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miércoles, 24 de julio de 2013

El despreciable optimismo



Por Luis Tejada


El optimismo es una aberración intelectual tan interesante, por lo menos, como el pesimismo, pero evidentemente más falsa, y hasta en cierto modo más perjudicial. El optimista es el ser racional por excelencia, y precisamente por eso se encuentra siempre equivocado y su concepto del mundo es ilusorio. La razón y la experiencia van siempre en sentidos opuestos o sentidos paralelos, pero nunca concuerdan exactamente en la naturaleza. Racionalmente el sol debería girar alrededor de la tierra; eso sería lo lógico porque así lo vemos, porque así aparece a los ojos del ser racional que contempla el fenómeno. Sin embargo no es así. La verdad es el absurdo, lo que nadie hubiera podido creer: ¡que nosotros giremos alrededor del sol! Transportando al terreno de las ideas este criterio, da un resultado idéntico. El optimista cree por ejemplo, que la paz debe existir en el mundo; que no es lógico ni razonable que los hombres se maten unos a otros. Es claro, los hombres no deben matarse y el optimista tiene toda la razón. Sólo que la razón no está de acuerdo con la verdad experimental; la naturaleza esta vez, como siempre, opta por el absurdo y los hombres se matan y seguirán matándose, ¡y el que los hombres se maten viene a constituir ya un fenómeno natural y matemático como la fijeza del sol!
Desde ese punto de vista, el criterio del pesimista es rigurosamente científico; el pesimista como la ciencia, elabora sus teorías sobre la experiencia de los hechos. Su concepto del mundo es sombrío, doloroso y aparentemente absurdo. El pesimista dice, por ejemplo: "el hombre, es hoy tan cruel como ayer". Bastaría una deducción lógica para llegar a creer que el hombre no debe ser tan cruel hoy como hace dos mil años. ¿Y la educación, y el influjo de las nociones cristianas, y la selección espiritual, y las ideas de fraternidad? Sin embargo, los hechos cotidianos y generales, vienen a comprobar experimentalmente la teoría pesimista: la historia de la última guerra o las estadísticas criminales, son lo verdadero, aun cuando no sean lo razonable.
El pesimista es, pues, analítico; el optimista es deductivo. Pero la deducción lleva al error fundamental de querer acomodar el mundo a ciertas ideas preconcebidas, a cierto ideal determinado. El optimista se obstina en barnizar y embellecer el universo a su manera, sin tener en cuenta una circunstancia capital: que la naturaleza es sencillamente inmodificable.
El pesimista es más sincero con la vida, y decididamente más cuerdo. Sólo que no ama el mundo, y ese puede ser su error: no comprende que a pesar de todas sus imperfecciones, o precisamente por ellas, el mundo es perfecto, en sentido general y acomodaticio. El mundo es condescendiente con todos, y es como todos quieren que sea. Al único que no da gusto es al optimista. Por eso el optimista es el ser más desgraciado de la Tierra.



viernes, 14 de junio de 2013

Elegía a los perros muertos

Ante la estupidez confederada de nuestros legisladores, ya no es suficiente con encogerse de hombros y suspirar quedo. ¿Qué podríamos responderle entonces al concejal Antonio Jesús Vélez Correa, del municipio de Concordia (Antioquia), ante la desproporcionada propuesta que ha dilucidado? (Ver información detallada).
Vale la pena recordar el hermoso texto escrito por Luis Tejada, el poeta de los cronistas, acerca de esos invisibles habitantes y desplazados en su propia tierra, que también son los perros que pueblan nuestras calles.




