiero prejuzgar acerca de la discusión entre quienes afirman que «un poema no debería significar sino ser» y quienes lo niegan. Sea o no esto cierto del poema, no cabe duda de que las palabras que lo integran deben significar. Una palabra que sólo «fuese», y que no «significase», no sería una palabra. Esto vale incluso para la poesía sin sentido. En su contexto, boojum no es un mero ruido. Si interpretásemos el verso de Gertrude Stein a rose is a rose («una rosa es una rosa») como arose is arose («surgió es surgió»), ya no sería el mismo verso.
Cada arte es él mismo y no cualquier otro arte. Por tanto, todo principio general que descubramos deberá tener una forma específica de aplicación en cada una de las artes. Lo que ahora nos interesa es descubrir cómo se aplica correctamente a la lectura la distinción que hemos establecido entre usar y recibir. ¿Qué actitud del lector carente de sensibilidad literaria corresponde a la concentración exclusiva del oyente sin sensibilidad musical en la «melodía principal», y al uso que éste hace de ella? Para averiguarlo podemos guiarnos por el comportamiento de esos lectores. A mi entender éste presenta las siguientes características:
Nunca, salvo por obligación, leen textos que no sean narrativos. No quiero decir que todos lean obras de narrativa. Los peores lectores son aquellos que viven pegados a «las noticias». Día a día, con apetito insaciable, leen acerca de personas desconocidas que, en lugares desconocidos y en circunstancias que nunca llegan a estar del todo claras, se casan con (o salvan, roban, violan o asesinan a) otras personas igualmente desconocidas. Sin embargo, esto no los diferencia sustancialmente de la categoría inmediatamente superior: la de los lectores de las formas más rudimentarias de narrativa. Ambos desean leer acerca del mismo tipo de hechos. La diferencia consiste en que los primeros, como Mopsa en la obra de Shakespeare, quieren «estar seguros de que esos hechos son verdaderos». Ello se debe a que es tal su ineptitud literaria que les resulta imposible considerar la invención una actividad lícita o tan siquiera posible. (La historia de la crítica literaria muestra que Europa tardó siglos en superar esta barrera.)
No tienen oído. Sólo leen con los ojos. Son incapaces de distinguir entre las más horribles cacofonías y los más perfectos ejemplos de ritmo y melodía vocálica. Esta falta de discernimiento es la que nos permite descubrir la ausencia de sensibilidad literaria en personas que por lo demás ostentan una elevada formación. Son capaces de escribir «la relación entre la mecanización y la nacionalización» sin que se les mueva un pelo.
Su inconsciencia no se limita al oído. Tampoco son sensibles al estilo, e incluso llegan a preferir libros que nosotros consideramos mal escritos. Haced la prueba y ofreced a un lector de doce años sin sensibilidad literaria (no todos los muchachitos de esa edad carecen de ella) La isla del tesoro a cambio de la historieta de piratas que constituye su dieta habitual; o bien, a un lector de la peor clase de ciencia ficción Los primeros hombres en la luna de Wells. A menudo os llevaréis una desilusión. Al parecer les estaréis ofreciendo el tipo de cosas que les gustan, pero mejor hechas: descripciones que realmente describen, diálogos bastantes verosímiles, personajes claramente imaginables. Picotearán un poco aquí y allá, y en seguida lo dejarán de lado. Ese tipo de libro contiene algo que los desconcierta.
Les gustan las narraciones en las que el elemento verbal se reduce al mínimo: «tiras» donde la historia se cuenta en imágenes, o filmes con el menor diálogo posible.
Lo que piden son narraciones de ritmo rápido. Siempre debe estar «sucediendo» algo. Sus críticas más comunes se refieren a la «lentitud», al «detallismo», etc., de las obras que rechazan.
No es difícil descubrir el origen de todo esto. Así como el oyente que no sabe escuchar música sólo se interesa por la melodía, el lector sin sensibilidad literaria sólo se interesa por los hechos. El primero descarta casi todos los sonidos que la orquesta produce realmente: lo único que quiere es tararear la melodía. El segundo descarta casi todo lo que hacen las palabras que tiene ante sus ojos: lo único que quiere es saber qué sucedió después.
Sólo lee relatos porque únicamente en ellos puede encontrar hechos. Es sordo para el aspecto auditivo de lo que lee porque el ritmo y la melodía no le sirven para descubrir quién se casó con (o salvó, robó, violó o asesinó a) quién. Le gustan las «tiras» y los filmes donde casi no se habla porque en ellos nada se interpone entre él y los hechos. Y les gusta la rapidez porque en un relato muy rápido sólo hay hechos.
