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miércoles, 4 de junio de 2014

Visita a Freud



Por  Giovanni Papini



Viena, 8 mayo



Había comprado en Londres, hacía dos meses, un hermoso mármol griego de la época helenista, que representa, según los arqueólogos, a Narciso. Sabiendo que Freud cumplía anteayer sus setenta años —nació el 6 de mayo de 1856— le envié como regalo la estatua, con una carta de homenaje al «descubridor del Narcisismo».
Este regalo bien elegido me ha valido una invitación del patriarca del Psicoanálisis. Ahora vuelvo de su casa y quiero, inmediatamente, apuntar lo esencial de la conversación.
Me ha parecido un poco abatido y melancólico.
—Las fiestas de los aniversarios —me ha dicho— se parecen demasiado a las conmemoraciones y recuerdan demasiado a la muerte.
Me ha impresionado el corte de su boca: una boca carnosa y sensual, un poco de sátiro, que explica visiblemente la teoría de la «libido». Se ha mostrado contento, sin embargo, al verme y me ha dado las gracias, con calor, por el Narciso.
—Su visita constituye para mí un gran consuelo. Usted no es ni un enfermo, ni un colega, ni un discípulo, ni un pariente. Yo vivo todo el año entre histéricos y obsesos que me cuentan sus liviandades —casi siempre las mismas—; entre médicos que me envidian cuando no me desprecian, y con discípulos que se dividen en papagayos crónicos y en ambiciosos cismáticos. Con usted puedo, al fin, hablar libremente. He enseñado a los demás la virtud de la confesión y no he podido nunca abrir enteramente mi alma. He escrito una pequeña autobiografía, pero más que nada para fines de propaganda, y si alguna vez he confesado, ha sido, por fragmentos, en la Traumdeutung. Nadie conoce o ha adivinado el verdadero secreto de mi obra. ¿Tiene una idea del Psicoanálisis?
Contesté que había leído algunas traducciones inglesas de sus obras y que únicamente para verle había venido a Viena.
—Todos creen —añadió— que yo me atengo al carácter científico de mi obra y que mi objetivo principal es la curación de las enfermedades mentales. Es una enorme equivocación que dura desde hace demasiados años y que no he conseguido disipar. Yo soy un hombre de ciencia por necesidad, no por vocación. Mi verdadera naturaleza es de artista. Mi héroe secreto ha sido siempre, desde la niñez, Goethe. Hubiera querido entonces llegar a ser un poeta y durante toda la vida he deseado escribir novelas. Todas mis aptitudes, reconocidas incluso por los profesores del Instituto, me llevaban a la literatura. Pero si usted tiene en cuenta las condiciones en que se hallaba la literatura en Austria en el último cuarto del siglo pasado, comprenderá mi perplejidad. Mi familia era pobre, y la poesía, según testimoniaban los más célebres contemporáneos, rendía poco o demasiado tarde. Además era hebreo, lo que me ponía en condiciones de manifiesta inferioridad en una monarquía antisemita. El destierro y el mísero fin de Heine me desalentaban. Elegí, siempre bajo la influencia de Goethe, las ciencias de la Naturaleza. Pero mi temperamento continuaba siendo romántico: en 1884, para poder ver algunos días antes a mi novia, alejada de Viena, emborroné un trabajo sobre la coca y me dejé arrebatar por otros la gloria y las ganancias del descubrimiento de la cocaína como anestésico.
»En 1885 y 1886 viví en París; en 1889 permanecí algún tiempo en Nancy. Estas permanencias en Francia ejercieron una decisiva influencia sobre mi espíritu. No sólo por lo que aprendí de Charcot y de Bernheim, sino también porque la vida literaria francesa era, en aquellos años, riquísima y ardiente. En París, como buen romántico, pasaba horas enteras en las torres de Notre Dame, pero por las noches frecuentaba los cafés del barrio latino y leía los libros más en boga en aquellos años. La batalla literaria se hallaba en pleno desarrollo. El Simbolismo levantaba su bandera contra el Naturalismo. El predominio de Flaubert y de Zola se iba sustituyendo, entre los jóvenes, por el de Mallarmé y de Verlaine. Al poco de haber llegado yo a París apareció A rebours, de Huysmans, discípulo de Zola, que se pasaba al decadentismo. Y me hallaba en Francia cuando se publicó Jadis et naguére, de Verlaine, y fueron recogidas las poesías de Mallarmé y las Illuminations, de Rimbaud. No le doy estas noticias para alardear de mi cultura, sino porque estas tres escuelas literarias —el Romanticismo, hacía poco tiempo muerto, el Naturalismo, amenazado, y el Simbolismo naciente— fueron las inspiraciones de mi trabajo ulterior.
Freud, por Juan Osborne.
»Literato por instinto y médico a la fuerza, concebí la idea de transformar una rama de la medicina —la psiquiatría— en literatura. Fui y soy poeta y novelista bajo la figura de hombre de ciencia. El Psicoanálisis no es otra cosa que la transformación de una vocación literaria en términos de psicología y de patología.
