Mostrando entradas con la etiqueta Surrealismo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Surrealismo. Mostrar todas las entradas

sábado, 23 de agosto de 2014

Los cantos de Maldoror, II, 9



Naufragio de un carguero,
por Joseph Mallord.



Por Lautrèamont



Yo buscaba un alma que se me asemejara, pero no pude encontrarla. Registré todos los rincones de la tie­rra; mi perseverancia fue inútil. Sin embargo, no po­día permanecer solo. Necesitaba a alguien que apro­bara mi carácter, necesitaba a alguien que tuviera las mismas ideas que yo. Era por la mañana, el sol se ele­vó en el horizonte con toda su magnificencia, y he aquí que ante mis ojos apareció también un joven cuya pre­sencia engendraba flores a su paso. Se aproximó a mí y tendiéndome la mano: «He venido hasta ti, que me buscas. Bendigamos este día feliz». Pero yo: «Vete, no te he llamado, no necesito tu amistad...» Era al atardecer, la noche comenzaba a extender la negrura de su velo sobre la naturaleza. Una hermosa mujer, a la que apenas si podía distinguir, extendía también sobre mí su influencia encantadora, y me miraba con compa­sión; sin embargo, no se atrevía a hablarme. Yo dije: «Aproximate para que pueda distinguir claramente los rasgos de tu rostro, pues la luz de las estrellas no basta para iluminarlo a esta distancia». Entonces, con paso lento y los ojos bajos, caminó sobre la hierba del cés­ped, en dirección a mí. Cuando la pude ver: «Ya veo que la bondad y la inteligencia han hecho su residen­cia en tu corazón: no podríamos vivir juntos. Ahora admiras mi belleza, que ha trastornado a más de una, pero tarde o temprano te arrepentirás de haberme con­sagrado tu amor, pues no conoces mi alma. No es que jamás te fuera infiel: a la que se entrega a mí con tanta confianza y abandono, con la misma confianza y aban­dono me entrego yo; pero métete esto en la cabeza y nunca lo olvides: los lobos y los corderos no se miran con buenos ojos». ¡Qué me hacia falta entonces a mí, que rechazaba con tanta aversión lo que existía de más hermoso en la humanidad! Lo que me hacía falta nunca hubiera sabido decirlo. No estaba todavía acostumbra­do a darme cuenta rigurosamente de los fenómenos de mi espíritu por medio de los métodos que recomienda la filosofía. Me senté en una roca, cerca del mar. Un navío acababa de desplegar todas sus velas para ale­jarse del lugar: un punto imperceptible acababa de apa­recer en el horizonte, y se aproximaba poco a poco, impulsado por el viento, agradándose con rapidez. La tempestad iba a comenzar sus ataques, y el cielo se os­curecía, volviéndose de un color negro casi tan horrible como el corazón del hombre. El navío, que era un gran barco de guerra, acababa de echar todas sus anclas, pa­ra no ser barrido hacia las rocas de la costa. El viento silbaba con furor desde los cuatro puntos cardinales, y convertía a las velas en hilachas. Los truenos estalla­ban en medio de los relámpagos, pero no podían so­brepasar al ruido de los lamentos que se oían en la casa sin cimientos, sepulcro móvil. El bamboleo de las masas acuosas no había llegado a romper las cadenas de las anclas, pero sus golpes habían abierto una vía de agua en los flancos del navío. Brecha enorme, pues las bombas no eran suficientes para achicar las espu­mosas masas de agua salada que se abatían sobre el puente. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. El que no haya visto zozobrar un barco en medio del hu­racán, de la intermitencia de los relámpagos y de la os­curidad más profunda, mientras los que están en él se sienten abrumados por esa desesperación que ya sabéis, ése no conoce los accidentes de la vida. Por último, se escapa un grito universal de inmenso dolor de entre los flancos del barco, mientras el mar redobla sus temi­bles ataques. Es el grito que ha hecho brotar el aban­dono de las fuerzas humanas. Cada uno se envuelve en el manto de la resignación y pone su suerte en las manos de Dios. Se acorralan como un rebaño de bo­rregos. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. Han hecho funcionar las bombas durante todo el día. Es­fuerzos inútiles. La noche llegó, densa, implacable, pa­ra colmar ese espectáculo gracioso. Cada uno se dice que, una vez en el agua, ya no podrá respirar, pues, por muy lejos que haga regresar a su memoria, no re­conoce a ningún pez como antepasado; pero se exhor­ta a contener la respiración el mayor tiempo posible, a fin de prolongar su vida dos o tres segundos más; es la ironía vengadora que quiere enviar a la muerte... El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. No sabe que el barco, al hundirse, ocasiona una poderosa circun­volución de olas en torno a sí mismas, que el limo ce­nagoso se mezcla con las aguas turbias, y que una fuer­za que viene de abajo, contragolpe de la tempestad que hace sus estragos arriba, imprime al elemento unos mo­vimientos bruscos y nerviosos. Así, a pesar del acopio de sangre fría que previamente ha reunido el futuro ahogado, tras una reflexión más amplia, deberá sen­tirse feliz si prolonga su vida en los torbellinos del abis­mo, la mitad de una respiración normal, a fin de ha­cer un buen cálculo. Le será imposible, pues, burlarse de la muerte, su deseo supremo. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. Es un error. No dispara ya cañonazos, no zozobra. La cáscara de nuez se hundió por completo. ¡Oh cielo!, ¡cómo se puede vivir después de haber experimentado tantas voluptuosidades! Aca­baba de ser testigo de las agonías mortales de muchos de mis semejantes. Minuto a minuto había seguido las peripecias de sus angustias. A veces, el bramido de al­guna vieja, enloquecida de miedo, prevalecía en aquel mercado. Otras veces, sólo el gemido de un niño de pe­cho impedía oír las órdenes para las maniobras. El bar­co estaba demasiado lejos para percibir distintamente los gemidos que me traían las ráfagas, pero yo los aproximaba por medio de la voluntad, y la ilusión óp­tica era completa. Cada cuarto de hora, cuando un gol­pe de viento, más fuerte que los demás, entregando sus lúgubres acentos a través del grito de los petreles asus­tados, dislocaba al navío con un crujido longitudinal, y aumentaban los lamentos de aquellos que iban a ser ofrecidos en holocausto a la muerte, yo me hundía en la mejilla la punta aguda de un hierro, y pensaba en mi interior: «¡Sufren aún más!» De esta manera tenía, al menos, un término de comparación. Desde la orilla los apostrofaba, lanzándoles imprecaciones y amenazas. Me parecía que debían oírme. Me parecía que mi odio y mis palabras, superando la distancia, anulaban las leyes físicas del sonido, y llegaban, inteligibles, a sus oídos, ensordecidos por los bramidos del océano en­colerizado. Me parecía que debían estar pensando en mí, y exhalaban su venganza con una rabia impoten­te. De vez en cuando, echaba una mirada hacia las ciu­dades, dormidas en tierra firme, y al ver que nadie sos­pechaba que un barco iba a zozobrar a algunas millas de la costa, con una corona de aves de presa y un pe­destal de gigantes acuáticos con el vientre vacío, yo re­cobraba el ánimo y volvía a tener esperanza: ¡estaba seguro de su pérdida! ¡No podrían escapar! Para aumentar la precaución, había ido a buscar mi esco­peta de dos tiros, a fin de que, si algún náúfrago in­tentara alcanzar las rocas a nado, para librarse de una muerte inminente, una bala en el hombro le destroza­ría el brazo, impidiéndole cumplir su intención. En el momento más furioso de la tempestad, vi, sobrenadan­do en las aguas, con esfuerzos desesperados, una ca­beza enérgica, con los cabellos erizados. Tragaba litros de agua y se hundía en el abismo, balanceándose co­mo un corcho. Pero en seguida aparecía de nuevo, con los cabellos chorreantes, y, fijando la mirada en la orilla, parecía desafiar a la muerte. Era admirable su san­gre fría. Una ancha herida sangrante, ocasionada por la arista de algún escollo oculto, cruzaba su rostro in­trépido y noble. No debía tener más de dieciséis años, pues a través de los relámpagos que iluminaba la no­che, apenas se notaba un vello de melocotón sobre su labio. Ahora se hallaba a doscientos metros del acan­tilado, y yo lo divisaba fácilmente. ¡Qué coraje! ¡Qué espíritu indomable! ¡Cómo la estabilidad de su cabeza parecía burlarse del destino, hendiendo con vigor las