Sus preferencias estilísticas requieren un comentario más extenso. Podría parecer que se tratase en este caso de un gusto por lo malo como tal, por lo malo en virtud de su maldad. Sin embargo, creo que no es así.
Tenemos la impresión de que nuestro juicio sobre el estilo de una persona, palabra por palabra y oración por oración, es instantáneo. Sin embargo, siempre es posterior, por infinitesimal que sea el intervalo, al efecto que las palabras y las oraciones producen en nosotros. Cuando leemos en Milton la expresión «sombra escaqueada» en seguida imaginamos cierta distribución de las luces y de las sombras, que se nos aparece con una intensidad e inmediatez desacostumbradas, produciéndonos placer. Por tanto, concluimos que la expresión «sombra escaqueada» es un ejemplo de buen estilo. El resultado demuestra la excelencia de los medios utilizados. La claridad del objeto demuestra la calidad de la lente con que lo miramos. Si, en cambio, leemos el pasaje del final de Guy Mannering, donde el héroe contempla el cielo y ve los planetas «rodando en su líquida órbita de luz», la imagen de los planetas rodando ante los ojos, o de las órbitas visibles, es tan ridicula que ni siquiera intentamos construirla. Aunque interpretásemos que órbitas no es el término deseado, sino orbes, la cosa no mejoraría, porque a simple vista los planetas no son orbes o esferas, ni siquiera discos. Lo único que encontramos es confusión. Por tanto, decimos que ese pasaje de Scott está mal escrito. La lente es mala porque no podemos ver a través de ella. Análogamente, cada oración que leemos proporciona o no satisfacción a nuestro oído interior. Sobre la base de esta experiencia declaramos que el ritmo del autor es bueno o malo.
Cabe señalar que todas las experiencias en que se basan nuestros juicios dependen de que tomemos en serio las palabras. Si no prestamos plena atención tanto al sonido como al sentido, si no estamos sumisamente dispuestos a concebir, imaginar y sentir lo que las palabras nos sugieren, seremos incapaces de tener esas experiencias. Si no tratamos realmente de mirar la lente, no podremos descubrir si ésta es buena o mala. Nunca podremos saber si un texto es malo, a menos que hayamos empezado por tratar de leerlo como si fuese bueno, para luego descubrir que con ello el autor estaba recibiendo un cumplido que no merecía. En cambio, el mal lector nunca está dispuesto a prodigar a las palabras más que el mínimo de atención que necesita para extraer del texto los hechos. La mayoría de las cosas que proporciona la buena literatura —y que la mala no proporciona— son cosas que ese lector no desea y con las que no sabe qué hacer.
Por eso no valora el buen estilo. Por eso, también, prefiere el mal estilo. Los dibujos de las «tiras» no necesitan ser buenos: si lo fuesen, su calidad constituiría incluso un obstáculo. Porque cualquier persona u objeto ha de poder reconocerse en ellos de inmediato y sin esfuerzo. Las figuras no están para ser examinadas en detalle sino para ser comprendidas como proposiciones; apenas se diferencian de los jeroglíficos. Pues bien: la función que desempeñan las palabras para el mal lector es más o menos ésa. Para él, la mejor expresión de un fenómeno o de una emoción (las emociones pueden formar parte de los hechos) es el cliché más gastado: porque permite un reconocimiento inmediato. «Se me heló la sangre» es un jeroglífico que representa el miedo. Lo que un gran escritor haría para tratar de expresar la singularidad de determinado miedo supone un doble obstáculo para este tipo de lector. De una parte, se le ofrece algo que no le interesa. De la otra, eso sólo se le ofrece si está dispuesto a dedicar a las palabras una clase y un grado de atención que no desea prodigarles. Es como si alguien tratase de vendernos algo que no nos sirve a un precio que no queremos pagar. El buen estilo le molestará porque es demasiado parco para lo que le interesa, o bien porque es demasiado rico. En un pasaje de D. H. Lawrence donde se describe un paisaje boscoso —o en otro de Ruskin, que describe un valle rodeado de montañas— encontrará muchísimo más de lo que es capaz de utilizar. Pero quedará insatisfecho con el siguiente pasaje de Malory: «Llegó ante un castillo grande y espléndido, con una poterna hacia el mar, que estaba abierta y sin guardia; en la entrada sólo había dos leones, y la luna brillaba». Tampoco estaría satisfecho si en lugar de: «Se me heló la sangre» leyese: «Tenía un miedo terrible». Para la imaginación del buen lector, este tipo de enunciación escueta de los hechos suele ser más evocativa. Pero el malo no se conforma con que la luna brille. Preferiría que le dijeran que el castillo estaba «sumido en el