»El primer impulso para el descubrimiento de mi método nace, como era natural, de mi amado Goethe. Usted sabe que escribió Werther para librarse del íncubo morboso de un dolor: la literatura era, para él, «catarsis». ¿Y en qué consiste mi método para la curación del histerismo sino en hacérselo contar «todo» al paciente para librarle de la obsesión? No hice nada más que obligar a mis enfermos a proceder como Goethe. La confesión es liberación, esto es, curación. Lo sabían desde hace siglos los católicos, pero Víctor Hugo me había enseñado que el poeta es también sacerdote, y así sustituí osadamente al confesor. El primer paso estaba dado.
»Me di cuenta bien pronto de que las confesiones de mis enfermos constituían un precioso repertorio de «documentos humanos». Yo hacía, por tanto, un trabajo idéntico al de Zola. Él sacaba, de aquellos documentos, novelas; yo me veía obligado a guardarlos para mí. La poesía decadente llamó entonces mi atención sobre la semejanza entre el sueño y la obra de arte y sobre la importancia del lenguaje simbólico. El Psicoanálisis había nacido, no, como dicen, de las sugestiones de Breuer o de los atisbos de Schopenhauer y de Nietzsche, sino de la transposición científica de las Escuelas literarias amadas por mí.
»Me explicaré más claramente. El Romanticismo, que, recogiendo las tradiciones de la poesía medieval, había proclamado la primacía de la pasión y reducido toda pasión al amor, me sugirió el concepto del sensualismo como centro de la vida humana. Bajo la influencia de los novelistas naturalistas, yo di del amor una interpretación menos sentimental y mística, pero el principio era aquél.
»El Naturalismo, y sobre todo Zola, me acostumbró a ver los lados más repugnantes, pero más comunes y generales, de la vida humana; la sensualidad y la avidez bajo la hipocresía de las bellas maneras: en suma, la bestia en el hombre. Y mis descubrimientos de los vergonzosos secretos que oculta el subconsciente no son más que una nueva prueba del despreocupado acto de acusación de Zola.
»El Simbolismo, finalmente, me enseñó dos cosas: el valor de los sueños, asimilados a la obra poética, y el lugar que ocupan el símbolo y la alusión en el arte, esto es, en el sueño manifestado. Entonces fue cuando emprendí mi gran libro sobre la interpretación de los sueños como reveladores del subconsciente, de ese mismo subconsciente que es la fuente de la inspiración. Aprendí de los simbolistas, que todo poeta debe crear su lenguaje, y yo he creado, de hecho, el vocabulario de los sueños, el idioma onírico.
»Para completar el cuadro de mis fuentes literarias, añadiré que los estudios clásicos —realizados por mí como el primero de la clase—, me sugirieron los mitos de Edipo y de Narciso; me enseñaron, con Platón, que el estro, es decir, el surgir del inconsciente, es el fundamento de la vida espiritual, y finalmente, con Artemidoro, que toda fantasía nocturna tiene su recóndito significado.
»Que mi cultura es esencialmente literaria lo demuestran abundantemente mis continuas citas de Goethe, de Grillparzer, de Heine, y de otros poetas: la forma de mi espíritu se halla inclinada al ensayo, a la paradoja, al dramatismo, y no tiene nada de la rigidez pedante y técnica del verdadero hombre de ciencia. Hay una prueba irrefutable: en todos los países en donde ha penetrado el Psicoanálisis ha sido mejor entendido y aplicado por los escritores y por los artistas que por los médicos.
Mis libros, por otra parte, se semejan mucho más a las obras de imaginación que a los tratados de patología. Mis estudios sobre la vida cotidiana y sobre los movimientos del espíritu son verdadera y genuina literatura, y en Tolera y Tabú me he ejercitado incluso en la novela histórica. Mi más antiguo y tenaz deseo sería escribir verdaderas novelas; poseo un tesoro de materiales de primera mano que harían la fortuna de cien novelistas. Pero temo que ahora sea demasiado tarde.
»De todos modos he sabido vencer, soslayadamente, mi destino, y he logrado mi sueño: continuar siendo un literato aun haciendo, en apariencia, de médico. En todos los grandes hombres de ciencia existe el soplo de la fantasía, madre de las intuiciones geniales, pero ninguno se ha propuesto, como yo, traducir en teorías científicas las inspiraciones ofrecidas por las corrientes de la literatura moderna. En el Psicoanálisis se encuentran y se compendian, expresadas en la jerga científica, las tres mayores Escuelas literarias del siglo XIX: Reine, Zola y Mallarmé se unen en mí, bajo el patronato de mi viejo Goethe. Nadie se ha dado cuenta de este misterio que está a la vista y no lo hubiera revelado a nadie si usted no hubiese tenido la óptima idea de regalarme una estatua de Narciso.
Al llegar a este punto, la conversación se desvió; hablamos de América, de Keyserling y finalmente, de los vestidos de las vienesas. Pero lo único que vale la pena de ser consignado en el papel es lo que ya he escrito. En el momento de despedirme de Freud, éste me recomendó el silencio acerca de su confesión:
—Usted no es escritor ni periodista por fortuna. y estoy seguro de que no difundirá mi secreto.
Le tranquilicé, y con sinceridad: estos apuntes no están destinados a ser impresos.