olas, cuyos surcos se abrían con dificultad ante él!... Lo había decidido con anticipación. Debía mantener­me en mi promesa: la última hora había sonado para todos, nadie debía escapar. Esta era mi resolución, na­da la cambiaría... Se oyó un seco sonido, e inmediata­mente después la cabeza se hundió para no reaparecer más. Esa muerte no me produjo tanto placer como po­dría creerse, precisamente porque estaba ya saciado de matar de continuo, lo que hacía de ahora en adelante por un simple hábito que uno no puede pasar por al­to, pero que sólo procura un goce muy leve. Los senti­dos se embotan, se endurecen. ¿Qué voluptuosidad po­dría sentir con la muerte de este ser humano, cuando había más de un centenar que iban a ofrecerme el es­pectáculo de su última lucha con las olas, una vez hun­dido el navío? Esta muerte no tenía para mí ni siquie­ra el atractivo del peligro, pues la justicia humana, me­cida por el huracán de esta noche espantosa, dormita­ba en las casas, a unos pasos de mí. Hoy que los años pesan sobre mi cuerpo, digo con sinceridad, como una verdad suprema y solemne: yo no era tan cruel como se ha dicho después entre los hombres; pero, a veces, la maldad ejercitaba sus perseverantes estragos duran­te años enteros. Entonces no conocía límites a mi fu­ror, sufría accesos de crueldad, y me volvía terrible para aquel que se acercaba a mi mirada huraña, aunque per­teneciera a mi raza. Si se trataba de un caballo o un perro, los dejaba ir: ¿habéis oído lo que acabo de de­cir? Desgraciadamente, la noche de esa tempestad yo me hallaba en uno de esos accesos, mi razón había vo­lado (pues, de ordinario, yo era tan cruel, aunque mas prudente), y todo lo que en aquella ocasión cayera en mis manos debía perecer; no pretendo excusarme de mis errores. Tampoco toda la culpa es de mis seme­jantes. No hago más que constatar el hecho, en espera del juicio final, que me hace rascar la nuca por antici­pado... Pero, ¡qué me importa el juicio final! Mi ra­zón no vuela nunca, como he dicho para engañaros. Y cuando cometo un crimen, sé lo que hago: ¡no quería hacer otra cosa! De pie sobre la roca, mientras el huracán azotaba mis cabellos y mi manto, yo expiaba extasiado esa fuerza de la tempestad, encarnizándose con un navío, bajo un cielo sin estrellas. Seguí, con ac­titud triunfante, todas las peripecias de ese drama, des­de el instante en que el barco echó anclas hasta el ins­tante en que se hundió, hábito fatal que arrastró hacia las entrañas del mar a todos aquellos a quienes reves­tía como un manto. Pero se acercaba el instante en que yo mismo tenía que mezclarme como actor en aque­llas escenas de la naturaleza trastornada. Cuando el lu­gar donde el barco había sostenido el combate mostró claramente que éste había ido a pasar el resto de sus días en el piso bajo del mar, entonces, una parte de los que habían sido arrastrados por las olas reapare­cieron en la superficie. Disputaban cuerpo a cuerpo, dos a dos, tres a tres; era el medio de no salvar su vida, pues sus movimientos se hacían embarazosos y se iban al fondo como cántaros agujereados... ¿Qué es ese ejército de monstruos marinos que hiende las olas raudamente? Son seis, sus aletas son vigorosas, y se abren paso a través de las olas embravecidas. Con to­dos esos seres humanos, que mueven los cuatro miem­bros de ese continente tan poco estable, los tiburones hacen muy pronto una tortilla sin huevos, y se la re­parten de acuerdo con la ley del más fuerte. La sangre se mezcla con las aguas y las aguas se mezclan con la sangre. Sus ojos feroces iluminan suficientemente el es­cenario de la carnicería... Pero, ¿qué es ese tumulto de las aguas, allá lejos, en el horizonte? Se diría una tromba que se acerca. ¡Qué golpes de remo! Percibo lo que es: una enorme hembra de tiburones que viene a tomar parte del pastel de hígado de pato y a comer el cocido frío. Llega furiosa, pues está hambrienta. Se entabla una lucha entre ella y los tiburones entonces, se disputan algunos miembros palpitantes que flotan por aquí y por allá, en silencio, sobre la superficie de la crema roja. A derecha e izquierda, lanza dentella­das que producen heridas mortales. Pero tres tiburo­nes vivos le rodean y ella se ve obligada a girar en to­dos los sentidos para hacer fracasar su maniobra. Con creciente emoción, hasta entonces desconocida, el es­pectador, situado en la orilla, sigue esa batalla naval de nuevo género. Tiene la mirada clavada sobre esa va­lerosa hembra de tiburón, de dientes tan fuertes. No vacila más, se echa la escopeta al hombro, y, con su habitual destreza, aloja la segunda bala en las agallas de un tiburón, en el momento en que se mostraba por encima de una ola. Quedan dos tiburones que dan tes­timonio de un encarnizamiento mayor. Desde lo alto de la roca, el hombre de la saliva salobre se arroja al mar y nada hacia la alfombra agradablemente colorea­da, sosteniendo en la mano ese cuchillo de acero que no le abandona jamás. Desde ahora, cada tiburón tie­ne que habérselas con un enemigo. Avanza hacia su ad­versario cansado, y, sin apresurarse, le hunde en el vien­tre la afilada hoja. La móvil ciudadela se desembara­za fácilmente del último adversario... Se encuentran ca­ra a cara el nadador y la hembra del tiburón salvada por él. Se miran a los ojos durante unos minutos, y cada uno se asombra de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Dan vueltas en redondo nadando, sin perderse de vista, diciéndose para sí: «He estado engañado hasta ahora; he aquí uno que me gana en maldad». Entonces, de común acuerdo, entre dos aguas, se deslizaron uno hacia el otro, con mucha ad­miración, la hembra de tiburón separando las aguas con sus aletas, Maldoror agitando las olas con sus brazos, y retuvieron su aliento con una veneración profunda, cada uno deseoso de contemplar, por primera vez, su vivo retrato. Cuando estaban a tres metros de distan­cia, súbitamente, cayeron el uno sobre el otro, como dos amantes, y se abrazaron con dignidad y reconoci­miento, un abrazo tan tierno como el de un hermano o una hermana. Los deseos carnales siguieron de cer­ca a esa demostración de amistad. Dos muslos ner­viosos se unieron estrechamente a la piel viscosa del monstruo como dos sanguijuelas, y con los brazos y las aletas entrelazadas alrededor del cuerpo del objeto amado, al que rodeaban con amor, mientras sus gar­gantas y sus pechos no formaban más que una masa glauca con las exhalaciones de las algas, en medio de la tempestad que continuaba haciendo estragos, a la luz de los relámpagos, teniendo por lecho nupcial las olas espumosas, llevados por una corriente submarina como en una cuna, y rodando sobre sí mismos hacia las profundidades desconocidas del abismo, ¡se unie­ron en una cópula larga, casta y horrible!... ¡Por fin acababa de encontrar a alguien que se asemejara!
¡Desde ahora ya no estaría solo en la vida!... ¡Ella te­nía las mismas ideas que yo!... ¡Estaba frente a mi pri­mer amor!





miércoles, 13 de agosto de 2014

En plena noche o El bluff surrealista



En tiempos de hondas polarizaciones, ¿es realmente deber del escritor comprometer su acción anunciando su incorporación a una de las facciones en disputa? ¿Es necesario que marque, exaltado, sus correspondencias políticas?
En 1927 André Breton y sus más fieles cofrades surrealistas terminarían adhiriendo al credo comunista de forma abierta. En lo que concluiría por convertirse en una caza de brujas típicamente revolucionaria, excomulgaron del movimiento a todo aquel que osara negarse a compartir tan loable empresa. Artaud, como algunos otros, prefirió abstenerse ante semejantes términos. Expulsado, el divorcio entre el poeta y quienes se consideraban a sí mismos la máxima expresión y voz del movimiento artístico estaba consumado. Sin embargo, Artaud jamás dejaría de ser un espíritu absolutamente surrealista. Allí radica, precisamente, el poder de su propia revolución interior, búsqueda última del surrealismo más visceral. Ese “no” pronunciado es una forma también de tomar posición, pero atrincherándose en la defensa del propio yo, campo de batalla en que las fuerzas íntimas del sujeto toman cuerpo. ¿Existe, acaso, acto más revolucionario que el compromiso incondicional con las fuerzas y los límites que nos condicionan como seres humanos y proceder de acuerdo a ello?