Por Luis Tejada


El asesinato de los perros urbanos es un gran crimen que está cometiendo la ciudad, y que tiene ya muchos pobres hogares de duelo en la casa estrecha del suburbio, el perro es una prolongación vital de la familia, una especie de segundo hijo menor mimado y regañado al mismo tiempo, que comparte íntimamente la vida común y que posee una personalidad acentuada dentro del concierto familiar; se habla de él con naturalidad, se le tiene en cuanta, se le considera inconscientemente como a una débil persona querida, sin voz pero con voto efectivo en las menudas decisiones del hogar; podría decirse que se acumula en él ese excedente de cariño que siempre existe vagamente y que es, quizá, el cariño que se iba a dedicar a los niños fracasados o que se tiene en potencia para los que no han nacido todavía o para los que no nacerán ya; el perro es, en esas casas reducidas de muy íntima y estrecha comunidad familiar, como un término medio entre el hijo menor y los hijos futuros, como una personificación anticipada de la probable ascendencia.
Por eso la matanza colectiva de perros caseros, es, en cierto modo, una degollación de los inocentes, una tragedia herodiana que puebla las calles de dulces cadáveres calientes y llena de dolorosa estupefacción a los corazones ingenuos que no podrán comprender jamás por qué se asesina al pequeño ser expresivo, de húmedos ojos afectuosos, de rosada lengua palpitante, de castos dientes de mujer, de profunda alma abierta a todas las virtudes heroicas; al pequeño ser tan lleno de inteligencia y conciencia, tan eminentemente espiritual, que desaloja a nuestro rededor tanta frialdad y tanta soledad como la presencia de la mujer amada o del amigo preferido; que transcurre a nuestro lado mirándonos calladamente, con una mirada más honda, más elocuente y más conmovedora que todas las palabras del mundo, aún las santas y terribles palabras de los profetas y los niños.
Yo no creo que haya un alma irradiante y eterna en el hombre, ese pedazo de carne fría y brutal; pero si el alma existe como una esencia pura, noble y superviviente, allí y nada más allí tiene que estar detrás de las pupilas cálidas del perro. Y si es verdad que hay un paraíso póstumo, una patria supraterrestre de selección, debe ser para recibir en ella a las almas buenas de los perros; paraíso con niños juguetones y senderos de arena donde puedan estirar sus ágiles piernas y pasear su serena alegría; y con una luna pálida por las noches para que fijen en ella sus ojos enigmáticos preñados de pensamiento.




jueves, 8 de noviembre de 2012

La canción de la bala



Por  Luis Tejada*


La civilización va a desaparecer víctima de una pequeña máquina hija de la civilización: el revólver.
El revólver, catapulta de bolsillo, que lanza la bala leve, ágil y perforante. La bala es la polilla de la humanidad; como microbio tenaz roe y pudre las entrañas de los hombres y convierte en polvo la carne.
Gusanillo de hierro, devorador de cadáveres vivos, hermano de los gusanos de las tumbas; ejecutor de justicias, mensajero de rencores, caballero alado de la muerte.
¿Qué pensará el buen obrero de ojos sencillos, que habita probablemente en la casita blanca de arrabal y tiene tres niños retozones y una mujer alegre y sonrosada; qué pensará el buen obrero al forjar las balas en su taller? No sabrá, sin duda, que esa, tan esbelta y pulida, impulsada por la mano ilusa del ácrata, irá a taladrar la frente de un rey; ni que esa otra, vibrante y fría, desgarrará el seno trémulo de la mujer que engañó, ni que aquella otra servirá un día al conspirador monárquico para apagar la luz libertadora en el cerebro del reformador.
Y no sabrá tampoco el buen obrero que unas y otras, las justas y las injustas, las que llevan un mensaje de odio o las que van a realizar una sublime idea, las que vengan al amante, las que suprimen al espía; las que hielan al pensador, las que atravesaron a Jaurés, sacrificado en aras de un restringido ideal patriótico y las que intentaron matar a Clemenceau, guiadas por un amplio ideal humanitario, las que derribaron a Canalejas porque era un grande hombre, y las que derribaron a Dato porque no lo era, las que eliminan a la princesa inocente, y al sátrapa oprobioso, todas van a colaborar en la oscura obra de la transformación del mundo como los ciegos gusanos de las tumbas que preparan la materia para un nuevo florecimiento.
¡Una racha admirable y misteriosa de locura cruza la tierra; en Londres gélido y en Berlín burgués, la bala, alegre y musical, canta en los oídos la canción de la muerte fecunda! Estamos amigos míos, en la era de la bala; descubrámonos ante nuestra señora la Pistola, virgen de siete ojos y larga nariz, virgen vendada e iluminada, que trae en su seno la libertad de los pueblos que está arrasando todas las tiranías, las aristocráticas y las democráticas, las de la sangre y las de la ambición; que está preparando el advenimiento del único reinado humano y justo: el del hombre simple, del buen hombre, del hombre.

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* Luis Tejada Cano apenas vivió 26 años (1898-1924), sin que esto fuese un obstáculo para hacer de su obra una de las más importantes de la literatura nacional. Preñadas con un estilo vivo, mordaz y terriblemente divertido, solamente comparable a las Especulaciones de Alfred  Jarry, las crónicas de Tejada retratan con extrema exactitud el crecimiento de la ciudad, así como el de las angustias y soledades que la fueron poblando. Nacido en el seno de la tradición liberal, recorrería un buen trecho del país en busca de ventura y nombre, terminaría curtiendo su escritura en tal medida sobria y en la que una poética oculta termina por cautivar al lector. Tejada, sin duda, era el poeta de los cronistas, dotando cada página escrita de una fuerza indeterminada que terminaría por imponerla —a pesar de lo que la etimología de crónica pueda llevarnos a pensar— en el tiempo, constituyendo un retrato del hombre, atemporal, imperecedero.