plateado diluvio de la luz lunar». Esto se explica en parte por la escasa atención que presta a las palabras. Si algo no se destaca, si el autor no lo «adereza», lo más probable es que pase inadvertido. Pero lo decisivo es que busca el jeroglífico: algo que desencadene sus reacciones estereotipadas ante la luz de la luna (desde luego, tal como aparece en los libros, las canciones y los filmes; creo que los recuerdos del mundo real son muy tenues e influyen apenas en su lectura). Por tanto, su manera de leer adolece paradójicamente de dos defectos. Carece de la imaginación atenta y obediente que le habría permitido utilizar cualquier descripción completa y detallada de una escena o de un sentimiento. Y, de otra parte, también le falta la imaginación fecunda, capaz de construir (en el momento) la escena basándose en los meros hechos. Por tanto, lo que pide es un decoroso simulacro de descripción y análisis, que no requiera una lectura atenta, pero que baste para hacerle sentir que la acción no se desarrolla en el vacío: algunas referencias vagas a los árboles, la sombra y la hierba, en el caso de un bosque; o alguna alusión al ruido de botellas destapadas y a mesas desbordantes, en el caso de un banquete. Para esto, nada mejor que los clichés. Este tipo de pasajes le impresionan tanto como el telón de fondo al aficionado al teatro: nadie le presta realmente atención, pero todos notarían su ausencia si no estuviera allí. Así pues, el buen estilo casi siempre molesta, de una manera u otra , a este tipo de lector. Cuando un buen escritor nos lleva a un jardín suele darnos una imagen precisa de ese jardín particular en ese momento particular —descripción que no necesita ser larga, pues lo importante es saber seleccionar—, o bien se limita a decir: «Fue en el jardín, por la mañana temprano». Al mal lector no le gusta una cosa ni la otra. Lo primero le parece mero «relleno»: quiere que el autor «se deje de rodeos y vaya al grano». Lo segundo le espanta como el vacío: allí su imaginación no puede respirar.
Hemos dicho que el interés de este tipo de lector por las palabras es tan reducido que su uso de ellas dista mucho de ser pleno. Pero conviene señalar la existencia de un tipo diferente de lector, que se interesa muchísimo más por ellas, si bien no de la manera correcta. Me refiero a los que llamo «fanáticos del estilo». Cuando cogen un libro, estas personas se concentran en lo que llaman su «estilo» o su «lenguaje». El juicio que éste les merece no se basa en sus cualidades sonoras ni en su capacidad expresiva, sino en su adecuación a ciertas reglas arbitrarias. Para ellos, leer es una caza de brujas permanentemente dirigida contra los americanismos, los galicismos, las oraciones que acaban con una preposición y la inserción de adverbios en los infinitivos. No se preguntan si el americanismo o el galicismo en cuestión enriquece o empobrece la expresividad de nuestra lengua. Tampoco les importa que los mejores hablantes y escritores ingleses lleven más de un milenio construyendo oraciones acabadas con preposiciones. Hay muchas palabras que les desagradan por razones arbitrarias. Una es «una palabra que siempre han odiado»; otra «siempre les sugiere determinada cosa». Ésta es demasiado común; aquélla, demasiado rara. Son las personas menos cualificadas para opinar sobre el estilo, porque jamás aplican los únicos dos criterios realmente pertinentes: los que sólo toman en cuenta (como diría Dryden) su aspecto «sonante y significante». Valoran el instrumento por cualquiera de sus aspectos menos por su idoneidad para realizar la función que se le ha asignado; tratan la lengua como algo que «es», no como algo que «significa»; para criticar la lente la miran en lugar de mirar a través de ella. Se ha dicho muchas veces que la ley sobre la obscenidad literaria se aplicaba exclusivamente contra determinadas palabras, y que los libros no se prohibían por su intención sino por su vocabulario; de manera que un escritor podía administrar sin trabas a su público los afrodisíacos más poderosos siempre y cuando fuese capaz —¿qué escritor competente no lo es?— de evitar los vocablos interdictos. Los criterios del fanático del estilo son tan ineficaces —aunque por otra razón— como los de esa ley; equivocan su objetivo de la misma manera. Si la mayoría de las personas son iliteratas, él es «antiliterato». Crea en la mente de esas personas (que, por lo general, han tenido que soportarlo en la escuela) una aversión hasta por la palabra estilo, y una profunda desconfianza por todo libro del que se diga que está bien escrito. Si estilo es lo que aprecia el fanático del estilo, entonces esa aversión y esa desconfianza están totalmente justificadas.