* * *


Por Antonin Artaud


Que los surrealistas me hayan expulsado o que yo mismo me haya alejado de sus grotescos simulacros, hace mucho que no es ésa la cuestión[1].
Me retiré porque estaba harto de una mascarada que había durado demasiado, por otra parte estaba muy seguro de que en la nueva posición que habían elegido, no menos que en cualquier otra, los surrealistas no harían nada.
Y el tiempo y los hechos no tardaron en darme la razón.
Uno se pregunta qué puede importarle al mundo que el surrealismo coincida con la Revolución o que la Revolución deba hacerse por fuera y por encima de la aventura surrealista, cuando se considera la poca influencia que los surrealistas han tenido sobre las costumbres y las ideas de esta época.
Además, hay todavía una aventura surrealista y acaso no ha muerto el surrealismo el día en que Breton y sus adeptos creyeron que debían adherir al comunismo y buscar en el terreno de los hechos y de la materia inmediata el resultado de una acción que normalmente sólo podía desarrollarse dentro de los marcos íntimos de la mente.
Creen poder permitirse echarme cuando hablo de una metamorfosis de las condiciones interiores del alma[2], como si yo entendiera el alma en el sentido infecto en que ellos mismos la entienden y como si desde el punto de vista de lo absoluto pudiera tener el menor interés ver cambiar la estructura social del mundo o ver pasar el poder de manos de la burguesía a las del proletariado.
Si los surrealistas realmente buscaran eso, al menos tendrían una excusa. Su objetivo sería banal y restringido pero al menos existiría. ¿Pero tienen acaso algún objetivo hacia el que lanzar una acción y cuándo fueron capaces de formularlo?
¿Acaso trabajamos con una meta? ¿Trabajamos con móviles? ¿Creen los surrealistas poder justificar su expectativa por el simple hecho de la conciencia que tienen?
La expectativa no es un estado de ánimo. Cuando no se hace nada no se corre el riesgo de romperse la cara. Pero no es razón suficiente para que hablen de uno.
Desprecio demasiado la vida para pensar que cualquier cambio desarrollado en el marco de las apariencias, pueda cambiar algo de mi detestable condición.
Lo que me separa de los surrealistas es que aman tanto la vida como yo la desprecio.
Disfrutar en toda ocasión y por todos los poros es el centro de sus obsesiones. Pero el ascetismo no coincide con la verdadera magia, incluso la más sucia, incluso la más negra. Incluso el gozador diabólico tiene aspectos ascéticos, un cierto espíritu de mortificación.
No hablo de sus escritos que son brillantes aunque vanos desde el punto de vista que ellos sostienen. Hablo de su actitud central, del ejemplo de toda su vida. Yo no tengo odio individual. Los rechazo y los condeno en bloque rindiendo a cada uno de ellos toda la estima e incluso toda la admiración que merecen por sus obras o por su inteligencia. En todo caso y desde ese punto de vista no cometeré, como ellos, el infantilismo de darle vuelta la cara a ese tema, y de negarles talento porque han dejado de ser mis amigos. Pero felizmente no se trata de eso.
Se trata de una ruptura del centro espiritual del mundo, de un desacuerdo de las apariencias, de una transfiguración de lo posible que el surrealismo debía contribuir a provocar. Toda materia comienza por un desarreglo espiritual. Confiar en las cosas, en sus transformaciones, en el cuidado al conducirnos es un punto de vista de torpe obsceno, de aprovechador de la realidad. Nadie ha comprendido nada nunca y los surrealistas no comprenden y no pueden prever adonde los llevará su voluntad de Revolución. Incapaces de imaginar, de representarse una Revolución que no evolucione dentro de los desesperantes marcos de la materia, se resguardan en la fatalidad, en cierto azar de debilidad y de impotencia que les es propio, del trabajo de explicar su inercia, su eterna esterilidad.
El surrealismo siempre ha sido para mí una nueva forma de magia. La imaginación, el sueño, toda esta intensa liberación del inconsciente que tiene por finalidad hacer aflorar a la superficie del alma lo que habitualmente tiene escondido, debe necesariamente introducir profundas transformaciones en la escala de las apariencias, en el valor de significación y en el simbolismo de lo creado. Lo concreto cambia completamente de vestido, de corteza, no se aplica más a los mismos gestos mentales. El más allá, lo invisible rechaza la realidad. El mundo ya no se sostiene.
Entonces se puede comenzar a calibrar los fantasmas, a rechazar las falsas apariencias.
Que la muralla espesa de lo oculto se hunda de una vez sobre todos esos impotentes charlatanes que consumen su vida en admoniciones y vanas amenazas, sobre esos revolucionarios que no revolucionan nada.
Esos torpes tratan de convertirme[3]. Ciertamente tendré mucha necesidad. Pero al menos yo me reconozco inválido y sucio. Aspiro después a otra vida. Y bien pensado, prefiero estar en mi lugar y no en el suyo[4].
¿Qué queda de la aventura surrealista? Poca cosa además de una gran esperanza decepcionada, pero en el terreno de la literatura misma tal vez hayan aportado algo.
Esa cólera, ese disgusto quemante volcado sobre la cosa escrita constituye una actitud fecunda y que tal vez un día, más tarde, sirva. La literatura ha sido purificada por ella, próxima a la verdad esencial del cerebro. Pero eso es todo. Conquistas positivas al margen de la literatura, de las imágenes, no ha habido y sin embargo era el único hecho importante. De la buena utilización de los sueños podía nacer una nueva forma de conducir el pensamiento, de mantenerse en medio de las apariencias.
La verdad psicológica estaba despojada de toda excrecencia parasitaria, inútil, aproximada mucho más de cerca. Entonces se vivía con seguridad, pero tal vez es una ley de la inteligencia que el abandono de la realidad sólo puede conducir a fantasmas. En el marco exiguo de nuestro dominio palpable estamos apurados, exigidos de todas partes. Lo hemos visto bien en esa aberración que llevó a revolucionarios en el plano más alto posible, a literalmente abandonar ese plano, a dar a la palabra revolución su sentido utilitario práctico, el sentido social que se quiere pretender el único válido, porque nadie quiere contentarse con palabras vanas. Extraña vuelta sobre sí mismos, extraño nivelamiento.
¿Quién puede creer que anteponer una simple actitud moral bastará, si esta actitud está enteramente marcada por la inercia? El interior del surrealismo lo conduce hasta la Revolución. Ese es el hecho positivo. La única conclusión eficaz posible (según dicen ellos) y a la que un gran número de surrealistas se ha rehusado a adherir; pero, a los otros, ¿qué les ha dado y qué les ha hecho dar su adhesión al comunismo?
No los hizo dar ni un paso. En el círculo cerrado de mi persona nunca sentí la necesidad de esta moral del devenir que, parece, revelaría la Revolución. Yo coloco por encima de toda necesidad real las exigencias lógicas de mi propia realidad. Es la única lógica que me parece válida y no una lógica superior cuyas irradiaciones no me afectan sino en tanto tocan mi sensibilidad. No hay disciplina a la que me sienta forzado a someterme por riguroso que sea el razonamiento que me lleva a aceptarla.
Dos o tres principios de muerte y de vida están para mí por encima de toda sumisión precaria. Y cualquier lógica siempre me parecerá prestada.


