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viernes, 10 de diciembre de 2021

La naturaleza de la diversión

 

¿Es el acto creativo un acto de diversión o de trabajo? ¿Un entretenimiento o una disciplina? Estas parecen ser parte de las preguntas que se planteó David Foster Wallace al iniciar la escritura de este breve y bello texto en el que aborda, de una manera personal, la raíz de toda escritura, la raíz de todo arte. La fuerza de este texto radica precisamente en esa mirada personal sobre la propia obra que nos ofrece DFW, descarnadamente narrada en Todas las historias de amor son historias de fantasmas. David Foster Wallace. Una biografía, de D.T. Max, de quien apenas tuvimos tres novelas, una de ellas significativamente caníbal y póstuma [The pale king].

Para toda persona que se haya entregado alguna vez al ejercicio de escritura, a la creación de personajes, espacios y hechos, no resultará desconocido el sentimiento descrito por el autor norteamericano acerca de la propia escritura, sus fallas y posibilidades, la inquisitiva inseguridad del autor en ciernes. Esperamos que este texto los impulse un poco más.

 

 

* * *

 

Por David Foster Wallace

 

La mejor metáfora que conozco de la condición de escritor de narrativa se encuentra en Mao II, donde Don DeLillo representa un libro en proceso de escritura como un niño repulsivamente deforme que sigue al escritor a todas partes, yéndole eternamente detrás a cuatro patas (es decir, reptando por el suelo de los restaurantes donde el escritor está intentando comer, apareciendo a primera hora de la mañana a los pies de su cama, etcétera), repulsivamente defectuoso, hidrocefálico y sin nariz y con aletas en vez de brazos e incontinente y retrasado y babeando líquido cerebroespinal por la boca mientras lloriquea y gorgotea y llama al escritor, pidiéndole amor, pidiéndole eso que su misma repulsividad le garantiza que va a obtener: la atención total del escritor.

El tropo de la criatura deforme es perfecto porque capta la mezcla de repulsión y de amor que todo escritor de narrativa siente hacia la obra en la que está trabajando. La narración siempre nace horrorosamente defectuosa, siempre constituye una traición repugnante a todas las esperanzas que habías puesto en ella… una caricatura cruel y repelente de la perfección de su concepción… sí, a ver si lo entiendes: es grotesca por imperfecta, y sí, es tuya, esa criatura, eres tú, y tú la quieres y la meces en tu regazo y le limpias el fluido cerebroespinal de la barbilla caída con el puño de la única camisa limpia que te queda porque llevas tres semanas sin lavar ropa puesto que por fin parece que cierto capítulo o personaje está a punto de acabar de dibujarse y funcionar y a ti te aterra dedicar tiempo a cualquier cosa que no sea trabajar en él porque si apartas la vista ni aunque sea un segundo lo perderás todo, condenando a la criatura a la repugnancia continuada. Y sucede que tú amas al niño deforme y te compadeces de él y lo cuidas, pero también lo odias —lo odias— porque es deforme y repelente, porque algo grotesco le sucedió durante el parto de la cabeza a la página; lo odias porque su deformidad es tu deformidad (puesto que si fueras mejor escritor de narrativa tu criatura, por supuesto, se parecería a esos bebés de los catálogos de venta de ropa para bebés, perfectos y rosados y cerebroespinalmente continentes) y cada una de sus respiraciones repugnantes e incontinentes es una acusación devastadora dirigida a ti, a todos los niveles… de manera que lo quieres ver muerto, por mucho que lo adores y lo quieras y lo limpies y lo mezas y a veces hasta le apliques la reanimación cardiopulmonar cuando parece que su propia condición grotesca le ha obstruido la respiración y corre el riesgo de morirse.