Como ya he dicho, el oyente que no sabe escuchar música selecciona la melodía principal; la utiliza para tararearla o silbarla, y para entregarse a ensoñaciones emocionales e imaginativas. Por supuesto, las melodías que más le gustan son las que más se prestan a ese tratamiento. Del mismo modo, el mal lector selecciona los hechos, «lo que sucedió». Los tipos de hechos que más le gustan concuerdan con la forma en que los utiliza. Podemos distinguir tres tipos principales.
Le gusta lo «emocionante»: los peligros inminentes y los escapes por un tris. El placer consiste en la permanente excitación y distensión de la ansiedad (indirecta). El hecho de que existan jugadores demuestra que muchas personas encuentran placer incluso a través de la ansiedad real, o, al menos, que ésta es un ingrediente necesario de la actividad placentera. La popularidad de que gozan las demostraciones de los rompecoches y otros espectáculos de ese tipo demuestra que la sensación de miedo, cuando va unida a la de un peligro real, es placentera. Las personas de espíritu más templado buscan el peligro y el miedo reales por mero placer. En cierta ocasión un montañero me dijo lo siguiente: «Una ascensión sólo es realmente divertida si en algún momento uno jura que si logra bajar con vida jamás volverá a subir a una montaña». El hecho de que la persona que no sabe leer bien desee «emociones» no tiene nada de asombroso. Es un deseo que todos compartimos. A todos nos gusta estar pendientes de un final reñido.
En segundo lugar, le gusta que su curiosidad sea excitada, exacerbada y, finalmente, satisfecha. De ahí la popularidad de los relatos de misterio. Este tipo de placer es universal y, por tanto, no necesita explicación. A él se debe gran parte de la alegría que siente el filósofo, el científico o el erudito. Y también el cotilla.
En tercer lugar, le gustan los relatos que le permiten participar —indirectamente, a través de los personajes— del placer o la dicha. Esos relatos son de varios tipos. Pueden ser historias de amor, que, a su vez, pueden ser sensuales y pornográficas o sentimentales y edificantes. Pueden ser relatos cuyo tema sea el éxito en la vida: historias sobre la alta sociedad o, simplemente, sobre la vida de gente rica y rodeada de lujos. Será mejor no suponer que en cualquiera de estos casos el placer indirecto siempre es un sucedáneo del placer real. No sólo las mujeres feas y no amadas leen historias de amor; no todos los que leen historias sobre éxitos son unos fracasados.
Distingo entre estas clases de historias por razones de claridad. De hecho, la mayoría de los libros sólo pertenecen en su mayor parte pero no por completo a una u otra de dichas clases. Los relatos de emoción o de misterio suelen incluir —a menudo automáticamente— un «toque» de amor. La historia de amor, el idilio o el relato sobre la alta sociedad deben tener algún ingrediente de suspense y ansiedad, por trivial que sea.
Que quede bien claro que el lector sin sensibilidad literaria no lee mal porque disfrute de esta manera con los relatos, sino porque sólo es capaz de hacerlo así. Lo que le impide alcanzar una experiencia literaria plena no es lo que tiene sino lo que le falta. Bien podría haber hecho una cosa sin dejar de hacer las otras. Porque hay buenos lectores que también disfrutan de esa manera cuando leen buenos libros. A todos se nos corta la respiración mientras el Cíclope tantea el cuerpo del carnero que transporta a Ulises, y nos preguntamos cómo reaccionará Fedra (e Hipólito) ante el inesperado regreso de Teseo, o cómo influirá la deshonra de la familia Bennet sobre el amor de Darcy por Elizabeth. Nuestra curiosidad se excita muchísimo cuando leemos la primera parte de Confesiones de un pecador justificado, o al enterarnos del cambio de conducta del general Tilney. Deseamos intensamente poder descubrir quién es el desconocido benefactor de Pip en Grandes esperanzas. Cada estrofa de The House of Busirane de Spenser estimula nuestra curiosidad. En cuanto al goce indirecto de la dicha imaginada, la mera existencia del género pastoril le asegura un puesto respetable en la literatura. Y en los demás géneros, si bien no exigimos que todo relato tenga un final feliz, cuando éste se produce, y encaja bien y está bien hecho, disfrutamos, sin duda, de la dicha de los personajes. Estamos dispuestos incluso a disfrutar indirectamente de la realización de deseos totalmente irrealizables, como los de la escena de la estatua en Cuento de invierno; porque ¿hay acaso deseo más irrealizable que el de que resucite la persona a quien hemos tratado con crueldad e injusticia, y que ésta nos perdone, y que «todo vuelva a ser como antes»? Quienes sólo buscan en la lectura esa felicidad indirecta son malos lectores; pero se equivocan quienes afirman que el buen lector nunca puede gozar también de ella.