*

El surrealismo ha muerto por el sectarismo imbécil de sus adeptos. Lo que queda es una especie de montón híbrido al cual los mismos surrealistas son incapaces de ponerle nombre. Perpetuamente cerca de las apariencias, incapaz de hacer pie en la vida, el surrealismo todavía está buscando su salida, pisoteando sus propias huellas. Impotente para elegir para decidirse ya sea totalmente hacia la mentira, ya sea totalmente hacia la verdad (verdadera mentira de lo espiritual ilusorio, falsa verdad de lo real inmediato, pero destruible), el surrealismo busca este insondable, este indefinible intersticio de la realidad donde apoyar su palanca, antes poderosa, hoy en manos de castrados. Pero mi debilidad mental, mi cobardía bien conocidas se rehúsan a encontrar el menor interés en las convulsiones que sólo afectan ese lado exterior, inmediatamente perceptible de la realidad. Para mí, la metamorfosis exterior es algo que sólo puede estar dado por añadidura. El programa social, el programa material hacia el que los surrealistas dirigen sus pobres veleidades de acción, sus odios jamás virtuales a todo, son para mí sólo una representación inútil y sobrentendida.
Sé que en el debate actual tengo de mi lado a todos los hombres libres, a todos los verdaderos revolucionarios que piensan que la libertad individual es un bien superior al de cualquier conquista obtenida en un plano relativo.


*

¿Mis escrúpulos hacia toda acción real? Estos escrúpulos son absolutos y de dos clases. Hablando absolutamente, apuntan a ese sentido enraizado de la profunda inutilidad de cualquier acción espontánea o no espontánea.
Es el punto de vista del pesimismo integral. Pero una cierta forma de pesimismo lleva en sí su lucidez. La lucidez de la desesperación, de los sentidos exacerbados y como en las orillas de los abismos. Y al lado de la horrible relatividad de cualquier acción humana, esta espontaneidad inconsciente que pese a todo impulsa a la acción.
Y también en el terreno equívoco, insondable del inconsciente, de las señales, de las perspectivas, de las percepciones, toda una vida que crece cuando se establece y se revela aún capaz de turbar el espíritu.
Estos son pues nuestros escrúpulos comunes. Pero al parecer ellos se decidieron por la acción. Pero una vez reconocida la necesidad de esta acción, se apresuran a declararse incapaces de ella. La configuración de su pensamiento los aleja para siempre de este terreno. Y en lo que a mí concierne ¿dije alguna vez otra cosa? En mi favor, de todos modos, circunstancias psicológicas y fisiológicas desesperadamente anormales y en las que ellos no podrían prevalecer.





[1] Insistiré apenas sobre el hecho de que los surrealistas no hayan encontrado nada mejor para tratar de destruirme que servirse de mis propios escritos. Es necesario que se sepa que la nota que figura al pie de las páginas 6 y 7 del artículo «Au grand jour» y que apunta a arruinar los fundamentos de mi actividades es apenas una reproducción pura y simple, la copia apenas disfrazada de fragmentos tomados de textos que yo les destinaba y donde me ocupaba de poner a la luz su actividad, embutida de odios miserables y de veleidades sin futuro. Esos fragmentos constituían la materia de un artículo que me rechazaron sucesivamente dos o tres revistas, entre ellas la N.R.F, por demasiado comprometedor. Poco importa saber por los oficios de qué soplón llegó este artículo a sus manos. Lo esencial es que lo hayan encontrado tan molesto como para sentir la necesidad de neutralizar su efecto. En cuanto a las acusaciones que les destinaba y que me devuelven, dejo a la gente que me conoce bien, no ya según su innoble manera, el trabajo de clasificarnos. En el fondo, todas las exasperaciones de nuestra pelea giran alrededor de la palabra Revolución.
[2] Como si un hombre que ha sentido de una vez por todas los límites de su acción, que rehúsa comprometerse más allá de lo que él cree que son esos límites, fuera menos digno de interés, desde el punto de vista revolucionario, que el gritón imaginario que en el mundo asfixiante en el que vivimos, mundo cerrado y para siempre inmóvil, en atención a no sé qué estado insurreccional del cuidado de clasificar los actos y los gestos que todos saben bien que no haré.
Exactamente eso es lo que me ha hecho vomitar el surrealismo: la consideración de la impotencia nativa, de la debilidad congénita de esos señores, opuesta a su actitud perpetuamente ostentatoria, a sus amenazas en el vacío, a sus blasfemias en la nada.
¿Y hoy, qué hacen ellos para desplegar una vez más su impotencia, su invencible esterilidad? Es por haber rehusado a comprometerme más allá de mí mismo, por haber reclamado silencio alrededor mío y por ser fiel en pensamiento y en acto a lo que sentía ser mi profunda, mi irremisible impotencia que esos señores han juzgado mi presencia inoportuna entre ellos. Pero lo que les pareció por encima de todo condenable y blasfematorio fue que no quisiera comprometerme sino conmigo mismo acerca de la determinación de mis límites, que exigiera ser dejado libre y dueño de mi propia acción.
¿Pero qué me importa toda la Revolución del mundo si sé permanecer eternamente doloroso y miserable en el interior de mi propio osario? Que cada hombre no quiera considerar nada más allá de su sensibilidad profunda, de su yo íntimo, es para mí el punto de vista de la revolución integral. No hay mejor revolución que la que me beneficia a mí y a la gente como yo. Las fuerzas revolucionarias de un movimiento cualquiera son aquellas capaces de desarticular el fundamento actual de las cosas, de cambiar el ángulo de la realidad.
Pero en una carta escrita a los comunistas, ellos confiesan su absoluta falta de preparación en el terreno en el que acaban de comprometerse. Más aún, que el tipo de actividad que se les pide es inconciliable con su propio espíritu. Y es aquí que ellos y yo, sea lo que sea, nos volvemos a reunir al menos en parte en una inhibición esencialmente similar aunque debida a causas graves en otro sentido, en otro sentido significativas para mí que para ellos. Se reconocen finalmente incapaces de hacer lo que yo siempre me rehusé a intentar. En cuanto a la acción surrealista misma, estoy tranquilo. Casi no pueden sino pasar sus días condicionándola. Hacer el balance, hacer el balance en ellos como cualquier Stendhal, esos Amiel de la Revolución comunista. La idea de la Revolución siempre será para ellos una idea, sin que esta idea, a fuerza de envejecer adquiera una sombra de eficacia.
¿Pero acaso no ven que revelan la inanidad del movimiento surrealista, del surrealismo intacto de toda contaminación, cuando sienten la necesidad de romper su desarrollo interno, su verdadero desarrollo para apuntalarlo por una adhesión de principio o de hecho al Partido Comunista Francés? ¿Era esto aquel movimiento de revuelta, aquel incendio en la base de la realidad? ¿Acaso el surrealismo, para vivir, tenía necesidad de encarnarse en una revuelta de hecho, de confundirse con reivindicaciones concernientes a la jornada de ocho horas, o al reajuste de los salarios o la lucha contra la vida cara? ¡Qué chiste o qué bajeza de alma! Sin embargo es lo que parecen decir, ¡¡¡que esta adhesión al Partido Comunista Francés les parecía la continuación lógica del desarrollo de la idea surrealista y su única salvaguarda ideológica!!!
Pero yo niego que el desarrollo lógico del surrealismo lo haya llevado hasta esta forma definida de revolución que se entiende bajo el nombre de Marxismo. Siempre pensé que un movimiento tan independiente como el surrealismo no se justificaba con los procedimientos de la lógica ordinaria. Además es una contradicción que no perturba a los surrealistas, dispuestos a no perder nada de todo lo que pueda ser una ventaja para ellos, de todo lo que momentáneamente pueda servirles. Háblenles con su Lógica, responderán Ilógico, pero digan Ilógico, Desorden, Incoherencia, Libertad, responderán Necesidad, Ley, Obligación, Rigor. Esta mala fe esencial es la base de sus maniobras.
[3] Ces brutes quils me convient de me convertir. Frase muy oscura, de difícil traducción. (N. de la T)
[4] Esta bestialidad de la que hablo y que tanto los subleva es sin embargo lo que los caracteriza mejor. Su amor al placer inmediato, es decir a la materia, les ha hecho perder su primitiva orientación, ese magnífico poder de evasión cuyo secreto creímos nos iban a dispensar. Un espíritu de desorden, de mezquina chicana, los impulsa a desgarrarse unos a otros. Ayer, Soupault y yo nos fuimos descorazonados. Antes de ayer, Roger Vitrac, cuya exclusión fue de una de sus primeras cochinadas.
Por más que griten en su rincón y digan que no es así, les responderé que para mí el surrealismo siempre ha sido una insidiosa extensión de lo invisible, el inconsciente al alcance de la mano. Los tesoros del inconsciente invisible vueltos palpables, conduciendo la lengua directamente, de un solo golpe.
A mí, Rusbroeck, Martínez de Pasqualis, Boehme, me justifican suficientemente. Cualquier acción espiritual si es justa se materializa cuando es necesario.
¡Las condiciones interiores del alma! Pero éstas llevan en sí su investidura de piedra, de verdadera acción. Es un hecho adquirido y adquirido por sí mismo, irremisiblemente sobreentendido.