Todo esto es muy sucio y triste, sí, pero al mismo tiempo es tierno y conmovedor y noble y mola —es una relación genuina, por decirlo así—, e incluso en lo peor de su repugnancia el niño deforme consigue conmoverte y despertar cosas en ti que tú sospechas que se cuentan entre las mejores que tienes dentro: cosas maternales y oscuras. Tú quieres mucho a tu criatura. Y quieres que lo amen también los demás, cuando por fin llegue el momento de que el niño deforme salga y haga frente al mundo. De manera que ocupas una posición algo incierta: amas a la criatura y quieres que la amen los demás, pero eso quiere decir que confías en que los demás no la vean de forma correcta. Es algo así como que quieres engañar a la gente: quieres que vean como perfecto lo que tú en tu corazón sabes que es una traición de toda perfección.

Mejor dicho, no es que quieras engañar a esa gente; lo que quieres es que esa gente vea y ame a un bebé de anuncio, encantador, milagroso y perfecto, y que tengan razón, que estén en lo cierto en lo que ven y sienten. Quieres ser tú el que se equivoca terriblemente: quieres que la repugnancia del niño deforme resulte no ser nada más que una extraña alucinación engañosa que has tenido. Pero eso significaría que estás loco: que en realidad esas deformidades repulsivas que has visto, que te han perseguido y te han hecho encogerte de asco no existen (o por lo menos otros te convencen de eso). Lo cual quiere decir que te falta más de un tornillo y más de dos, está claro. Y lo que es peor: también significaría que ves y desprecias la repugnancia de algo que  has hecho (y amas), en tu propio vástago, que en cierta forma eres . Y esta última esperanza preferible representaría algo mucho peor que el mero hecho de ser un mal padre; sería una modalidad terrible de asalto a ti mismo, prácticamente una tortura que te infligirías a ti mismo. Y sin embargo, sigue siendo lo que más quieres: equivocarte de forma garrafal, demente y suicida.

Pese a todo, es muy divertido. No me malinterpreten. En cuanto a la naturaleza de esa diversión, no puedo dejar de recordar una pequeña y extraña historia que oí en catequesis cuando yo era más o menos del tamaño de una boca de incendios. Tiene lugar en China o en Corea o en algún sitio por el estilo. Parece ser que había una vez un viejo granjero en las afueras de una aldea de las colinas que trabajaba en su granja con la única ayuda de su hijo y su amado caballo. Un día el caballo, que no solo era muy querido, sino que también resultaba vital para el fatigoso trabajo de la granja, abrió la cerradura de su cuadra o lo que fuera y se escapó a las colinas. Todos los amigos del viejo granjero lo visitaron para lamentarse de que hubiera tenido mala suerte. El granjero se limitó a encogerse de hombros y decir: «Mala suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de un par de días el amado caballo regresó de las colinas en compañía de toda una valiosísima manada de caballos salvajes, y todos los amigos del granjero acudieron a felicitarlo por la buena suerte en que se había convertido el hecho de que se le escapara el caballo. «Buena suerte o mala suerte, ¿quién lo sabe?», fue lo único que les dijo a modo de respuesta el granjero, encogiéndose de hombros. Ahora que lo pienso, el granjero me suena un poco yiddish para ser un viejo granjero chino, pero es así como yo lo recuerdo. De manera que el granjero y su hijo se pusieron a domar a los caballos salvajes, y uno de los caballos se encabritó y descabalgó al hijo con tanta brutalidad que el hijo se rompió una pierna. Y pronto llegaron otra vez los amigos a compadecerse del granjero y maldecir la mala suerte que le habían traído aquellos malditos caballos salvajes a su granja. El viejo granjero se volvió a encoger de hombros y dijo: «Mala suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de unos días el Ejército Imperial sino-coreano o quien fuera que entró desfilando en la aldea, reclutando a la fuerza a todo hombre físicamente apto de entre diez y sesenta años para convertirlo en carne de cañón en algún conflicto repulsivamente sanguinario que al parecer se estaba cociendo, vio la pierna rota del hijo y lo dejó en paz por no cumplir con los criterios de aptitud física feudal, de manera que en lugar de ser llevado a la fuerza el hijo pudo quedarse en la granja con el viejo granjero. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte?