lunes, 14 de abril de 2014

Non Sancta: Responso

A propósito de Non Sancta: Nosotros, que no somos creyentes más que de las semivacaciones de Semana Santa, que no creemos más que en los domingos de resurrección de resaca, hemos decidido iluminar estos días, para nada santos, con la reflexión en torno a la irreligiosidad, a las razones por las cuales resulta más lógico creer en la inexistencia de un ser superior que rige nuestros destinos como quien se dedica a jugar The Sims o Monopolio (y que, cómo no, tira el tablero de una patada o golpea con furia el teclado cuando la jugada se le sale de las manos). Nosotros, como Einstein, creemos que Dios no juega a los dados. De hecho, creemos que no juega. Es más, creemos que no existe.
Creyentes, abstenerse.


* * *

Henry Louis Mencken, conocido en su época como “el sabio de Baltimore”, fue un respetado y fecundo periodista, crítico y escritor. Nietzscheano definitivo, prosista suspicaz y fiel defensor de los derechos civiles hasta sus últimas consecuencias, hoy día presa del olvido (y del desconocimiento), nos quedan sus nada ortodoxos textos, en los que desde una posición inamovible se encargó de combatir contra el fundamentalismo cristiano (y religioso en general) que parecía mantener infectada cada una de las ramas de la sociedad norteamericana. Allí donde la religión metiera su puntiaguda nariz, Mencken se juraría como su principal detractor; tan enconado y combativo era el escepticismo que defendía. En 1931 el estado de Arkansas, en un extraño arrebato de humor negro pocas veces visto, terminaría emitiendo una moción para rezar por el alma de Mencken, después que éste se refiriera al estado como la “Cúspide de la estupidez”.
Mencken nunca cejó en su empeño por derribar las barreras religiosas e ideológicas que pretendían mantener a raya la marea del librepensamiento y de las libertades individuales, llegando a ser, incluso, malinterpretado en múltiples aspectos (algunos de sus detractores han creído ver en sus escritos una apología del nazismo, cuando en realidad fue uno de los primeros periodistas americanos en exhortar por la ayuda de los Estados Unidos a los judíos reprimidos a partir de 1938 en la Alemania nacionalsocialista). Prolífico y polémico, terminaría sus días alejado de la escritura tanto como de la lectura, consecuencias ambas de una trombosis cerebral, plácidamente entre sueños en enero de 1956.
Responso, perteneciente al libro Breviario de la estupidez humana, es una bella y perfecta evocación, propia del pensamiento del escritor norteamericano respecto a la más que evidente muerte en el tiempo de las religiones y las creencias; el ocaso definitivo que antecede a la muerte de los dioses.

* * *

RESPONSO


Por H. L. Mencken