jueves, 19 de junio de 2014

Sus historias naturales



Por Julio Cortázar




LEÓN Y CRONOPIO

Un cronopio que anda por el desierto se encuentra con un león, y tiene lugar el diálogo siguiente:
León.-Te como.
Cronopio (afligidísimo pero con dignidad).-Y bueno.
León.-Ah, eso no. Nada de mártires conmigo. Échate a llorar, o lucha, una de dos. Así no te puedo comer. Vamos, estoy esperando. ¿No dices nada?
El cronopio no dice nada, y el león está perplejo, hasta que le viene una idea.
León.-Menos mal que tengo una espina en la mano izquierda que me fastidia mucho. Sácamela y te perdonaré.
El cronopio le saca la espina y el león se va, gruñendo de mala gana:
-Gracias, Androcles.


CÓNDOR Y CRONOPIO

Un cóndor cae como un rayo sobre un cronopio que pasa por Tinogasta, lo acorrala contra una pared de granito, y dice con gran petulancia, a saber:
Cóndor.-Atrévete a afirmar que no soy hermoso.
Cronopio.-Usted es el pájaro más hermoso que he visto nunca.
Cóndor.-Más todavía.
Cronopio.-Usted es más hermoso que el ave del paraíso.
Cóndor.-Atrévete a decir que no vuelo alto.
Cronopio.-Usted vuela a alturas vertiginosas, y es por completo supersónico y estratosférico.
Cóndor.-Atrévete a decir que huelo mal.
Cronopio.-Usted huele mejor que un litro entero de colonia jean-Marie Farina.
Cóndor.-Mierda de tipo. No deja ni un claro donde sacudirle un picotazo.


FLOR Y CRONOPIO

Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo de la flor y se duerme envuelto en una gran paz.
La flor piensa: «Es como una flor».


FAMA Y EUCALIPTO

Un fama anda por el bosque y aunque no necesita leña mira codiciosamente los árboles. Los árboles tienen un miedo terrible porque conocen las costumbres de los famas y temen lo peor. En medio de todos está un eucalipto hermoso, y el fama al verlo da un grito de alegría y baila tregua y baila catala en torno del perturbado eucalipto, diciendo así:
-Hojas antisépticas, invierno con salud, gran higiene.
Saca un hacha y golpea al eucalipto en el estómago, sin importársele nada. El eucalipto gime, herido de muerte, y los otros árboles oyen que dice entre suspiros:
-Pensar que este imbécil no tenía más que comprarse unas pastillas Valda.


TORTUGAS Y CRONOPIOS

Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural.
Las esperanzas lo saben, y no se preocupan.
Los famas lo saben, y se burlan.
Los cronopios lo saben, y cada vez que encuentran una tortuga, sacan la caja de tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una golondrina.





jueves, 10 de octubre de 2013

Solo hay espacio de pie



Groucho Marx no solamente nos ha legado una de las imágenes más icónicas del cine (gafas, bigote, puro) y el más desbordante de los caudales de la oralidad en que solía perder y enredar a sus interlocutores (público incluido), atravesado todo por un humor ingenioso y altamente corrosivo. En la misma línea de ese humor cáustico, nos dejó una serie de escritos en los que exploraba desde esa perspectiva particularmente distorsionada y surreal los diversos avatares que desde la cotidianeidad debe enfrentar el hombre para sobrevivir en el interior de una sociedad mezquina e hipócrita. Aquí, un ligero manual de posibilidades habitacionales para sortear con algo de decoro y mucho de imaginación la carencia de hogar propio.