Esta es la clase de esperanza alegórica a la que te aferras desesperadamente cuando te planteas la cuestión de la diversión como escritor. Al principio, cuando empiezas a probar a escribir narrativa, todo está orientado a divertirte. No esperas que nadie más te lea. Lo escribes prácticamente todo para excitarte a ti mismo. Para permitirte tus fantasías y tu lógica desviada y también para eludir o bien transformar partes de ti mismo que no te gustan. Y funciona, y es muy divertido. Luego, si tienes buena suerte y parece que a la gente le gusta lo que escribes, y encima te pagan por ello, y consigues ver tus cosas impresas de forma profesional y encuadernadas y acompañadas de frases promocionales de otros autores y reseñadas y hasta (en una ocasión) leídas en el metro por la mañana por una chica guapa a la que ni siquiera conoces, todavía parece que la cosa sea más divertida. Al principio. Luego las cosas empiezan a complicarse y a volverse confusas, y hasta a dar miedo. Ahora tienes la sensación de que estás escribiendo para otra gente, o por lo menos en eso confías. Ya no estás escribiendo únicamente para excitarte a ti mismo, lo cual —puesto que toda masturbación es solitaria y vacía— probablemente esté bien. Pero ¿qué reemplaza a la motivación onanista? Has descubierto que disfrutas mucho del hecho de que a la gente le guste tu escritura, y también descubres que tienes muchas ganas de que a la gente le gusten las cosas nuevas que escribes. La motivación de la pura diversión personal empieza a ser suplantada por la motivación de gustar, de que haya gente guapa a la que no conoces que te aprecie y te admire y te considere buen escritor. El onanismo da paso al intento de seducción, como motivación. Ahora bien, el intento de seducción resulta muy trabajoso, y su diversión se ve compensada por un miedo terrible al rechazo. Sea lo que sea el «ego», tu ego acaba de entrar en juego. O tal vez «vanidad» sea una palabra mejor. Porque te das cuenta de que gran parte de tu escritura se ha convertido en puro exhibicionismo, en intentar que la gente te considere bueno. Y es comprensible. Ahora estás poniendo mucho de ti mismo en juego, cuando escribes; y también está en juego tu vanidad. Descubres algo peliagudo que tiene la escritura de narrativa: que para ser capaz de escribirla es necesaria cierta cantidad de vanidad, pero que cualquier cantidad de vanidad por encima de la estrictamente necesaria resulta letal. Llegando a este punto, más del noventa por ciento de las cosas que estás escribiendo ya están motivadas e informadas por una necesidad abrumadora de gustar. Y esto genera una narrativa de mierda. Y la obra de mierda debe acabar en la papelera, no tanto por una cuestión de integridad artística como por el simple hecho de que la obra de mierda va a hacer que no gustes. Llegado este punto de la evolución de la diversión del escritor, la misma cosa que siempre te ha motivado para escribir ahora te está motivando también para tirar lo que escribes a la papelera. Se trata de una paradoja y de una especie de dilema irresoluble, que puede provocar que te pases encerrado en ti mismo meses o incluso años, durante los cuales te dedicas a lamentarte y rechinar los dientes y quejarte de tu mala suerte y preguntarte con amargura adónde se puede haber ido toda la diversión de la escritura.