¿Dónde está la tumba de los dioses muertos? ¿Qué deudo tardío riega sus túmulos sepulcrales? Hubo una época en que Júpiter era el rey de los dioses, y cualquiera que dudase de su poder era ipso facto un bárbaro y un ignorante. Pero ¿en qué lugar del mundo hay un hombre que venere hoy a Júpiter? ¿Y qué decir de Huitzilopochtli? En un solo año —y esto sucedió hace apenas cinco siglos— sacrificaron en su honor a cincuenta mil jóvenes y doncellas. Hoy nadie lo recuerda, excepto quizá algún salvaje errabundo perdido en la inmensidad de los bosques mexicanos. Huitzilopochtli, al igual que muchos otros dioses, no tenía un padre humano: su madre era una viuda virtuosa y lo engendró tras un coqueteo aparentemente inocente que mantuvo con el Sol. Cuando él fruncía el ceño, su padre, el Sol, se detenía. Cuando lanzaba rugidos de ira, los cataclismos devoraban ciudades enteras. Cuando tenía sed lo rociaban con cuarenta mil litros de sangre humana. Pero hoy Huitzilopochdi está tan magníficamente olvidado como Allen G. Thurman. Quien fue otrora el par de Alá, Buda y Wotan, lo es hoy de Richmond R Hobson, Nan Patterson, Alton B. Parker, Adelina Patti, el general Weyler y Tom Sharkey.
Al hablar de Huitzilopochtli recordamos a su hermano Tezcatlipoca. Tezcatlipoca era casi tan poderoso como él: consumía veinticinco mil vírgenes al año. Si me conducen hasta su tumba lloraré y colgaré en ella una corona de perlas. Pero ¿quién sabe dónde está? ¿O dónde está la tumba de Quetzalcóatl? ¿O la de Xiehtecutli? ¿O la de Centeotl, tan dulce? ¿O la de Tlazolteotl, la diosa del amor? ¿O la de Mixcóatl? ¿O la de Xipe? ¿O la de toda la legión de Txitzimitles? ¿Dónde están sus huesos? ¿Dónde está el sauce del que cuelgan sus arpas? ¿En qué infierno perdido e ignoto esperan la mañana de la resurrección? ¿Quién disfruta de sus bienes residuales? ¿O dónde está la de Dis, que según descubrió César era el dios principal de los celtas? ¿O la de Tarvers, el toro? ¿O la de Moceos, el cerdo? ¿O la de Epona, la yegua? ¿O la de Mullo, el asno celestial? Hubo una época en que los irlandeses veneraban todos estos dioses, pero hoy incluso el irlandés más borracho se ríe de ellos.
Sin embargo, no están solos en el olvido: el infierno de los dioses muertos está tan poblado como el infierno presbiteriano para párvulos. Allí están Damona, y Esus, y Drunemeton y Silvana, y Dervones, y Adsalluta, y Deva, y Belisama, y Uxellimus, y Borvo, y Grannos, y Mogons. Todos ellos dioses poderosos de su época, venerados por millones, llenos de exigencias e imposiciones, capaces de atar y desatar, todos ellos dioses de primera categoría. Los hombres trabajaban durante generaciones para construirles templos gigantescos, templos con piedras grandes como carretas. El negocio de interpretar sus caprichos ocupaban a miles de sacerdotes, obispos y arzobispos. Dudar de ellos equivalía a morir, generalmente en la pira. Los ejércitos se ponían en campaña para defenderlos de los infieles: quemaban aldeas, masacraban mujeres y niños, robaban el ganado. Pero al fin todos se marchitaron y murieron, y hoy no hay nadie tan desahuciado como para prestarse a honrarlos.
¿Qué se ha hecho de Sutekh, que otrora fue el dios supremo de todo
el valle del Nilo? ¿Qué se ha hecho de:

Reshep                         Baal
Anat                             Astarté
Ashtoret                       Hadad
Nebo                            Dagón
Melek                          Yau
Ahija                            Amón-Ra
Isis                               Osiris
Pta                               Moloch?

Todos estos fueron antaño dioses muy eminentes. El Antiguo Testamento menciona a muchos de ellos con miedo y escalofrío. Hace cinco o seis mil años estaban a la altura del mismo Yaveh. Los peores de ellos estaban mucho más empinados que Thor. Sin embargo, todos se han ido por el sumidero, en compañía de:

Arianrod                       Morrigu
Govannon                     Gunfled
Dagda                           Ogyrvan
Dea Dia                        Iuno Lucina
Saturno                         Furrina
Cronos                          Engurra
Belus                            Ubilulu
U-dimmei-an-kia          U-sab-sib
U-Mersi                        Tammuz
Venus                           Beltis
Nusku                           Aa
Sin                                Apsu
Elali                              Mami
Nuada Argetlam           Tagd
Goibniu                        Odín
Ogma                           Marzin
Marte                           Diana de Éfeso
Robigo                          Plutón
Vesta                            Zer-panitu
Merodach                    Elum
Marduk                        Nin
Perséfone                     Ishtar
Lagas                            Nirig
Nebo                            En-Mersi
Asur                             Beltu
Kuski-banda                 Nin-azu
Zaraqu                          Qarradu
Zagaga                          Ueras


Pídale al párroco que le preste un buen libro de religión comparada: los encontrará enumerados a todos. Eran dioses de alto rango, dioses de pueblos civilizados, en los que creían millones de personas que los veneraban. Todos eran omnipotentes, omniscientes e inmortales. Y todos están muertos.



viernes, 22 de noviembre de 2013

El mito de Sísifo*


Publicado en 1942, en una París ocupada, Sísifo, uno de esos encantadores truhanes que la mitología griega nos ha legado, es recobrado aquí por Camus como la representación de la condición humana en su máxima expresión. Pero ya no como una figura trágica en la que el destino del hombre se encuentre cifrado, como el mismo autor señalara, sino como la figura de una naturaleza absurda que debe tomar conciencia de sí misma y actuar de acuerdo a ello. Recordemos una vez más a Camus con este bello texto.

* * *
Por Albert Camus


Sísifo, por Franz von Stuck.
Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le llevaron a convertirse en el trabajador inútil de los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló los secretos de éstos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Este, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestiales. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Hornero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de las manos de su vencedor.
Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo insepulto en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver el rostro de este mundo, a gustar del agua y del sol, de las piedras cálidas y del mar, ya no quiso volver a la oscuridad infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron de nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca.
Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.
Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.
Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.
Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desmesurada: “A pesar de tantas pruebas, mi avanzada edad y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien”. El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno.
No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la felicidad. “¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?” Pero no hay más que un mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. “Juzgo que todo está bien”, dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres.
Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo súbitamente devuelto a su silencio se elevan las mil vocecitas maravilladas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice “sí” y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.


*Texto tomado de El mito de Sísifo, Alianza Editorial, Madrid, 1985.