* * *
Por Groucho Marx


No hace mucho, un reportero de Nueva York descubrió que una mujer enana vivía dentro de una cabina telefónica. Su equipo de ama de casa consistía en una estufa portátil, una silla plegable, un manojo de habas y una revista Selecciones. “Lo considero un golpe de suerte”, declaró la mujer. “Piense que no solo tengo un hogar, sino algo mucho más difícil de conseguir: un teléfono”.
Si la empresa telefónica no se opone a perder unos cuantos millones de monedas de cinco centavos al año, este puede ser el inicio de un nuevo estilo de vida.
Claro, entiendo que hay probablemente más cabinas que enanos, pero pienso que con algo de práctica las personas altas podrían también adaptarse a ese hábitat. Desde luego, tendrían que aprender a dormir de pie, pero no es tan difícil: hasta los caballos pueden hacerlo.
Y existen otras posibilidades para vivir agradablemente, más allá de las cabinas telefónicas. Un amigo mío ha encontrado refugio en el tanque de gas municipal. La familia tiene que usar respiradores, desde luego, y la esposa del tipo no lo deja fumar dentro. Pero al menos tienen un techo arriba de sus cabezas, 75 metros arriba, para ser exactos.
Otro amigo tiene un apartamento de soltero en una mezcladora de cemento. Ni siquiera necesita un despertador: cuando los obreros encienden la mezcladora en la mañana, se despierta sin falta. Sin embargo, se queja de lo difícil que es vestirse cuando está apurado.
¿Ha pensado en un establo? La mitad de la gente que conozco creció en establos, y hoy ganan mucho dinero.
En California, la gente tiene ideas incluso más elaboradas para conseguir un hogar. Están comprando tranvías para convertirlos en cabañas. Luego de la transformación quedan equipados con cocineta, baño y un estupendo sistema de timbre para llamar al mayordomo, en caso de que puedan tener un mayordomo. Yo personalmente prefiero una mucama francesa. Pero mi sensación general es que resulta mejor olvidarse del tranvía inmóvil y hacerse a uno que todavía esté en ruta. Imagino que su respuesta será: “Pero es posible que no tenga dónde sentarme”. Tal como lo imaginaba: usted es ese tipo de persona holgazana que quiere estar sentada todo el día. Pero no vamos a pelear por eso. El truco consiste en llegar a la primera estación muy temprano en la mañana. Por diez centavos –siete, si vive en Cleveland– usted tendrá un hogar durante todo el día. Es cierto que habrá sobresaltos, pero a cambio conocerá un montón de nuevas caras, muchas de ellas mejores que la suya.
Vivir en un tranvía tiene muchas ventajas. Hay un constante cambio de paisaje y, si es usted muy tacaño para suscribirse a un periódico, puede esperar a que alguien deje un ejemplar tirado en el piso. Si la ruta pasa por un barrio rico, podría incluso hacerse a algunas revistas. Y quién sabe: si es usted una señorita, al cabo de un par de años podría incluso casarse con el conductor.
Otro posible hogar es una jaula del zoológico. No recomiendo esta modalidad para parejas casadas ya que, francamente, no hay mucha privacidad en una jaula. En cambio, para un joven soltero definitivamente ofrece muchas posibilidades. El pabellón de los monos es tal vez su mejor opción: hasta podría quedarse ahí permanentemente sin que nadie note la diferencia. Para no hacerse notar demasiado, yo le sugeriría sacarse la ropa antes de entrar a la jaula. Pero no convirtamos esto en un problema: si usted es un ex soldado, lo más probable es que ni siquiera tenga ropa.
Si en cambio usted es uno de esos tipos afortunados que tienen un lapicero que escribe debajo del agua, podría intentar vivir en una piscina. La ventaja es que puede bañarse y contestar su correspondencia al mismo tiempo. Encontrará una piscina en casi todo jardín trasero de Hollywood. Son piscinas que ya vienen equipadas con trampolín, balsa inflable para hacer reuniones de trabajo, y tres chicas en traje de baño que se parecen a Jane Russell.
Y si tiene la fortuna de vivir en las afueras de California y no puede encontrar una piscina, podría seguir el ejemplo de un amigo que vive en un pozo. El único equipo que se requiere son un par de botas de pesca y una buena provisión de zanahorias para poder leer en la oscuridad. Dice mi amigo que el servicio de transporte está bien: sale de su hogar en el balde de las 8:00 y regresa en el de las 5:45. El único inconveniente es que todo el tiempo los vecinos se dejan caer inesperadamente.
Si usted no es cobarde, una solución al problema de vivienda es alquilar una casa embrujada. Los callejones de los pueblos están llenos de magníficas casonas que permanecen vacías simplemente porque hay gente pusilánime que teme habitarlas. Un joven recién casado no vacila si le ofrecen irse a vivir a casa de sus suegros, pero si en cambio le sugieren una casa embrujada (que en mi opinión resulta un lugar más seguro) se pone pálido y lanza excusas tontas con voz temblorosa.
Para esa gente sin coraje, yo recomiendo un árbol. Se trata de una vivienda plenamente segura a no ser que usted sea sonámbulo, y desde las ramas altas se tiene una vista preciosa de los alrededores. Sugiero incluso que sea un árbol de nueces, ya que están llenas de vitaminas y las cáscaras vacías pueden usarse como ceniceros.
A esta altura, probablemente estarán de acuerdo conmigo en que el problema de vivienda tiene solución. El inconveniente es que nos hemos ablandado, pensando erróneamente y aferrándonos a la idea anticuada de que un hombre solo puede ser feliz en una casa. ¡Qué ridículo! En los sectores rurales, los gallineros se están volviendo cada vez más populares. Los modelos más elegantes vienen con calefacción, lámpara solar y trituradora de granos, y si usted les agrega cuadros y cortinas puede sentir aún más el calor de hogar. Para evitar cualquier sospecha, es bueno que empiece a cacarear al amanecer. Si el granjero es uno de esos tipos rústicos con escopeta, hay que ser más astuto que él. Esté atento a sus pisadas y, si siente que se está aproximando al gallinero, corra a posarse sobre un montón de huevos y quédese ahí quieto hasta que se vaya.
Existen muchos otros sustitutos de hogares. Hay cuarteles, canaletas, carpas, bolsas de dormir e incluso casas de muñecas de tamaño gigante. Sin embargo yo no recomendaría este último, ya que alguna vez tuve una mala experiencia en una casa de muñecas. El papá de la muñeca me persiguió con un bate de béisbol.
Mucha gente ya está viviendo en los palcos de los cines. El espacio es ideal para dormir, como también lo son muchas de las películas. En el vestíbulo se pueden comprar crispetas, mentas, barras de chocolate y maní. En los baños encontrará agua fría, básculas para pesarse y algo de poesía.
En conclusión, le digo a mi país: “Mantengamos la frente en alto. Recuerden que somos una nación productiva. El hogar lo hacemos nosotros”. Si tuviera tiempo, podría enseñarles muchas otras maneras de solventar la crisis de vivienda, pero debo salir ahora a buscarme una habitación amoblada. El gran danés cuya casa alquilé está regresando de Florida. Y, como suelo decir, ninguna casa es suficientemente grande para dos familias.

This Week, noviembre de 1946


viernes, 16 de agosto de 2013

Ubú Colonial


Y finalmente, y contra todo pronóstico, llegamos a la entrada (o post, como os parezca) número 100. Más bien poco, o nada, dirán nuestros implacables verdugos, que a este Esperpento nunca le daban más de diez post de vida. Apenas tres años, dos insignificantes números de una revista virtual (ilegible e insignificante), 100 post, y una toalla siempre a punto de caer en el centro del ring. ¿Qué nos resta? Un par de números extra-ordinarios de Revista Esperpento que más bien tarde que temprano verán la luz cibernética… Y a lo mejor, después, vendrá el silencio.
Por ahora, celebramos quedo el centésimo post, cómo no, con esta pieza máxima del panteón ubuesco, publicada en el Almanaque Ilustrado del Padre Ubú, en enero de 1901, en pleno auge de la fiebre expansionista europea que había decidido extender sus blancos tentáculos sobre las tierras vírgenes del África ardiente.



UBÚ COLONIAL


Por Alfred Jarry
Imágenes Pierre Bonard
Traducción Jesús Benito Alique




(PADRE UBÚ, MADRE UBÚ, DOCTOR FOGÓN)