La respuesta inteligente, creo yo, es que escapar de ese dilema pasa por conseguir regresar lentamente a tu motivación original: la diversión. Y si consigues volver a la diversión, descubrirás que a fin de cuentas el repulsivamente desgraciado dilema irresoluble que experimentaste durante tu periodo de vanidad te ha traído buena suerte. Porque la diversión a la que regresas ahora ha sido transfigurada por lo desagradable de la vanidad y el miedo, que ahora tienes tantas ansias de evitar que la diversión que redescubres pertenece a una modalidad mucho más plena y generosa. Tiene algo que ver con el concepto de Trabajo Como Juego. O bien con el descubrimiento de que la diversión disciplinada es mucho más divertida que la diversión impulsiva o hedonista. O bien con darte cuenta de que no todas las paradojas tienen que ser paralizantes. Bajo la nueva administración de la diversión, escribir narrativa se convierte en una forma de adentrarte en ti mismo e iluminar esas mismas cosas que no querías ver ni que nadie más viera, y resulta (paradójicamente) que estas cosas son justamente las cosas que todos los escritores y lectores comparten y sienten, y a las que reaccionan. La narrativa se convierte en una forma extraña de aceptarte a ti mismo y de decir la verdad en lugar de ser una forma de escapar de ti mismo o de presentarte a ti mismo de una forma que supones que hará que le gustes al máximo número de personas. Se trata de un proceso complicado, que confunde y da miedo, y también muy trabajoso, pero que resulta ser la mejor diversión que existe.

El hecho de que ahora puedas mantener la diversión de la escritura justamente por medio de hacer frente a las mismas partes no divertidas de ti mismo que antes habías intentado evitar o camuflar por medio de la escritura ya no constituye ninguna clase de paradoja. Se trata, en cambio, de una especie de milagro, y, comparada con él, la recompensa del afecto de los desconocidos no es más que polvo o pelusa.

 

Nota general: Ensayo publicado, en 1998, en la revista Fiction Writer Magazine, e incluido posteriormente en la antología Why I Write: Thoughts on the Craft of Fiction. A nosotros ha llegado mediante En cuerpo y en lo otro (2013), colección de ensayos publicada por Mondadori, en traducción de Javier Calvo.

 

domingo, 6 de septiembre de 2020

El advenimiento, y caída, del enmascaramiento, por David Foster Wallace.


Considerado uno de los autores más prominentes de la narrativa norteamericana de fin de siglo, Foster Wallace es también reconocido como uno de los analistas más profundos de la naturaleza del comportamiento estadounidense.

De ello da buena cuenta el fragmento que nos hemos tomado la libertad de titular El advenimiento, y caída, del enmascaramiento, perteneciente a la novela La broma infinita, en el que el escritor norteamericano nos narra los avatares de la videocomunicación y las enormes problemáticas suscitadas a partir de su adopción y apogeo, dentro de su universo narrativo. Sin embargo, nos vemos tentados a decir que dicha situación, junto con su respectivo análisis, funciona como espejo de nuestra situación actual, al tener que desplazar de forma abrupta el grueso de nuestras actividades diarias hacia una pantalla, cambiando con ello la forma como nos relacionamos con el otro y la forma como nos concebimos a nosotros mismos como individuos.


Descarga directa:

https://bit.ly/2GvWGvn



viernes, 9 de octubre de 2015

Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he quitado bastante


David Foster Wallace fue considerado, no sin suficientes razones, la revelación de la literatura norteamericana de esos esquivos años noventa, plasmando desde las descarnadas y sinceras voces de sus personajes el crudo panorama de una cultura estadounidense altamente enajenada por el consumismo y su consecuente evasión de la realidad. La Norteamérica retratada por la escritura de DFW no es idílica tanto como no es apocalíptica, pero sí bastante crítica, siempre en la búsqueda de un sentido mayor al del simple derroche hedonista que busca saturar los sentidos en un esquive comprometido de lo que la realidad tiene para ofrecernos. En este sentido, DFW guiaba su trabajo hacia ese espacio minúsculo en que el lector se encuentra con todos los sentidos comprometidos en el acto de lectura que se le plantea, donde el autor juega con el lenguaje tratando de proponerle una lectura divergente tanto de la realidad como del sí mismo culturalmente aceptado (o impuesto en una gran medida por lo externo). Para ello, desde sus primeros trabajos literarios empezó a signar una especie de contrato ético entre su labor como escritor y el público a quien esperaba y buscaba llegar, no complaciéndose solamente en la denuncia de una realidad asfixiante y tramposamente desfigurada a través de los medios de comunicación, no entregándose al relato entretenido de la injusticia socialmente aceptada sin más.