PADRE UBÚ. ¡Ah! ¿Es usted, doctor Fogón? Nos sentimos encantado de que haya venido a nuestro encuentro ahora que acabamos de desembarcar del paquebote que nos ha traído de nuestra ruinosa expedición colonial a expensas del gobierno francés. En el trayecto de aquí a nuestra mansión, si es que insiste en venir a compartir nuestra comida a pesar de que no tengamos lo suficiente para nos y la Madre Ubú (si es que lo que tenemos llega a ser ni siquiera divisible por dos), le pondremos al corriente de cuanto nos ha acontecido en el transcurso de nuestra misión… La primera dificultad estribó en que ni siquiera pudimos pensar en procurarnos esclavos, dado que, desgraciadamente, habían abolido la esclavitud. Así, nos tuvimos que limitar a establecer relaciones diplomáticas con determinados negros bien armados, que estaba a la greña con otros negros desprovistos por completo de medios de defensa. Cuando los primeros hubieron capturado a los segundos, nos, nos hicimos con todos en calidad de trabajadores libres. Y ello por pura filantropía, como es práctica habitual en las factorías de París, y para evitar que los vencedores se comieran a los vencidos… Deseoso de procurar su felicidad y mantenerles en el bien, les prometimos, si no se portaban mal, y una vez transcurridos diez años de trabajo libre a nuestro servicio –previo informe favorable de nuestro capataz– otorgarles la condición de electores y el derecho de hacer por sí mismos sus propios hijos… Para asegurar su seguridad, reorganizamos el cuerpo de policía, es decir, suprimimos los comisariados que, por decirlo todo, todavía no se habían establecido. En su lugar pusimos a una vidente, quien se ocupaba de denunciarnos a los delincuentes con la condición, claro está, de que los carceleros tomasen la precaución de no consultarla más que en sus momentos de trance.
FOGÓN. Esa sí que fue una buena ocurrencia, Padre Ubú. Sobre todo si la vidente se ponía en trance a menudo.
PADRE UBÚ. Lo hacía bastante a menudo, sí. Por lo menos cuando no estaba borracha.
FOGÓN. ¡Ah! ¿Pero también se emborrachaba de vez en cuando?
«Los negros, que no tienen padre oficial,
se despizcan recortando de los periódicos ilustrados
retratos de gentes de renombre, o incluso del montón,
que clavan en los muros de sus chozas para formar
una galería de antepasados. Deseoso de poner fin
a tal abuso, ofrecemos a nuestros hijos negros
la imagen de nuestra persona».
PADRE UBÚ. ¡Continuamente…! ¡Oh, doctor Fogón! Trataría usted de burlarse de mí si intentase induciré a contarle tan sólo cosas divertidas. Escuche, escuche por el contrario. Entérese de cómo, gracias a nuestros conocimientos de medicina y a nuestra presencia de ánimo, conseguimos acabar con una terrible epidemia que se nos declaró a bordo, afectando a todo nuestro cargamento de trabajadores libres. Entérese, sí, y díganos si usted hubiera sido capaz de llevar a cabo semejante cura… El caso es que los negros son, según hemos podido descubrir, individuos muy proclives a contraer una extraordinaria enfermedad. Sin motivo que lo justifique, pero más especialmente cuando se les exhorta al trabajo, se quejan de tener «tatana», se tumban en el suelo, y es imposible levantarles del sitio que han elegido hasta que no están completamente muertos. Evidencia no obstante la cual, y recordando que la afusión con agua fría resulta muy recomendable para casos de delirium tremens, se me ocurrió echar por la borda al más enfermo de todos, quien al instante resultó devorado por un inmenso bacalao… Tal sacrificio expiatorio debió resultar propicio a los dioses marinos, pues, de repente, todos los demás negros se pusieron a bailar en señal de súbita curación, y para mostrar alegría por nuestro eficaz remedio. Y así, uno de los que estaban más graves, llegó hasta a convertirse en un magnífico y libre semental.
FOGÓN. ¿Lo habéis traído con vos, Padre Ubú? Si es así, se lo presentaré a mi mujer, que siempre se está quejando de que la especie se haya extinguido.
PADRE UBÚ. ¡Lo siento, ay…! Dado que nos debía la vida y que a nos no nos gustan las deudas que se tienen con nuestra caja de phinanzas, no fuimos capaces de encontrar reposo hasta que no dimos con la ocasión de dejar saldado tamaño crédito. Y, la verdad, no tardamos mucho en dar con ella. Cierto día, aquel desgraciado llevó su malicia hasta el punto de echar a un pequeño malabar al interior de nuestra gran turbina de azúcar, que funciona a dos mil revoluciones por minuto y que, en un abrir y cerrar de ojos, convierte en dulce polvo cualquier pedrusco o chatarra que se le quiera confiar. Cierto que aquel cachorro de malabar no crecía lo suficientemente de prisa para llegar a ser en poco tiempo un verdadero trabajador libre. Pero, a pesar de todo, no dudamos ni un segundo en ordenar la ejecución del criminal, considerando principalmente que teníamos un testigo presencial de su fechoría. Y es que, después de sufrirla, el pequeño malabar vino en persona ante nos a presentarnos la queja.
FOGÓN. Eso quiere decir, si no os he entendido mal, que el pequeño malabar no fue arrojado a la turbina, dado que espero que, cuando se presentó ante vos, no estaría convertido en azúcar…
PADRE UBÚ. Sí. Seguramente no fue arrojado. Pero para justificar nuestro acto de justicia era suficiente con que el otro hubiera tenido la intención de arrojarle. Y además, si el pequeño no murió, no es menos cierto que a partir de aquel momento se vio atacado por una grave y dolorosa indolencia.
FOGÓN. Creo que no sabéis lo que decís, Padre Ubú.
PADRE UBÚ. ¿Cómo que no, señor…? Bueno, dado que se considera tan inteligente, ¿podría explicarme lo que significa la palabra oos?
FOGÓN. ¿Se trata de griego o de idioma negro, Padre Ubú?
PADRE UBÚ. Traduzca, traduzca. Cuando lo haya hecho, ya se enterará.
FOGÓN. ¿Oos…? Hay una palabra griega que se parece mucho y que quiere decir huevo… También conozco el término os, que significa hueso, en francés. Los libros que tratan de los huesos se llaman tratados de osteología…
PADRE UBÚ. ¡Bien demostrado queda que es usted un burro, señor doctor! Oos o l’oos significa «el agua crece», «el agua sube», y no en idioma negro, sino en puro y simple francés[1]. El agua sube, sí, pero nunca alcanzará el escalofriante nivel del perpetuo estiaje de su inteligencia, señor.
FOGÓN. La vuestra, Padre Ubú, puede contemplarlo todo desde la desmedida estatura de su canijez.
PADRE UBÚ. ¡¡Oh…!! Más vale que dejemos el tema, señor, o acabará usted pereciendo tan miserablemente como aquellos tres tiburones a los que pusimos en fuga valiéndonos únicamente de nuestro temible valor.
FOGÓN. ¿Disteis caza a tres tiburones, Padre Ubú?
PADRE UBÚ. En efecto, señor. A tres ni más ni menos, y ello ante todo el mundo, en plena calle. Pero dado lo ignorante que es, tendré que partir de la base de que sus conocimientos de mineralogía no son los suficientes como para saber lo que es un tiburón… Sí, señor, como lo oye. Conseguí salir con la barriga intacta de entre las patas de tres tiburones a los que sometí a implacable persecución caminando delante de ellos y volviendo la cabeza de vez en cuando, modo del que seguí, si no a tan peludas piezas de caza, sí, por lo menos las costumbres del país. Pues debe usted saber que en él se acostumbra llamar tiburones, o tiburones, a las mujeres negras de mala vida.
FOGÓN. (Escandalizado) ¡Oh, Padre Ubú!
PADRE UBÚ. Sí, creo que se trata de un nombre de pájaro… Ellas, por su parte, se complacían en llamarme «mi pequeña ballena», a pesar de que tan amoroso diminutivo siempre me pareció irreverente, dado que, comparadas a nos, las ballenas suelen ser muy inferiores en cuanto a dimensiones. Por eso considero que esa forma de llamarme era un diminutivo, pues tengo que decir que, para enterarnos de lo que en realidad era ese bicho, tuvimos que inventar el microscopio para ballenas… Aparte de lo cual, tenemos que reconocer que aquellas damas no estaban del todo mal, así como que solían hacer gala de sentido común y de una muy exquisita educación. Nuestras conversaciones con ellas venían a desarrollarse más o menos, de la manera que sigue:
¿O sá que tó va asá asá? —le preguntábamos, por ejemplo, a una de ellas.
Asá asá, más má que bí —respondía la negra—. Esta mañá me sién tris-tris. No ten ni gán de hacer na-na.
Pos na gas ná.
Haré todó lo que ma pé.
¿Mujé ser vos de senador o diputá? —aventurábamos, seducido por sus maneras exquisitas.
No, mi marí, vendé café, ron y maní.
¿Podré yo a tú volver a ver?
Si quié comprá produc exó, podrá podrá. Pero cuidá, cuna no é una cual-cual.
FOGÓN. ¡Nunca os hubiera creído tan mujeriego, Padre Ubú!
PADRE UBÚ. Le mostraré a qué se debe, señor. (Busca en el bolsillo izquierdo de su pantalón) ¿Ve esta botella? ¿Adivina qué tipo de licor contiene…? Pues nada más que extracto de tangá.
FOGÓN. ¡Por Dios! ¿Y esa mirífica bestezuela que flota en su interior?
PADRE UBÚ. ¡Cómo! ¿Llegáis a ver el animal…? ¡Pues sí, es cierto! No se ha llegado a disolver por completo en el alcól. Oséase, que disponemos de una disolución sobresaturada como la acostumbramos llamar… Para su conocimiento le diré, señor, que la tangá no es más que una rata, una muy humilde rata. Como quizá sepa, dos clases hay de ratas, la de ciudad y la de campo. ¿Quién se puede atrever a insinuar que no somos un gran entendido en entomología? La rata de campo es más prolífica porque dispone de más espacio para educar a sus descendientes. Y por esa causa, los indígenas del país del que venimos, la comen, a fin de tener muchos hijos. Y de ese modo, asimilado que han sus propiedades, puede, por ejemplo, decir:
Leván tatel mandí, mujé.
No ten gogá.
Come tangá.
No sás pesá. Tú comerás tambié y querrás lo hacé otras quincevé.
FOGÓN. ¿No sería más decente que cambiáramos de conversación, Padre Ubú?
PADRE UBÚ. Como quiera, señor. Vemos que le falta competencia en este tpo de temas. Pero, para darle gusto, le contaremos la manera de la que construimos puertos en las colonias… En primer lugar le diremos que nuestros puertos siguen conservándose en excelentes condiciones, y ello porque no funcionan jamás. Así, el único trabajo que dan es el de tener que quitarles el polvo cada mañana, pues en su interior no entra ni una gota de agua.
FOGÓN. ¡¿… ?!
PADRE UBÚ. Sí, señor, como se lo digo. Cada vez que deseábamos construir un puerto, determinadas personas interesadas en que lo hiciéramos en sus posesiones, nos procuraban la phinanza necesaria. Cuando teníamos en nuestro poder las phinanzas de todo el mundo, y sólo en ese momento, téngalo en cuenta, procedíamos a pedir al gobierno la concesión de la mayor ayuda posible. A continuación, convencíamos a aquellas personas de que se nos habían concedido créditos solamente para un puerto. Entonces, por fin, construíamos dicho puerto en un lugar suficientemente alejado y que no fuera propiedad de ninguno de los estafados. Y, como es lógico, situado también tierra adentro, pues, en definitiva, no se trataba de que a él vinieran barcos, sino de que todos aquellos propietarios se avinieran a razones y de que la discusión sobre los derechos de cada cual a tener la obra en su tierra, no dejara de llegar a buen puerto.
FOGÓN. ¡Pero Padre Ubú! ¿Y no acabasteis peleado con todo el mundo?
PADRE UBÚ.  ¡En absoluto! Por el contrario, se nos invitaba a todos los bailes, y tengo que reconocer que lo pasábamos muy bien. Excepto, claro está, la primera vez, porque, para congraciarnos con los colonos, me vestí de fiesta con mi gran traje colonial d explorador perfecto, mi chaqueta blanca y mi casco de tapones de botella. Tal indumentaria resultaba muy cómoda, pues en aquella tierra llega a hacer hasta cuarenta grados de temperatura por las noches. Pero todos aquellos propietarios, movidos por una gentileza recíproca hacia la metrópolis representada por mi persona, se habían puesto sus trajes oscuros y sus abrigos de pieles. Y, al verme, me llamaron malcriado, y se liaron a patadas conmigo.
FOGÓN. Y, dígame, ¿también los negros se ponen de vez en cuando trajes oscuros?
PADRE UBÚ. Sí, señor. Pero cuando lo hacen, no se nota demasiado, lo que no deja de tener sus ventajas y sus inconvenientes. Aunque hablando de ventajas e inconvenientes, tengo que decirle que el negro en general resulta poco visible por las noches, ya que por más que lo intentamos no conseguimos que entrara en vigor, aplicado a los negros, el reglamentos de los ciclistas, es decir, timbre y luz de dínamo obligatorios. Y le digo que es molesto porque a menudo se tropieza con ellos; y al mismo tiempo agradable, porque así se les puede pisotear mejor. Los negros de baja extracción, a los que se puede distinguir un poco en la oscuridad porque llevan chalecos de tela blanca de color, no se quejan en modo alguno, sino que, al contrario, dicen: «Perdón, blanco mío». Pero a los negros elegantes, por completo vestidos de oscuro, no se les puede ver de ninguna manera. Y así, caen sobre uno como si una chimenea se le cayese a uno en la cabeza, le aplastan los dedos gordos de los pies y le hunden para dentro la barriga, después de todo lo cual, todavía les queda cara dura para gritar: «¡Sucio negro…!». Para conseguir que nos respetaran un poco, tomamos la decisión de hacernos acompañar siempre por el más negro y económico de todos los negros, es decir, por nuestra propia sombra, a la que encargamos que, llegado el caso, se pegase con ellos. Pero a partir de ese momento nos vimos obligado a caminar por el mismo centro de la calzada, pues, si no, el mencionado negro, tan indisciplinado como volátil, se dedicaba a huir de nuestra compañía so pretexto de irse a jugar al trompo con las sombras de los faroles de gas y otros negros de las aceras… Lo que le digo, esos negros invisibles son el principal inconveniente del país, el cual podría llegar a ser incluso delicioso con sólo algunas mejoras. Entre otras ventajas, por ejemplo, está lleno de corrientes de agua y de niños negros, cosas ambas que permitirían aclimatar y alimentar cocodrilos en él sin apenas gasto. Ningún cocodrilo llegue a ver en la isla, lo que es una pena, pues allí podrían pasárselo muy bien. Mas en mi próximo viaje cuento con importar, a fin de que se reproduzcan, una pareja de especímenes jóvenes, a ser posible formada por dos machos, para que las crías resulten más vigorosas… En revancha, el avestruz abunda mucho, y quedamos asombrado de no poder capturar ninguno a pesar de haber observado estrictamente las reglas contenidas sobre el particular en nuestros libros de cocina. Principalmente la que consiste en ocultar la cabeza debajo de una piedra.
FOGÓN. ¿En los libros de cocina decís? Dudo mucho de que en ellos se hable de la caza de avestruces. A lo sumo llegarán a decir cómo poner en remojo, en una cazuela, altramuces.