sábado, 13 de septiembre de 2014

The "Priest" they called him






Por William Burroughs




The “Priest” they called him


«Fight tuberculosis, folks». Christmas Eve, an old
junkie selling Christmas seals on North Park Street.
The “Priest”, they called him. «Fight tuberculosis, folks».
People hurried by, gray shadows on a distant wall.
It was getting late and no money to score.
He turned into a side street and the lake wind hit him like a knife.
Cab stop just ahead under a streetlight.
Boy got out with a suitcase. Thin kid in prep school clothes,
familiar face, the Priest told himself, watching from the doorway.
«Remindsme of something a long time ago». The boy, there, with his overcoat
unbuttoned, reaching into his pants pocket for the cab fare.
The cab drove away and turned the corner. The boy went inside
a building. «Hmm, yes, maybe» - the suitcase was there in the doorway.
The boy nowhere in sight. Gone to get the keys, most likely,
have to move fast. He picked up the suitcase and started for the corner.
Made it. Glanced down at the case. It didn't look like the case the boy had,
or any boy would have. The Priest couldn't put his finger on what was so
old about the case. Old and dirty, poor quality leather, and heavy.
Better see what's inside. He turned into Lincoln Park, found an
empty place and opened the case. Two severed human legs that belonged to
a young man with dark skin. Shiny black leg hairs glittered in the
dim streetlight. The legs had been forced into the case and he had to use
his knee on the back of the case to shove them out. «Legs, yet»,
he said, and walked quickly away with the case.
Might bring a few dollars to score. The buyer sniffed suspiciously.
«Kind of a funny smell about it». «It's just Mexican leather».
«Well, some joker didn't cure it».
The buyer looked at the case with cold disfavor.
«Not even right sure he killed it, whatever it is.
Three is the best I can do and it hurts. But since this is Christmas
and you're the Priest...», he slipped three bills under the table into the
Priest's dirty hand. The Priest faded into the street shadows, seedy
and furtive. Three cents didn't buy a bag, nothing less than a nickel.
Say, remember that old Addie croaker told me not to come back unless
I paid him the three cents I owe him. Yeah, isn't that a fruit for ya,
blow your stack about three lousy cents.
The doctor was not pleased to see him.

«Now, what do you WANT? I TOLD you!»
The Priest laid three bills on the table. The doctor put the
money in his pocket and started to scream.
«I've had TROUBLES! PEOPLE have been around!
I may lose my LICENSE!» The Priest just sat there, eyes, old and heavy with
years of junk, on the doctor's face.
«I can't write you a prescription». The doctor jerked open a drawer
and slid an ampule across the table. «That's all I have in the OFFICE!»
The doctor stood up. «Take it and GET OUT!» he screamed, hysterical.
The Priest's expression did not change.

The doctor added in quieter tones, «After all, I'm a professional man,
and I shouldn't be bothered by people like you».
«Is that all you have for me? One lousy quarter G? Couldn't you lend
me a nickel...?» «Get out, get out, I'll call the police I tell you».
«All right, doctor, I'm going». Of course it was cold and far to walk,
rooming house, a shabby street, room on the top floor.
«These stairs», coughed the Priest there, pulling himself up along the
bannister. He went into the bathroom, yellow wall panels,
toilet dripping, and got his works from under the washbasin.
Wrapped in brown paper, back to his room, get every drop in the dropper.

He rolled up his sleeve. Then he heard a groan from next door,
room eighteen. The Mexican kid lived there, the Priest had passed him on
the stairs and saw the kid was hooked, but he never spoke, because he
didn't want any juvenile connections, bad news in any language.
The Priest had had enough bad news in his life.
He heard the groan again, a groan he could feel, no mistaking that groan
and what it meant. «Maybe he had an accident or something.
In any case, I can't enjoy my priestly medications with that sound coming
through the wall». Thin walls you understand. The Priest put down his
dropper, cold hall, and knocked on the door of room eighteen.
«Quién es?» «It's the Preist, kid, I live next door».
He could hear someone hobbling across the floor.

A bolt slid. The boy stood there in his underwear shorts, eyes black with
pain. He started to fall. The Priest helped him over to the bed.
«What's wrong, son?» «It's my legs, señor, cramps, and now I am without
medicine». The Priest could see the cramps, like knots of wood there
in the young legs, dark shiny black leg hairs.
«A few years ago I damaged myself in a bicycle race,
it was then that the cramps started». And now he has the leg cramps back
with compound junk interest. The old Priest stood there, feeling the boy
groan. He inclined his head as if in prayer, went back and got his dropper.
«It's just a quarter G, kid». «I do not require much, señor».

The boy was sleeping when the Priest left room eighteen.
He went back to his room and sat down on the bed.
Then it hit him like heavy silent snow. All the gray junk yesterdays.
He sat there received the immaculate fix. And since he was himself a priest,
there was no need to call one.




Le decían “El Cura”.


«Combatan la tuberculosis, amigos». Vísperas de Navidad. Un viejo
drogo vendiendo estampitas de Navidad en North Park Street.
Le decían “El Cura”. «Combatan la tuberculosis, amigos».
Gente apurada, sombras grises en una pared lejana.
Se hacía tarde y no había de dónde sacar plata.
Dobló en una calle lateral y el viento del lago lo golpeó como cuchillo.
Taxi se detiene ahí delante, bajo el poste de luz.
Chico sale con un bolso. Un niño flaco con ropa de colegio,
cara conocida, se dice a sí mismo el Cura,  que mira desde la entrada.
«Me hace acordar a algo tiempo atrás». El chico, ahí, con su abrigo
desabrochado, buscando en el bolsillo del pantalón la plata para el taxi.
El taxi aceleró y dobló en la esquina. El chico entró
en un edificio. «Mmm, sí, seguramente» – el bolso estaba ahí en la entrada.
Había perdido de vista al chico. Fue a buscar las llaves, probablemente,
tengo que moverme rápido. Levantó el bolso y emprendió hacia la esquina
Lo logró. Un vistazo al bolso. No se parece al que tenía el chico
o al que cualquier chico tendría. El Cura no podía precisar por qué
el bolso parecía tan viejo. Viejo y sucio, cuero de mala calidad, y pesado.
Mejor veo lo que tiene. Dobló en Lincoln Park, encontró un
lugar vacío y abrió el bolso. Dos piernas humanas amputadas que pertenecían
a alguien joven de piel oscura. Pelos brillantes de pierna negra resplandecían
bajo la débil luz de la calle. Las piernas habían sido metidas a la fuerza en el
bolso y tuvo que poner su rodilla atrás del bolso para sacarlas. «Piernas, efectivamente»,
dijo, y caminó apurado con el bolso en la mano.
Quizás puedo sacar unos dólares. El comprador olfateó con desconfianza.
«Tiene como un olor raro». «Es cuero mexicano».
«Algún gracioso se olvidó de curarlo».
El comprador miró el bolso con fría desaprobación.
«Ni siquiera estoy seguro de que esté muerto, sea lo que sea.
Tres es lo mejor que puedo hacer y me duele. Pero como es Navidad
y eres el Cura…» deslizó tres monedas por debajo de la mesa sobre la
mano sucia del Cura. El Cura se desvaneció en la sombra de las calles, sórdido
y furtivo. Tres centavos no compran un bolso, por lo menos cinco.
¡Vaya! Recuerda que el viejo rompebolas de Addie me dijo que no volviera salvo que
le pague los tres centavos que le debo. Sí, no ganas nada,
se calienta por tres míseros centavos.
El doctor no estaba feliz de verlo.