PADRE UBÚ. ¡Silencio, señor! Sepa que nada ocurre en aquel país como usted tiene el candor de imaginar. Por ejemplo, nunca podíamos encontrar nuestra mansión cuando regresábamos a ella. Y ello debido a que allí, cuando alguien se cambia de casa, se lleva la placa donde está escrito el número de la calle que le corresponde, y hasta la placa del nombre de ésta, o incluso de dos calles, cuando viven en una esquina. Costumbre gracias a la cual los números de las casas siguen allí el mismo orden que los de los premios de la lotería, y llega a haber calles que disfrutan hasta de tres o cuatro nombres superpuestos, mientras que otras no tienen ninguno. No obstante lo cual siempre acabábamos por encontrar el camino de regreso gracias a los negros, pues cometimos la imprudencia de pintar con grandes letras sobre nuestra fachada: «Prohibido verter basuras». Y como a los negros les encanta desobedecer, acudían a hacerlo desde todos los rincones de la ciudad. Incluso me acuerdo de un negrazo que todos los días venía desde muy lejos a vaciar el orinal de su dueña bajo las ventanas de nuestro comedor, y que antes de hacerlo, mostrándonos su contenido, decía: mirá, mirá, vosté, mirá: el negro hacer caca amarilla, y su dueña, que es blanquilla, hacerla color de café.
FOGÓN. Lo que como máximo vendría a demostrar que el blanco no es otra cosa que un negro al que se le ha dado la vuelta como a un guante.
PADRE UBÚ. Me asombra, señor, que haya llegado por usted mismo a tan certera conclusión. Si sigue sacando tanto provecho de nuestras conversaciones, acabaremos por conseguir que llegue a ser alguien en la vida. Incluso puede llegar a ser, vuelto del revés por ese método del guante, el espécimen de esclavo negro que no nos atrevimos a traer, considerando excesivo el coste de los fletes.

Llegados a este punto, los interlocutores se encuentran frente a la casa del Padre Ubú. La Madre Ubú sale a su encuentro. Efusiones conyugales, pero, ¡oh sorpresa!, durante la ausencia del Padre Ubú, de su virtuosa esposa ha nacido un niño negro. El Padre Ubú se pone escarlata y se dispone a castigarla como merece. Pero ella se lo impide al tiempo que grita:

MADRE UBÚ. ¡Miserable! ¡Me has estado engañando con una negra!




[1] Ubú se refiere aquí a la pronunciación figurada de las palabras francesas l’eau hausse, que suenan, más o menos, como l’oos.