«Y ahora, ¿qué QUIERES? ¡TE LO DIJE!»
El Cura apoyó tres monedas sobre la mesa. El doctor guardó
la plata en su bolsillo y empezó a gritar.
«¡Tuve PROBLEMAS! ¡LA GENTE anda dando vueltas!
¡Podría perder mi LICENCIA!» El Cura permaneció sentado ahí, los ojos, viejos y pesados
de años de basura, posados en la cara del doctor.
«No puedo hacerte una prescripción». El médico abrió de golpe el cajón 
y deslizó una ampolla a través de la mesa. «¡Es lo único que tengo en la OFICINA!»
El doctor se incorporó. «Toma y ¡LÁRGATE!», le gritó, histérico.
El Cura ni siquiera se inmutó.

El doctor agregó, en un tono más sosegado, «Después de todo soy un profesional,
y gente como tú no tendría que venir a joderme».
«¿No tienes nada más para mí? ¿Un mísero cuarto? ¿Podrías fiarme
cinco…?» «Lárgate, lárgate o llamo a la policía».
«Todo bien, doctor, me voy». Claro que hacía frío y estaba lejos como para caminar,
la pensión, una calle echa mierda, habitación en el último piso.
«Estos escalones», el Cura tosió ahí, sosteniéndose en la
baranda. Entró al baño, paneles amarillos por pared,
el baño goteando, y sacó sus herramientas de abajo del lavabo.
Envueltas en papel marrón, regresa a su pieza, a poner cada gota en el gotero.

Se arremangó. Entonces escuchó un quejido que venía de la puerta de al lado,
habitación dieciocho. El chico mexicano vive ahí, el Cura se lo había cruzado en
la escalera y vio que el chico andaba con abstinencia, pero no dijo nada, porque
no quería ninguna conexión con pendejos, malas noticias en cualquier idioma.
El Cura había tenido suficientes malas noticias en toda su vida.
Escuchó, otra vez, el quejido, un quejido que podía sentir, sin confundir aquel quejido
y lo que significaba. «En una de ésas tuvo un accidente o algo.
Como sea, no puedo disfrutar de mi medicina sacerdotal con ese sonido que
atraviesa la pared». Paredes delgadas, ustedes entienden. El Cura dejó el
gotero, pasillo helado, y golpeó en la puerta de la habitación dieciocho.
 «¿Quién es?[1]» «El Cura, hijo, vivo acá al lado».
Podía escuchar a alguien cojeando por la habitación.

Corrió el cerrojo. El chico parado ahí en calzoncillos, ojos afligidos en
dolor. Empezó a caerse. El Cura lo ayudó a acostarse en la cama.
«¿Qué pasa, hijo?» «Son mis piernas, señor, las convulsiones, y ahora no tengo
más medicamentos». El Cura podía ver las convulsiones, como nudos de madera
ahí sobre las piernas jóvenes, pelos brillantes de pierna negra.
«Hace unos años tuve un accidente en una carrera de bicicletas,
ahí empezaron las convulsiones». Y ahora volvieron las convulsiones en las piernas,
mezcladas con el interés por esa basura. El viejo Cura se detuvo, sintiendo el quejido
del chico. Inclinó su cabeza como en un rezo, volvió a su habitación y agarró su gotero,
 «Sólo es un cuarto, hijo». «No necesito mucho más, señor».

El chico estaba dormido cuando el Cura abandonó la habitación dieciocho.
Regresó a su pieza y se sentó en la cama.
Entonces le pegó como una nieve pesada y silenciosa. Toda esa gris basura del pasado.
Se sentó ahí a recibir el pase inmaculado. Y como él mismo era un Cura,
no era necesario llamar a uno.



[1] En español en el original.